
En 2004 Zapatero afirmó que "nación" era "un concepto discutido y discutible". Años más tarde, Miguel Iceta contó el número de naciones que había en España y dijo que le salían ocho. Antes de Iceta, Iglesias Turrión declaró: "En España hay cuatro naciones que comparten un mismo Estado". Y esas naciones eran, en su opinión, Cataluña, País Vasco, Galicia y… España. Es decir, para Pablo Manuel la nación canónica, España, está a la misma altura que partes formales suyas. Otegui, en cambio, sostiene que España no es una nación y que sólo son naciones "Galicia, Cataluña, País Vasco y Navarra". En definitiva, nuestros progresistas plurinacionalizadores interpretan a España como una "prisión de naciones": cárcel de unas naciones puras y cristalinas, cada una de ellas heredera de una cultura profunda y eterna que arrancaría de la noche de los tiempos. Para que estas naciones puedan manifestarse en todo su esplendor, dicen nuestros progresistas plurinacionalizadores, es necesario destruir al Estado opresor, España, al que entienden como un mero artificio supraestructural que envolvería a estas presuntas naciones esenciales, asfixiándolas.
En efecto, muchos politólogos e ideólogos recurren al sintagma "nación cultural" para afirmar que el Estado es fundado por una cultura. Desde estas posiciones se reivindicarán las identidades culturales, las famosas "señas de identidad", sugiriendo que, por debajo de dichas señas, habría una sustancia, de la cual las señas serían el síntoma. Desde esta perspectiva se entenderá a estos "pueblos originarios" como esferas enterizas, cerradas, cuya identidad habría que mantener a toda costa según la fórmula alemana "a cada Cultura le corresponde un Estado". Estos nacionalismos esencialistas entienden que del genio, alma o espíritu de cada cultura nacional —la catalana, la gallega, la vasca o la mapuche— brotan todos sus caracteres —su lengua, su religión, las sardanas, sus objetos artísticos, sus costumbres—. Si se tiene una cultura propia, piensan los progresistas plurinacionalizadores, se está en disposición de fundar un Estado propio. Pero, insistimos, e pesar de esta verborrea martilleante, sigue sin quedar claro si cuando dicen "prisión de naciones" se refieren a naciones biológicas, étnicas o políticas.
Nación étnica, histórica, política...
Ni Galicia ni el País Vasco ni Cataluña son naciones étnicas ni mucho menos son naciones políticas y el problema radica en no entender que "nación" es una palabra latina (nascer-nascere) que va adoptando distintos sentidos a lo largo de la historia: no es lo mismo el término "nación" que aplicaba Julio César para hablar de los helvecios, que el término "nación" que gritaron los revolucionarios franceses en la batalla de Valmy: "¡Viva la nación!" Resumiendo enormemente análisis más complejos, diremos junto al filósofo español Gustavo Bueno que el término "nación" adquiere primero un sentido biológico al hablar, por ejemplo, de la nación de los dientes o de la buena nación de los terneros. La nación étnica, en cambio, ya no es un género zoológico, sino exclusivamente antropológico. La idea de nación étnica integrada remite a los grupos que, conservando unas peculiaridades determinadas, están integrados en el Estado. En la América del siglo XVI encontramos, por ejemplo, a la nación de los muiscas, y en la España actual a la nación de los gitanos. Pero en ninguno de estos casos estamos hablando de naciones en sentido político, sino en sentido étnico: no se puede hacer pasar anacrónicamente a las naciones étnicas por naciones políticas.
Otra de las especies de la nación étnica es la nación histórica, que es la acepción que Cervantes pone en boca del bachiller Carrasco cuando le dice a Don Quijote que es "honor y espejo de la nación española". Algunos territorios maduran históricamente antes que otros, de manera que España, Francia o Inglaterra se conforman como naciones históricas muy pronto: son naciones en sentido étnico ampliado pues, de cara a los de fuera, presentan ya unos rasgos de semejanza y de uniformidad muy precisos.
El tercer género de la Idea de Nación es la nación política que a su vez tiene dos especies: la nación canónica y la nación fraccionaria. Las naciones canónicas son las que conforman los Estados-nación actuales, están homologadas entre sí y son reconocidas desde organismos supranacionales como la ONU, la OTAN o la UE. Las naciones canónicas son naciones enteras, naciones históricamente dadas a partir de la transformación, no precisamente incruenta y pacífica, del Estado del Antiguo Régimen en un Estado-nación con ciudadanos teóricamente libres e iguales ante la ley: a partir de entonces será la Nación —y no el Rey— el nuevo sujeto de soberanía.
Es importante subrayar que esta nación política subsume a las naciones étnicas: las naciones étnicas no desaparecen con ella, sino que son reabsorbidas según la fórmula de muchos revolucionarios franceses: ya no somos bretones, galos o francos, somos franceses. De suerte que no cabe hablar de lo indígena kolla como algo separable de la Nación argentina o de lo indígena gallego como algo separable de la Nación española. Todas las naciones políticas son la resultante de la refundición de diversas naciones étnicas, lo que significa que siempre hay varias naciones étnicas dentro de una determinada nación política: en algunos países se dará mayor variedad que en otros, pero es imposible una nación política con una sola etnia. También es imposible un Estado moderno con una sola cultura, de ahí que el Estado sea multicultural de suyo.
La nación fraccionaria
Si quiere perseverar en el ser, una nación política ha de excluir de su territorio a otras naciones políticas externas que pretendan apropiárselo en parte o en su totalidad. En este caso estaríamos ante una invasión. Tampoco puede tolerar el crecimiento de una nación política en su interior. En ese caso estaríamos ante una secesión, lo que nos lleva a la segunda especie de nación política: la nación fraccionaria. Las naciones fraccionarias son naciones en busca de Estado. Estas naciones fraccionarias proceden del rompimiento de naciones canónicas. No son anteriores a ella, sino que son parte formal de dichas naciones. A través de la secesión, grupos de interés particulares intentan usurpar partes del territorio nacional y de sus riquezas con el objetivo de crear Estados propios, dado que los secesionistas saben de sobra que sin territorio no hay Estado.
En conclusión, nadie pone en duda las singularidades de cada territorio: cada pueblo, comarca o región tiene sus propias tradiciones, formas de lenguaje, bailes, gastronomía, impronta arquitectónica, etc. Pero estas singularidades, que son muy interesantes desde el punto de vista etnológico o antropológico, no justifican medidas de excepción jurídicas o políticas, no son singularidades en sentido político estricto. Lo que nuestros progresistas plurinacionalizadores sostienen es que a cada cultura le corresponde un Estado, por eso necesitan construir los famosos "hechos diferenciales". Muy bien, pero entonces llamen a las cosas por su nombre: primero, esa ideología no une, sino que excluye, separa y rompe, pues trata de ocultar lo que de común tenemos todos los españoles. Segundo: esa ideología fragmenta internamente a los propios catalanes, vascos y gallegos. Y tercero: esa ideología encubre el miserable mito de la raza por el mito de la Kultura, tan deleznable como el primero.
