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José Luis Garci, un reportero de paz en el Retiro

Ahora que ha sido nombrado Patrimonio Mundial, José Luis Garci recorre el parque en el que habría querido trabajar de corresponsal, de haber podido.

Ahora que ha sido nombrado Patrimonio Mundial, José Luis Garci recorre el parque en el que habría querido trabajar de corresponsal, de haber podido.
Fotograma de una película de Garci en El Retiro. | Archivo

Los fines de semana no va tanto, porque se atiborra de gente, pero entre semana acude todos los días. Entra despacio, le echa un saludito al Galdós de Victorio Macho y deja un libro en la pequeña biblioteca, para que alguien se lo lleve. Después se pone a pasear, observando y pensando en la cantidad de historias que podría haber ido publicando si de verdad se hubiese cumplido ese deseo suyo recurrente de ser corresponsal para ABC en El Retiro. Ahora que han nombrado a la zona Patrimonio Mundial posiblemente le lloverían ofertas, quién sabe, para publicar algún tipo de antología de sus hallazgos. Aunque en el fondo todo sea la misma vida pero con otra fachada. No se jacta, pero en realidad pocas personas habrían desempeñado esa labor periodística mejor que él. Nació allí mismo, qué cojones. Creció en Ibiza, esquina con Narváez, y en esos jardines jugó al fútbol mientras se sucedían las estaciones, los eventos y las actuaciones de la banda municipal en el Templete. Todos los jueves y todos los domingos, recuerda ahora. Siempre con los mismos viejos aficionados a la música, sentados en los mismos bancos de hierro. En las largas noches de verano, él pudo presenciar la particular lluvia de estrellas que por allí asomaban. Estuvo fuera, por ejemplo, junto con toda la gente que se aglutinó a las puertas del Florida Park para aplaudir a Marlene Dietrich entre canción y canción. Y también un día en que Sinatra y Gardner entraron despreocupados en su descapotable maravilloso hasta el mismísimo local, cuando todavía permitían pasar coches. Sonríe. Recuerda cómo la actuación de Los Cinco Latinos le transportó al Copacabana neoyorkino; aquellos instantes en los que no hacía falta mucho más para instalarse en esa vida de repuesto parecida al cine, rodeado de vegetación y atmósferas cambiantes, formando parte día a día de la evolución de un parque que bien podría asemejarse al Central Park, si Madrid ajustara su medida propia de Villa y Corte al sueño americano. Piensa. Era precioso. Y prosigue su camino.

Era y sigue siéndolo. Las fachadas que la custodian al otro lado de las rejas tampoco han cambiado demasiado. Piensa en la película esa que hizo Samuel Bronston. El fabuloso mundo del circo, 1964. En el rodaje vaciaron todo y apuntaron las cámaras hacia la calle Alfonso XII, para que pareciese que la acción sucedía en Viena. Y vaya si aquello parecía Viena. Toda la zona es una mezcla entre París y Viena, piensa ahora. Pero el parque le recuerda a Rusia. Pasear por allí es como hacerlo en otro siglo. Uno puede sentirse más cerca de Chéjov, de Turguénev y de todos esos escritores que vinieron del frío. Sobre todo en invierno, cuando al salir del Retiro a uno le entran ganas de atizarse un vodka a palo seco. Hay entre aquellas ramas el mismo acento misterioso, la misma carga moralizante, maldita y vigorosa que en cualquier novela de Dostoyevski. Piensa. El único lugar del mundo con una estatua dedicada al diablo. Y sigue paseando. Caminando por el Paseo de Coches recuerda el privilegio que fue rodar aquello en mitad de una nevada y lo precioso que estaba el Palacio de Cristal en esa estampa. El Paseo de Coches, "que antes era de coches de caballos", recita lentamente, y sin querer emprende la marcha hacia la antigua Casa de Fieras, con sus jaulas ahora vacías pero que todavía se conservan.

Piensa. El Paisaje de la luz, han llamado a todo esto. Y no lo sabré yo. Cuando cada año se celebra la Feria del Libro, la primavera parece iluminarlo todo y los días se transforman en una fiesta continua y maravillosa. Él podría haber sido reportero allí, para registrar las cosas que se van modificando. Antes eran las madres las que llevaban a sus hijos y los vigilaban desde la distancia, a la sombra en cualquier banco. Ahora son los abuelos. Claro, todo el mundo se encuentra trabajando, buscando cómo salir adelante. Y mientras, se vive de la cartilla del abuelo, que es el que también se encarga de llevar a los nietos a jugar en El Retiro. Es toda una sociología cambiante la que se va dando cita aquí, sigue pensando. Toda una manera de vivir que va evolucionando y que transforma la cara visible de la ciudad. El Retiro es un pequeño reflejo de la vida de Madrid y, por tanto, de la vida española. Recuerda cuando llegó la moda de los shorts, en la cosa impresionante que era ver de pronto todos esos muslos de mujer. Algo que no había visto nadie en su generación, ni en la anterior, ni nunca. Su memoria se desliza entonces hacia aquella otra ocasión en la que vislumbró a lo lejos a una joven preciosa llorando. Igual que lo bueno pasa, lo malo también se pasa siempre, le dijo. Y ella le miró y le sonrió como pocas veces le han sonreído en la vida. Creo que la alivié bastante, piensa también, y sigue caminando.

Ya fuera, uno podría dirigirse hacia cualquier parte. Podría bajar por la Cuesta de Moyano y pensar que nada le tiene que envidiar a los buquinistas de la orilla izquierda del Sena. Contemplar al Jardín Botánico, bordear el Museo del Prado y llegar hasta Neptuno, con el Palace y el Ritz a cada extremo, centenarios y enfrentados, igual que si fuesen las sedes de dos temibles gánsteres que pelean en las sombras por el dominio de la ciudad. También podría pensarse en el increíble triángulo de arte que forman el Thyssen, el Reina Sofía y el mismo Prado, tan juntitos. O seguir en dirección Cibeles, la otra gran diosa de esa zona de Madrid, tan bien recogida entre el Banco de España y Correos, al que los castizos solían llamar Nuestra Señora de las Telecomunicaciones. Podría subir después hacia la Puerta de Alcalá y volver a ver allí el viejo parque, a lo lejos. Y recordar Las noches del Buen Retiro, por ejemplo. O callejear en dirección a los Jerónimos y toparse con el antiguo Real Madrid, que hoy es la COPE. Podría pensarse que nada de eso tiene algo que envidiar al Boul’Mich parisino o al Covent Garden londinense. Y que incluso se mantiene cerca de las grandes zonas de la capital romana. Para un amante de Madrid, la noticia de que al fin haya sido reconocido el Patrimonio Mundial que allí se guarda sólo puede ser recibida con alegría. Pero José Luis Garci no necesita rehacer todo ese recorrido para caminarlo con la mente. Mientras se desvía y se introduce en Cortes, subiendo hacia el Congreso y quién sabe si también al Ateneo, piensa en que nada de eso podría desligarse del Retiro y en que él podría haber sido corresponsal allí. Quién sabe. Ya hay demasiados reporteros de guerra, dice. Lo maravilloso habría sido ser reportero de paz en el Retiro.

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