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El "Gross Asyl Noruega", humanitarismo a gran escala en retaguardia: "Arrancar del fusilamiento a tantas personas"

"Gran Refugio de Noruega", así denominó el cónsul Schlayer a su valerosa labor en la Guerra Civil. Salvó a miles de personas en la retaguardia.

"Gran Refugio de Noruega", así denominó el cónsul Schlayer a su valerosa labor en la Guerra Civil. Salvó a miles de personas en la retaguardia.
Imagen histórica el actual cementerio de Paracuellos. La mayor fosa común de españa, víctimas del Frente Popular | Archivo

Si el fenómeno del asilo diplomático durante la Guerra Civil es extraordinario en la historia de las relaciones diplomáticas, en lo cuantitativo y en lo cualitativo, el caso de la Legación de Noruega resulta especialmente singular. En su sede llegaron a cobijarse, bajo el liderazgo de Felix Schlayer y con la protección de un precario estatuto jurídico, más de 900 personas que escapaban de la amenaza directa de la persecución. Esa es la razón por la que dediqué al tema mi tesis académica de la Escuela Diplomática, analizando los materiales disponibles entonces: las obras escritas del propio Schlayer, memorias de asilados, testimonios orales de sus familiares, abundante material de archivo y otras fuentes dispersas.

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Félix Schlayer, cónsul de Noruega

Con los años, en un tiempo en que la Guerra se ha convertido en un material cada vez más políticamente inflamable, el "Gross Asyl Noruega" ("Gran Refugio de Noruega"), como denominó Schlayer a su gigantesca labor humanitaria, no ha perdido interés. Probablemente es esa la razón -y no el mérito propio- de que mi trabajo, publicado por la editorial Cuadernos de la Escuela Diplomática, haya sido citado desde entonces en unas cuantas obras, tanto académicas como de divulgación.

Por eso, cuando Pedro Corral me propuso consultar el testimonio inédito de Manuel Jiménez-Alfaro y Alaminos, secretario general de la Legación noruega y valioso colaborador de Schlayer, acepté de inmediato. El material, como ha mostrado Corral a lo largo de sus tres artículos, resulta de enorme interés. Y, tras su lectura en profundidad, renuevo las conclusiones a las que llegué en mi trabajo: el encargado de Negocios de Noruega actuó de buena fe, con el fin máximo de salvar vidas humanas, adaptando con creatividad y audacia las normas diplomáticas a una realidad que las desbordaba ampliamente.

El estatus de Schlayer era ya de por sí precario: en ausencia del jefe de misión de Noruega, a quien la sublevación sorprendió en Francia, el Gobierno de Oslo lo nombró encargado de negocios ad interim, diplomática, cuanto antes de la contienda era un simple cónsul honorario y ni siquiera poseía la nacionalidad del país nórdico. La situación jurídica de Jiménez-Alfaro, por su parte, era aún más frágil. Su cargo –"secretario general de la Legación"– no debe confundirse con el de un secretario de Embajada, que sí ostenta estatus diplomático, sino que la denominación corresponde a la que dan algunos países a su jefe de administración, cargo que en nuestras representaciones se llama canciller.

Pero la administración en aquellos días de ruido y furia distaba de ser una tarea apacible. Conseguir comida para alimentar a cientos de personas en el contexto de una guerra feroz, proveerse de combustible y carbón, gestionar la convivencia en un espacio reducido y atender a enfermos, ancianos, niños y hasta recién nacidos era un desafío de enormes dimensiones.

Asaltos, asesinatos y trampas mortales

Todo ello, además, se desarrollaba en un entorno de abierta hostilidad hacia las representaciones diplomáticas, que el Gobierno de la República consideraba sospechosas de connivencia con los rebeldes. Las violaciones de la inmunidad fueron numerosas. El propio Jiménez-Alfaro menciona como ejemplo el asesinato de Jacques de Borchgrave, tercer secretario de la Embajada de Bélgica, pero hubo otros muchos: las milicias asaltaron varias representaciones –; fueron fusilados, entre otros, cónsules honorarios de Austria, Panamá o Reino Unido; y hasta se creó una Embajada ficticia -del exótico reino de Siam, hoy Tailandia- como trampa para atraer desafectos.

Sin embargo, en general, ya fuera por convicción, ya fuera por miedo a la mala prensa, las autoridades republicanas respetaron el asilo, pese al fugaz intento de Álvarez del Vayo de impedirlo tras sustituir a Barcia como ministro de Estado.

Ningún tratado internacional ratificado por España codificaba el asilo, sino que su práctica se derivaba, de facto, de la inviolabilidad de las misiones diplomáticas extranjeras. Era una puerta entreabierta sin el respaldo de normas positivas, pero de extraordinario valor. "¿Qué persona capaz de sentir compasión, y con posibilidades de disponer de semejante refugio", se preguntaba Schlayer, "podría negárselo a nadie de quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal rechazo supondría su muerte?"

Ciertamente, miles de personas, de los más variados perfiles sociales e ideológicos, salvaron su vida gracias a esa garantía jurídica. Paradójicamente, aunque España no ha ratificado ningún tratado sobre el asilo diplomático ni lo reconoce en su legislación, el nuestro es el país en el que más se ha practicado, al menos desde el siglo XVII, y si se consolidó como institución en las repúblicas iberoamericanas fue, sin duda, por influencia española, como se dejó claro en su día en los debates de la Sociedad de Naciones.

Un campo de prácticas para el humanitarismo

Pero la labor de la representación noruega, como muestran los documentos que analizamos, no se limitó al asilo, su faceta más visible, sino que recorrió un amplio abanico de medidas humanitarias. Por eso Jiménez-Alfaro habla, genéricamente, de "labor de ayuda a familias perseguidas", lo que incluye las visitas a las cárceles, la intervención en las negociaciones para los canjes o los intentos de interceder ante las autoridades políticas. De forma aún más dramática, atribuye a Schlayer el coraje de "arrancar materialmente del fusilamiento a tantas personas momentos antes de ser ejecutadas".

Obviamente, estas acciones no pueden enmarcarse en la protección consular, ya que sus beneficiarios no eran ciudadanos noruegos. Pero sin esa labor, valerosa y arriesgada, el número de muertos en la retaguardia de Madrid habría sido incluso superior.

No es disparatado establecer un lazo entre la labor del Cuerpo Diplomático en España durante la Guerra Civil y la que pocos años después desarrollarían nuestros embajadores en distintos países europeos para salvar a miles de judíos de una muerte segura, llevando las normas al límite de su elasticidad. Nuestra Guerra, además de servir de ensayo para otras cosas mucho más sombrías, fue un gran campo de pruebas del humanitarismo a gran escala.

¿Diplomáticos o quintacolumnistas?

¿Se extralimitaron Schlayer y otros diplomáticos en sus privilegios e inmunidades? Si juzgamos sus actos con frialdad, sí, no hay duda: rebasaron ampliamente las funciones y prerrogativas de un representante de Estado. Pero lo hicieron en un contexto en el que su audacia para estirar las reglas y costumbres de la diplomacia era el único aliento de esperanza para muchos españoles condenados a una muerte segura en el Madrid republicano.

Sobre las acusaciones de espionaje, lanzadas contra Schlayer y otros diplomáticos ya desde los tiempos de la contienda, creo que el análisis que hace Pedro Corral en sus artículos es razonable e intelectualmente honesto: más allá del episodio del ataque al Cerro Garabitas, recogido también por el encargado de negocios noruego, las demás referencias de Jiménez-Alfaro a operaciones de inteligencia son tan abstractas como entendibles por el contexto social y político en el que las realizó. Cuestión distinta, y difícil de negar, es que muchos asilados usaran las Embajadas como base para operaciones de la quinta columna, sin conocimiento ni consentimiento de los titulares.

Los nuevos documentos resultan especialmente iluminadores en lo que se refiere al final de la labor de Schlayer en España, un aspecto que nunca ha quedado del todo claro y en el que, según parece, el encargado de Negocios se jugó la vida. El gran "villano" en el relato de Alfaro es el sustituto de Schlayer, el noruego Christian Ness, pero un juicio ponderado de los acontecimientos muestra que, aunque sin la audacia de su predecesor, supo continuar la labor del asilo, dejando claro que aquella no era una mera iniciativa individual.

Frente a quienes usan nuestra historia como misil, figuras como la de Schlayer y la de su colaborador Jiménez-Alfaro deberían ser un patrimonio compartido. Su labor humanitaria, que no fue unilateral -recuérdese que Schlayer, tras abandonar la zona republicana, intercedió ante Franco, ya a título individual, por varios sospechosos de lealtad al otro bando, y haría después lo mismo durante la persecución nazi- es un ejemplo de coraje y determinación, especialmente para quienes ejercemos, muchas décadas después y en un contexto muy distinto, la profesión de diplomático.

Llámenme utópico si quieren, pero creo que el Gross Asyl Noruega es uno de esos raros episodios de nuestra historia que, si fueran estudiados con el debido rigor, podrían ponernos a todos (¿a casi todos?) de acuerdo.

Mario Crespo es diplomático español.

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