
"Esto no son más que conjeturas; la verdad nunca podrá llegar hasta nosotros; la filantrópica y honrosa conducta de la Guardia Civil excede a todo elogio". Así concluía la crónica que publicó la Gaceta de Madrid el 23 de septiembre de 1850. Daba cuenta de la tragedia que en la noche del 14 al 15 se desencadenó en el barranco de Bellver, entre Oropesa y Benicasim.
La compañía Diligencias y Postas Generales tenía su sede en el número 2 de la Rambla de Santa Mónica de la capital barcelonesa. A las diez de la mañana del 13 de septiembre de 1850, como todos los días, partió el carruaje con destino Valencia. En tres jornadas recorrería las 83 leguas [400 km] de un itinerario jalonado con numerosas paradas. Cada tres o cuatro leguas se detenía en una venta para descanso del viajero y cambio del tiro.

Esa diligencia no llegará a su destino. Despeñarse era un accidente frecuente en el siglo XIX y eso fue lo que sucedió en el barranco de Bellver. "Los elementos gemían desencadenados; el agua, cayendo a torrentes, inundaba la tierra, formando lagos en los hondos y ríos en los declives". La diligencia se precipitó al derrumbarse parte del camino. "Y cuantos seres vivientes iban dentro del carruaje se han encontrado muertos a la orilla del mar, a que fueron arrastrados en su caída". Fallecieron los diez pasajeros. Junto a ellos, el mayoral, el zagal y el postillón y los dos guardias civiles que acudieron a socorrerlos.
Al lado de los restos se encontraron los cadáveres de los beneméritos Pedro Ortega y Antonio Jimeno. Sin zapatos y con los pantalones remangados, habían dejado su armamento y correaje cerca de los restos del pretil. "Aquellos guardias, al ver u oír la caída del coche en las inmediaciones de cuyo sitio se hallaban, sin duda por ser el de más cuidado de la carretera en que prestaban el servicio, se echaron al barranco a socorrer a los pasajeros y perecieron víctimas del cumplimiento de su deber, de una manera digna de llegar a conocimiento de todos los individuos del cuerpo". (La Ilustración Nacional, 28 de febrero de 1898).
Fueron los dos primeros miembros del Instituto Armado que dieron su vida en una acción humanitaria. Murieron "procurando ser siempre un pronóstico feliz para el afligido". Un monolito en el lugar del suceso honra su memoria. Ortega y Jimeno no hacían sino cumplir con un código moral que describía y regulaba minuciosamente su correcto proceder: la Cartilla del Guardia Civil: "En las avenidas de los ríos, huracanes, temblores de tierra, o cualesquiera otra calamidad, prestará cuantos auxilios estén a su alcance, a los que se vieren envueltos en estos males" (Cartilla art. 35).
Escrita de puño y letra por el Duque de Ahumada, fundador del Cuerpo, la Cartilla se aprobó por Real Orden de Isabel II, publicándose el 20 de diciembre de 1845. Se cumplen 178 años de un texto preciso, en el que nada sobra. Una instrucción contundente en su argumento y propósito: conseguir los mejores guardias civiles. "Se trataba de impregnarlos de dignidad y dotarlos de una conciencia individual, puesta al servicio de un orden concebido para la época. Todo este cúmulo de valores cristalizaron en las características de: sacrificio, austeridad, disciplina, abnegación y espíritu benemérito que caracterizan al Instituto". (Miguel López Corral, Creación y configuración de la Guardia Civil. Boletín de la Real Academia de la Historia, 1994-T191)
Alfonso XIII los reconoce como Beneméritos. "Vengo en conceder la Gran Cruz de la Orden Civil de Beneficencia, con distintivo negro y blanco, al Instituto de la Guardia Civil". El 6 de octubre de 1929 la Gaceta de Madrid publicaba el Real Decreto que dos días antes había firmado Alfonso XIII "por los innumerables actos y servicios abnegados, humanitarios y heroicos que los individuos pertenecientes al mismo han realizado con motivo de incendios, inundaciones y salvamento de náufragos". Se le otorgaba el título de benemérita de manera oficial. Se hacia justicia con un proceder que la sociedad española venía reconociendo desde 1844. Y que ha continuado hasta nuestro días. "Un constante deseo en favorecer al pacífico habitante, prestándole cuantos auxilios estuvieren a su alcance, es la base de la Institución, el fundamento del prestigio del que hoy goza". (Circular de la Inspección General del 16 de marzo de 1852).

En 1858, transcurridos catorce años de la fundación de la Benemérita, se publicó Historia, servicios notables, socorros, comentarios de la Cartilla y reflexiones sobre el cuerpo de la Guardia Civil. Su autor, José Díaz Valderrama, compilaba lo acontecido en esos años. Así detallaba la Estadística Humanitaria: "Ellos [los miembros del Cuerpo] han auxiliado a 294 personas heridas por manos criminales; han extraído de las aguas, y por consiguiente han librado de perecer ahogados, a 1.875 hombres, mujeres y niños; han arrancado a la muerte en las inundaciones y de entre las nieves, 863 desgraciados viajeros; han recogido en los caminos a 380 enfermos; han desenterrado de los escombros y salvado la vida en 94 hundimientos de casas, a 227 personas; han concurrido a quemar su uniforme, a recibir quemaduras, heridas y contusiones, en 2.639 incendios y salvar 418 personas". Fuerza moral. ¿Cómo calificar ese constante deseo de favorecer al pacifico habitante? "Es lo cierto que sin ella, sin fuerza moral, ningún poder, ninguna corporación, nadie, en fin, puede sostenerse y ser útil a su país", añade Valderrama. Un extraordinario esfuerzo que revelará su verdadera importancia con las estadísticas de lucha contra el delito en los primeros años de su existencia.
"Debe ser prudente, sin debilidad, firme sin violencia, y político sin bajeza. El Guardia Civil no debe ser temido sino de los malhechores; ni temible, sino a los enemigos del orden." (Cartilla, artículos 5 y 6). En sus diez primeros años de existencia los datos de intervenciones en la persecución del delito son reveladores del grave problema de seguridad que padecía la sociedad española. 84.465 detenidos bajo la rúbrica ‘Delincuentes’, cifra a la que sumarían otros 139.461 en los diez años siguientes. Entre detenidos por faltas leves, prófugos y desertores, de 1845 a 1865, se efectuaron 700.000 intervenciones. Con unos efectivos de 9.000 hombres en 1855, que se incrementaron a 13.790 en 1865. (Miguel López Corral, obra citada).

Valor, arrojo, heroicidad. "Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral, recurriendo solo a las que lleve consigo, cuando se vea ofendido por otras, o sus palabras no hayan bastado. En este caso dejará siempre bien puesto el honor de las que la reina le ha entregado". (Cartilla, art. 18). Valderrama narra algunos de los hechos de armas en la guerra contra la delincuencia y el bandolerismo. "En la provincia de Burgos, el sargento 2º Juan Menéndez, capturó diez famosos ladrones agavillados. El sargento conquistó una página gloriosa en la historia del cuerpo. El cabo 2º del 8º tercio, Simón Jorge, aprehendió igualmente seis forajidos con once armas de fuego; no sin luchar antes con ellos dentro de una casa, donde salvó su vida milagrosamente. Y, qué podríamos decir del guardia del 12º tercio, Juan Sánchez y del cabo Evaristo Otazu, que habiendo aprehendido un ladrón que resultó ser hermano político del cabo, este le condujo al instante ante los tribunales. A los pocos días se comete un robo y un asesinato y el cabo Tomás Sahagún y el guardia Juan Izquierdo, después de treinta horas de constante trabajo y de andar muchas leguas, capturan al asesino". Y concluye "ellos han sucumbido, asesinados alevosamente por los criminales, 59 entre oficiales y tropa y 185 heridos" (José Díaz Valderrama, obra citada).
Continuará…