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Federico Jiménez Losantos

Doña Emilia Pardo Bazán (I)

Fue la primera gran periodista española, pudo ser la primera presidenta del Ateneo y debió ser la primera Académica de la Lengua, pero lo impidieron las resistencias machistas y las envidias femeniles.

Fue la primera gran periodista española, pudo ser la primera presidenta del Ateneo y debió ser la primera Académica de la Lengua, pero lo impidieron las resistencias machistas y las envidias femeniles.
Emilia Pardo Bazán | Internet

De 1997 a 1999 publiqué en El Mundo un centenar de retratos biográficos sobre grandes figuras de la Historia de España. Se editaron con el título de la serie, Los Nuestros en 1999, en Ed. Planeta, y salvo algunos detalles por corregir, es uno de los libros que más me ha costado documentar y escribir y, tal vez por eso, de los que estoy más orgulloso. Uno de mis retratos preferidos es éste, dedicado a la novelista más importante en lengua española: doña Emilia Pardo Bazán:

"La Genio"

No hay en la cultura española moderna fenómeno de personalidad, creatividad, gracia, hondura y libertad, de genio en suma, como Doña Emilia Pardo Bazán. Entre los novelistas del XIX, sólo la superan Galdós y Clarín. Entre los intelectuales de signo liberal no hay media docena comparable.

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Es también la primera gran periodista española, escribiendo sin cesar desde 1876 hasta su muerte; fue la primera corresponsal en el extranjero -Roma y París-; fundó y dirigió el «Nuevo Teatro Crítico»; recogió en La cuestión palpitante su textos sobre estética naturalista en La Epoca; y reunió sus grandes artículos feministas de La España Moderna en La Mujer Española, acaso el libro más importante y menos conocido del feminismo español. Conquistó, en fin, un lugar de honor en nuestras letras -cuando reverdecían-, y supuso en la sociedad de la Restauración un terremoto permanente, una perpetua novedad.

Todo lo hizo a pesar de ser mujer, sin dejar de ser mujer y reivindicando su condición de ser mujer. Cuando no había cuotas ni discriminaciones positivas, Doña Emilia fue un ejemplo para muchos españoles de lo que significaba la igualdad de los sexos en libertad. Le costó no pocos sinsabores, pero tuvo el orgullo y la categoría de no quejarse jamás. Vivió casi cuanto quiso, casi como quiso y casi de lo que quiso. Dejó una obra admirable que se leerá en el siglo XXI con más gusto y reconocimiento que en el siglo XX. Y aunque su nombre ande hoy perdido en la Universidad rumiante y en la edición académica, acabará como personaje de película, porque lo es.

Nació en La Coruña -Marineda en sus novelas- el 16 de septiembre de 1851. Heredó el liberalismo de su padre, Don José, y el carácter abierto, emprendedor e independiente de su madre, Doña Amalia de la Rúa. Su infancia fue un paseo entre bibliotecas, de la estupenda de su casa a la de otra condesa admirable, la de Espoz y Mina, cuyas Memorias son uno de los grandes retratos de nuestro siglo XIX.

Leyó siempre con prisa, con fruición, con ferocidad. Literatura y política andaban juntos en aquellos años. Y la familia de Pardo Bazán leía al Duque de Rivas, a Quintana, a su paisano Nicomedes-Pastor Díaz y a Zorrilla. Emilita idolatraba al autor del Tenorio.

Y tanto como leyó quiso que la leyeran. Su indiscutible biógrafa Carmen Bravo Villasante cuenta que, de muy niña, arrojaba desde el balcón papelitos con versos patrióticos a los soldados que volvían de África, y que, en otra ocasión, propinó una oda al veterano conspirador y sempiterno galán Don Salustiano Olózaga, de visita en su casa. Abandonó pronto y, casi del todo, el verso por la prosa. También, de alguna forma, la soltería por el matrimonio, a los 17 años. Duró poco el connubio, sustituido por un discreto acuerdo de separación como pareja y continuidad familiar.

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Adoraba a sus hijos, en especial a Jaime, al que dedicó un libro de poemas con su nombre como título que le editó uno de sus mentores de adulta, Don Francisco Giner de los Ríos. El marido, Don José Quiroga, se sometió con apreciable dignidad al seísmo con faldas que lo arrasó desde los 15 años.

Doña Emilia, como Galdós, Pereda y otros forzados de la pluma en su tiempo, escribió mucho: artículos, cuentos, novelas, ensayos y reportajes.

Con sólo 25 años, derrotó en un certamen de ensayo a Concepción Arenal, con una obra sobre el Teatro del Padre Feijoo. Tardó un poco en cogerle el aire al género narrativo: Pascual López (1879), obra estudiantil e iniciática, y Un viaje de novios (1881), novela y crónica de balnearios europeos ricos. Pero con La Tribuna (1882) logra su primera obra redonda, dentro de la estética naturalista a la que dedicó el ensayo ya citado, La cuestión palpitante, prologado por Clarín y criticado por casi todos, menos Galdós.

No es, como se ha dicho, la primera vez que aparece la mujer en un ambiente obrero, ya que la novela primogénita del realismo folletinesco español es María o la hija de un jornalero, pero el personaje de la cigarrera y revolucionaria Amparo, tan moderno, delicado y complejo, es el primero arrollador y con estilo. Un pregón feminista en un reloj de precisión.

Tras retratar lo urbano, Doña Emilia, que pasaba largas temporadas en su hermosa casa del Pazo de Meirás, y después de un par de tanteos, Bucólica (1884) y El Cisne de Villamorta (1885), escribe el gran fresco rural, recreando a su gusto un campo gallego violento, sensual, lleno de contrastes sociales y culturales, en dos obras formidables: Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887):

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Escribiendo a novela por año, nuestra autora no deja de cultivar el llamado naturalismo, que hoy nos parece simplemente una literatura sin censura y con predilección por los conflictos sociales y sexuales, o sea, naturales. La piedra angular, publicada casi un lustro después, es el epílogo de este denso y coherente trayecto literario.

Pero entre sus dos grandes obras rurales, Doña Emilia publica dos obritas fascinantes, madrileñas y autobiográficas. Morriña cuenta un amor fatal con tintes adúlteros y de intriga. Insolación es tal vez su obra más redonda, más nítida y atrevida, de técnica portentosa y actualísima.

Es la historia de una seducción en los derribos, aceras, afueras y ferias de Madrid. Pero una seducción que no es caída ni tragedia, como en la obra anterior, sino crónica precisa de la fatalidad de las circunstancias, del destino en detalle. Puede considerarse también una descripción muy libre, aunque sin estridencias, del deseo femenino, de su inclinación al sexo inconveniente cuando la ocasión la pintan calva. Fue un escandalazo.

Y es que casi todos vieron en aquellos dos relatos que la condesa de Pardo Bazán no sólo se complacía en mostrar los apetitos crudos y las relaciones salvajes en la naturaleza semifeudal gallega sino que desnudaba en público, ante el Todo Madrid, sus propias historias de alcoba.

Pardo Bazán y Pérez Galdós

Vivía Doña Emilia el apogeo de su popularidad y era el blanco de todas las controversias y el perejil de todas las salsas. Pudo ser la primera presidenta del Ateneo y debió ser la primera Académica de la Lengua, pero lo impidieron las resistencias machistas y las envidias femeniles. Si unos detestaban que se metiera en cosas de hombres, otras le envidiaban su fama y su libertad como mujer. La odiaban porque hacía lo que ellas ni se atrevían a pensar.

¿Exposición Universal de París? Allí está Doña Emilia, que se ha atrevido a llevarle la contraria en un café a Víctor Hugo, asistiendo a la inauguración y contándola en la prensa. ¿Llega la novela rusa? Pues ahí está Doña Emilia presentándola por la versión francesa en tres célebres conferencias madrileñas, luego editadas en libro. ¿Y quién está en primera fila? Pues su próximo amante: el mismísimo Galdós. Compréndase la envidia ante el fenómeno.

Pasión crepuscular y relativa, respetuosa y simpática, ésta de Doña Emilia y Don Benito, que ambos simultanean con otras atenciones amorosas: él, mantenidas pobres y amantes ricas; ella, amoríos fulminantes con jóvenes como Lázaro Galdiano y Narcís Oller. La fuerte y la que traiciona es ella, pero se hace perdonar.

Galdós le llevaba 10 años pero tenía un gran porte, mientras ella, que nunca fue guapa, estaba cetácea, pero las cartas explican de forma hilarante y tierna por qué resultaba tan atractiva. Era una fuerza de la naturaleza y tenía en el coloquio íntimo una gracia chamberilera impensable en una condesa gallega con sus años y arrobas. Por eso era irresistible.

Las broncas tampoco la dejaban indiferente. En Una Cristiana y La Prueba, de 1890, parece trabar polémica a través de la ficción con algunos de sus detractores morales, como el Padre Coloma, Menéndez Pelayo y Pereda. La diferencia de edad entre enamorados, el cruce de afectos o deberes familiares y el remordimiento religioso prueban en ambas novelas que Doña Emilia tenía más en cuenta la opinión de lo que aparentaba. Adán y Eva, que agrupa Memorias de un solterón (1891) y Doña Milagros (1894), parece la justificación del romance galdosiano. Pero en La Quimera (1895) vuelve al aguafuerte para retratar aquel Madrid polvoriento y bizcochable.

Noticia del fallecimiento

Doña Emilia presumía de trabajar para vivir, y no paraba. En La sirena negra (1898) se confesó por última vez. Publicó seis libros de cuentos y el erudito Varela Jácome ha descubierto una novela inédita: Selva. Cuando se fue, el 12 de mayo de 1921, había conseguido el título de Catedrática de Literaturas Neolatinas y su artículo póstumo se tituló: El aprendiz de helenista. ¡Setenta años y empezando! Dicen que murió pero está vivísima.

Sentido y placer de releer a los clásicos

Decía Ortega que había quince años de separación entre generación y generación literaria. También decía que el primer libro se escribe a los 26 años, lo cual puede parecer la típica genialidad superficial orteguiana. Sin embargo, lo cierto es que yo empecé a escribir los primeros textos de Lo que queda de España precisamente a los 26 años –lo publiqué aún con 27- y me he vuelto a leer a Pardo Bazán quince años después, tal vez porque cada cual alberga en sí mismo diversas generaciones intelectuales, que, al menos en mi caso -y en este caso-, se actualizan o decantan cada 15 años.

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En 1998, antes de escribir La genio, leí buena parte de su obra. No toda, porque es enorme, y de algunos títulos no tenía ejemplares, de otros me espantaba el género folletinesco o me ahuyentaba el argumento. Esta vez, me impuse leer y he leído todas sus novelas, largas y breves, docena y veintena respectivamente, amén de un centenar de cuentos, que, si parecen muchos, son sólo una parte de los cientos que publicó en la prensa de entre siglos, sobre todo en el XX, casi hasta el día de su muerte.

Sucede, además, que Pardo Bazán, la gran novelista de Galicia, de la ciudad –La Coruña y Santiago- y del campo –el Carballiño y zonas agrestes y maravillosas de Pontevedra-, la que mejor desveló la estructura social y política de Galicia -Los Pazos de Ulloa-La Madre Naturaleza- no escribía en gallego sino en español, como la inmensa mayoría de los soberbios escritores de una región pródiga en ellos- así que hoy es una proscrita en su tierra, silenciada por el separatismo gallego y olvidada por el resto de la clase política. Pero es que en el conjunto de España, como una prueba más de la crisis nacional, la gran novela de la llamada generación del 69, la de La Gloriosa o, con más motivo, de la Restauración –Valera, Galdós, Clarín, Pereda, Alarcón, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés, Pardo Bazán- ha caído en el peor de los olvidos, ese semiolvido apenas roto por trabajos académicos meritorios pero que, como todo en la Universidad actual, no atraviesan el muro de la endogamia propia y la indiferencia de los lectores.

Las grandes novelas de Pardo Bazán

Por no alargar esta primera entrega y atendiendo a las necesidades veraniegas de los lectores, recomendaré las novelas que, a mi juicio, son esenciales para entender el interés de la obra de Pardo Bazán. Todas ellas pueden comprarse sueltas, en ediciones críticas o corrientes. La primera es La Tribuna, historia de una cigarrera coruñesa que no tiene nada que ver con las "espagnolades" que tanto molestaban a la autora. La segunda, Morriña, la más "naturalista", por acudir al fatal vocablo que iremos explicando más adelante. Con ella, al mismo nivel en todos los sentidos –hasta se publicaron juntas- Insolación, que me parecía la mejor cuando en 1998 publiqué en El Mundo la breve bio-bibliografía La genio, aunque al releerlas y pese al feo título me convence más Morriña. Con ellas y su obra más popular, el díptico Los pazos de Ulloa / La Madre Naturaleza, se tiene una idea cabal de la entidad y calidad de Doña Emilia.

A los que ya conozcan estas obras, recomiendo otro díptico: Adán y Eva (Doña Milagros y Memorias de un solterón), junto a las menos celebradas El cisne de Vilamorta y El tesoro de Gastón. Hay una docena más, buenas y malas, celebradas al salir o ignoradas desde la cuna, que hoy yacen juntas y olvidadas en la fosa común de la Wikipedia, universidad de zangolotinos. De todas ellas seguiremos hablando el domingo que viene.

(Siguiente entrega: "La tribuna" y tres joyas tempranas de Pardo Bazán)

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