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Luis Herrero Goldáraz

También hay besos

Esta ciudad, a fin de cuentas, tiene memoria para todos. Y en sus portales no sólo ha habido muerte.

Esta ciudad, a fin de cuentas, tiene memoria para todos. Y en sus portales no sólo ha habido muerte.
La fuente del Ángel Caído, una de las más emblemáticas del parque y que en esta época del año resalta la belleza, si puede decirse así, de la estatua dedicada a Lucifer elegida en lo más alto del monumento. | David Alonso Rincón

Me entero mientras camino de que por la calle por la que he pasado tantas veces hace tiempo que murió alguien importante. No recuerdo de quién se trata, pues leí su placa ayer y, añadiendo esta mañana, han pasado cinco siglos desde que su nombre se me comenzó a borrar de la memoria. Tampoco sé por qué murió. No sé si fue la víctima de un complot masónico internacional, si sacrificó su destino para asegurar el de miles de compatriotas en una encrucijada palaciega o si fue ensartado por la espada de alguien a quien había desafiado en el desayuno, esa forma de morir absurda que practicaba el hombre antes de inventar los accidentes de tráfico. Lo único que sé, y ya es bastante, es que en un rectángulo de asfalto por el que ahora deambulan guiris hace siglos debió mezclarse la tierra, la mugre y la sangre; que hoy es viernes; y que hubo un tiempo en que esta España fue un lugar más afilado, peligroso y vivo. Es decir, que fue mentira.

Existe una capa de Madrid justo debajo de esta capa, la que hoy se ve porque el pasado se ha sedimentado. Se trata de una capa extraña, tan macabra como volátil y olvidada. Uno puede recorrer esta ciudad siguiendo rastros de la sangre de quienes la habitaron. Puede empezar, por ejemplo, escuchando el eco de los tiros en la Plaza de la Independencia, que todavía los contiene. Y quedarse quieto en esa esquina para dejar pasar, siglos después, al coche de Eduardo Dato abierto en mil disparos, chorreando muerte, indignación e historia, yendo del antes al ahora igual de aprisa que un invento.

A poca distancia, pero de noche, podría acercarse a contemplar también cómo se abría el desgarrón civil en la nuca de Calvo Sotelo; o saltar corriendo al otro extremo de la herida, en la calle de Fuencarral, para observar el cuerpo del teniente Castillo tirado en lo que ahora es la terraza de un Lateral. Si no quisiera moverse demasiado, podría haber paseado sólo un poco, lentamente, hasta Príncipe de Vergara, por ejemplo, y detenerse a ver caer desde los cielos el cadáver triste de Enrique Ruano. Pero ahora que lo pienso eso le obligaría a caminar bastante más, aun sin quererlo, pues la tragedia de ese joven no concluyó allí sino en Atocha, en el piso en el que años después varios de sus amigos fueron tiroteados.

Uno podría hacer turismo, ir al Congreso, bordear la calle y esconderse justo antes de llegar a la del Marqués de Cubas. Y ver sin ver, he ahí el misterio, quién mató realmente a Prim. Podría resguardarse en alguna esquina oscura de Cuatro Caminos para escuchar el tiroteo inútil y asesino del maquis. O recorrer Huertas persiguiendo el último paseo de Canalejas. Llegar a Sol, igual que él, pero en lugar de contemplarlo sucumbir cambiar la vista al otro extremo, hacia el lugar en el que Valle-Inclán perdió su brazo para ganar la literatura.

Dicen que el padre del esperpento, ya manco, saludó al periodista que lo había lisiado quitándole hierro a la disputa porque, al fin y al cabo, aún conservaba su mano de escribir. Así pienso que Madrid nos mira a todos, con ese temple. No importa que caminemos por sus venas como si nunca se hubieran desbordado. Que leamos sus carteles, nos detengamos en sus placas, y veinticuatro horas después no recordemos el nombre de sus mártires. Esta ciudad, a fin de cuentas, tiene memoria para todos. Y en sus portales no sólo ha habido muerte. También hay besos.

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