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Federico Jiménez Losantos

Novelas curiosas, fallidas y echadas a perder

En esta hora menguada de España, ocupando toda una pared o en la palma de la mano, aquella gran española que fue doña Emilia Pardo Bazán sigue con nosotros.

En esta hora menguada de España, ocupando toda una pared o en la palma de la mano, aquella gran española que fue doña Emilia Pardo Bazán sigue con nosotros.
Emilia Pardo Bazán | Internet

Tras el éxito aplastante de Los pazos de Ulloa y el más discreto de La Madre Naturaleza, Emilia Pardo Bazán publicó, seguidas, Una cristiana y La prueba. La crítica las silenció, lo que indigna a Sainz de Robles en el prólogo a las Obras Escogidas, aunque celebra que la gran crítica católica, entonces activa y brillante, la recibiera con palmas y honores "de vuelta a casa", rectificando desvíos y desprecios anteriores.

Sin embargo, hoy, la historia de Carmen Aldao, casada sin amor con un tío suyo para no presenciar en su casa el escándalo de su padre, encandilado con una jovencita pobre y astutamente casquivana, resulta no sólo forzada sino moralmente reprobable. ¿Por qué oculta el móvil real de la boda quien tanto presume de integridad moral y se presenta como la futura "perfecta casada" al "imperfecto" marido? ¿En qué reside esa imperfección? ¿Por qué sólo lo ama cuando está muriendo, leproso y repugnante, mientras que, sano y fuerte, lo despreciaba?

Antisemitismo estúpido, integrismo absurdo

¿Sólo porque es judío? Pues, en realidad, sí. El díptico, alabado ayer y olvidado hoy, está teñido de un antisemitismo tan grotesco que, por mucho que, al principio de Una cristiana, EPB recuerde que los judíos no son malos, que Jesús lo era y que en Occidente son parte de la alta sociedad (el caso Dreyfuss permite discutirlo), una especie de atavismo histórico-religioso (pese a ser ateo) lleva al sobrino, personaje principal, a odiarle porque parece judío además de serlo remotamente, como él, por lejanos antecedentes portugueses. Y ese antisemitismo -al principio, resentimiento social; después, rivalidad amorosa- del personaje va empapando y arruinando la historia –las dos novelas-, al punto de que EPB acaba refiriéndose a él como "el hebreo" y hasta "el deicida".

Emilia Pardo Bazán

Es verdad que en la última década del XIX la judeofobia, los grandes pogromos en Rusia y Polonia, el nacimiento del sionismo, las migraciones a Palestina y demás fenómenos ligados al antisemitismo no podía desconocerlos doña Emilia. ¿Cedió a ese atavismo ideológico por congraciarse con el sector católico? Lo consiguió. ¿Tal vez por llevarle la contraria a la Gloria de Galdós? A veces, uno tiene la impresión de que Pardo Bazán y Galdós escribían mirándose de reojo, lo cual, dejando aparte –si fuera posible- los avatares de su relación íntima, era una forma de avizorar las novedades del mundo intelectual y literario. Conviene aclarar que este antisemitismo –indudable- de Adán y Eva no proviene de un racismo obsesivo o habitual en la amplísima obra de EPB. Ella usa los términos "razas latinas", "razas del sur", "razas del norte" o "razas celtas" de forma anárquica y aleatoria, sin precisiones fisiognómicas que no faltan en el naturalismo y que solían centrarse en taras de tipo hereditario o predisposiciones genéticas a partir del alcoholismo o las enfermedades venéreas. Era otra forma de determinismo "científico" que derivó hacia diversas formulas políticas, ninguna liberal: el nacionalismo de Maurras, el racismo hitleriano, el antisemitismo de la Izquierda, que adoptaba –como ahora- un perfil anticapitalista, o, en fin, el reaccionarismo clásico, anticosmopolita y antimoderno que la Derecha suele compartir con la Izquierda. En EPB y muchos otros, aflora el atavismo cristiano contra el "pueblo deicida". En su caso, de forma episódica, aunque no por ello deba silenciarse.

'Adán y Eva', una saga truncada

Precedido de un pórtico horrible, una especie de diálogo entre Dios y el novelista, o sea, ella, con un angelito de por medio que es el hijo muerto del protagonista, Pardo Bazán publicó el díptico titulado Adán y Eva, que iba para serie larga de novelas de la vida provinciana pero que se quedó en pareja aburridilla. Doña Milagros (1894) y Memorias de un solterón (1896) muestran la técnica depurada de una autora a la que parece cansar el lento tejido del relato cotidiano. Ambas son buenas novelas y se disfruta leyéndolas, aunque la descripción implacable de atardeceres mustios y noches friolentas, paisaje exterior adecuado a la vileza interior del típico casino provinciano, meca de habladurías criminosas y de infidencias miserables, parece apoderarse del alma del lector, entristeciéndolo.

Portada de 'Doña Milagros'

Lo más interesante en ambas es la descripción irónica y sagaz de emparejamientos y compromisos, de pobres camino de ricos, de nobles venidos a menos y de tenderos venidos a más, asunto ya abordado en Un viaje de novios. Pero desde la pecera del casino gallego parece llegarnos una especie de mortal aburrimiento, de vital desistimiento o de abdicación moral que, de algún modo, nos cala. Aunque aparezca una andaluza graciosa, y el archipadre Benicio, protagonista de Doña Milagros sea de un franciscanismo galdosiano, uno echa en falta más brío, más convencimiento. La técnica es perfecta pero sin la pasión que arrebata a los personajes de Los Pazos o La Tribuna. No se explica por qué, tras el éxito de las dos novelas, EPB no continuó con la saga prometida. Sólo se me ocurre que también se entristecía escribiéndola.

Pero hay una excepción: la figura de Feíta –diminutivo de Fe-, que parece un trasunto de la propia Doña Emilia, al menos en el afán de saber insaciable y algo alocado que, por los Apuntes biográficos de EPB que prologan Los pazos, padecía la autora desde muy joven; y que aquí, desde su descripción por el propio solterón, dibuja la fuerza que lo conquistará. El modo en que Feíta desafía los convencionalismos provincianos e insiste en ganarse la vida por sí misma y, con ello, su libertad –clave de toda emancipación femenina en EPB, Concepción Arenal y las feministas de la Edad Heroica- no tiene el perfil dramático de La tribuna sino el más modesto -y creíble- de quien hace lo que puede para no depender de nadie. Y sólo así, amar a quien se le antoje. Feíta es uno de los personajes más simpáticos de toda la obra de EPB.

'El tesoro de Gastón'

En la misma época del díptico Adán y Eva, Pardo Bazán escribe, como al desgaire, una novela sin importancia aparente, pero en la que muestra todo su poderío narrativo. Cuento para adultos, El tesoro de Gastón -que recuerda la creación del diamante en Pascual López- nos ofrece una versión feminista y simpática de la viuda sola y con niño, teóricamente incasable. Aunque resulte caricaturesca –y no poco divertida- la contraposición de la viuda con las arpías locales, y el final previsible, el resultado es una acuarela sencillamente formidable.

Dos folletones legitimistas

Tal vez para huir del azúcar o porque no pudo terminar El niño de Guzmán, doña Emilia se lanzó a escribir un raro folletín basado en la famosa frase de las tres brujas en la obra de Shakespeare: "¡Salve Macbeth, tú serás rey!". Ese es el punto de partida de El saludo de las brujas…, y también el de llegada. El asunto de fondo es el del destino de ciertos hombres que deben o pueden ser reyes, al margen de que esa suerte sea sólo la contrapartida de la infelicidad y de la muerte. Para Sainz de Robles, El saludo es la peor novela de EPB. Y, por una vez, es difícil disentir. El dramón sucesorio en la Dacia, con un príncipe que vive cómodamente su bastardía hasta que es llamado por los nobles del reino para que abandone amor y comodidades por un trono tan difícil de alcanzar como imposible de disfrutar es previsible cuanto aburrido.

'Misterio' de Pardo Bazán

Pero no satisfecha con el folletín de 1898 y tal vez como dieta antes de La Quimera, doña Emilia volvió a la carga en 1903 con Misterio, elucubración sobre el desaparecido delfín de Francia, hijo de Luis XVI y María Antonieta, del que no se sabe si fue asesinado, vivió escondido o murió encarcelado al modo novelesco, pero muy real, de La máscara de hierro. Su tío Luis XVIII tenía sobrados motivos para evitar que, si vivía, apareciera, pero otros, en la propia Familia Real, deberían haberlo buscado. ¿Lo hicieron? ¿Y qué pasó entonces?

Misterio parte de que el niño sobrevivió, huyó a Londres y allí vivió una vida común y corriente, de artesano feliz, hasta que los que lo quieren colocar en el Trono y los que quieren impedirlo lo encuentran. Desde entonces, con una serie de aventuras y personajes que recuerdan demasiado a Los miserables de Víctor Hugo (al que doña Emilia llegó a conocer, ya viejo y rodeado de una decrépita corte literaria), lo que se plantea es, como en El saludo de las brujas, la forma que tiene un hombre de afrontar su destino. En este caso, el del emplazado por el mismo sino trágico de sus padres, ante el que ese rey fallido, que debe morir para no serlo y sólo por haberlo podido ser, se resigna. Si no se resignara tantas veces y durante tantas páginas, el lector seguramente lo agradecería.

¿Y por qué le interesa tanto a Pardo Bazán la legitimidad de los reyes? Sólo se me alcanza que, recordando los tiempos en que, nacida en una familia de la nobleza negra (título del Papa) y recién casada con un carlista, preparaba la tercera y –felizmente- última guerra carlista, meditase sobre lo que pasaba por la cabeza de cualquiera de los Carlos que, con toda su legitimidad a cuestas y su incapacidad para hacerla valer, viera a los hombres morir en su nombre y, tal vez, pensara que era en vano. Si doña Emilia hubiera recreado la última guerra carlista en una novela, nos habría ofrecido un punto de vista valiosísimo. Pero si sólo por contar un encuentro con el Pretendiente se organizó una escisión en el carlismo, uno entiende, aunque lamente, la folletinesca evasión versallesca. El legitimismo, salvo el teológico, resulta plúmbeo.

'La Quimera' y las últimas novelas

Las tres últimas novelas largas de Pardo Bazán, La quimera (1905), La sirena negra (1908) y Dulce dueño (1911) suelen colocarse, no sé por qué, bajo la influencia de Freud. Es verdad, como ya he escrito en otra parte, que en España el psicoanálisis entró muy pronto, que la obra completa de Freud, con traducción de López Ballesteros y prólogo de Ortega fue vertida al español antes que a ninguna lengua; y es indudable que a doña Emilia le interesaron los textos de Freud. Pero en 1905, cuando se publica La Quimera, sólo habían aparecido las obras de Freud sobre la histeria y la interpretación de los sueños. Los Tres ensayos sobre la vida sexual son de ese mismo año y sus textos sobre el Yo y el Ello o Eros y Tánatos son muy posteriores. O sea, que lecturas de Freud, sí, influencia, poca.

La quimera, tan celebrada en su día, hoy nos resulta pesadota. La historia de un pintor pobre, Silvio, apadrinado por tres mujeres de alcurnia o significación social, que le facilitan económicamente la vida pero le van alejando del ideal de una gran obra, extraordinaria, o sea, de la quimera que mueve su vocación, un ideal que no sabemos en qué consiste pero que trae de cabeza a Silvio hasta que, al cabo, la pierde, entre contorsiones psicopatológicas y parametafísicas, nos deja fríos. El instinto creativo del artista vocacional que resulta autodestructivo no es precisamente inédito: la bohemia es todo un subgénero literario. El pintor Silvio resulta poco interesante y las tres mujeres de fuste en la narración responden más a tipos sociales que a personajes de novela.

Lo impresionante, para mí, es la erudición artística que, sobre todo en materia pictórica, muestra en esta novela Doña Emilia. El viaje por los Países Bajos que, en la novela, resulta demasiado baedecker, la guía turística de entonces, resulta apabullante como carnet de cuadros, autores y museos. Y eso, sin olvidar el curso de decoración. Un novelista astuto debería hacerse perdonar todo lo que sabe, pero ¡sabe tanto la soberbia, la monumental Pardo Bazán!

La sirena negra es una novela lírica y oscura, maupassantiana más que balzaquiana, que apunta en muchas direcciones sin concretar ninguna. El personaje, un abúlico casi azoriniano con unas fantasías paternales casi unamunianas, responde al espíritu noventayochista que reina en la literatura española de la primera década del siglo XX. Pero es la típica obra rara que puede cautivarnos por razones extravagantes o dejarnos fríos por falta de calor narrativo. A mí me pasa lo segundo.

Una novela bíblica pintada por Klimt

Con Dulce dueño, en cambio, me sucede lo contrario. Es tan inverosímil como la Salambó de Flaubert, cartaginesa del Louvre, pero en su esteticismo enloquecido reside su encanto. Pardo Bazán se desquita de su juvenil biografía sobre el Poverello de Asís y novela la pasión estética y muerte mística de Catalina de Alejandría, princesa pagana convertida al cristianismo que entiende la belleza, propia y de todas las cosas (Pardo Bazán, tan realista en literatura, era, en filosofía y teología, más de Platón que de Aristóteles) como peculiar camino de perfección y no como tentación. Esta cleopatra helenística encuentra en un profeta del desierto, que vive sobre una piedra que alberga un escorpión, la vía hacia la Fe en Cristo, pero sin renunciar, con la vida, a la belleza. Es un caso rarísimo en el santoral cristiano, que presenta la renuncia a todo, empezando por el propio cuerpo, como condición inexcusable para acceder a la Gracia. Pero Catalina de Alejandría se vive como ente sacrificial y entiende su sacrificio como hecho estético.

Doña Emilia ya había hecho una biografía breve de esta santa, pero ahora describe, actualizándola, la insatisfacción vital, la búsqueda de lo absoluto de la alejandrina. He aquí una Lina que, nacida pobre, deviene muy rica, y, desde su belleza, contempla a los hombres que la pretenden como variantes de un mismo error, que no piensa cometer. El deleite con que se viste y alhaja, la fabulosa riqueza del vocabulario de EPB, el estilo a lo Viena 1900 de la heroína hace de esta novela algo muy raro pero muy especial. Lina acabará loca, pero cuerdamente feliz. Y con un discurso que habría hecho estremecer a Pauline Réage:

"Quítame lo que quieras, haz de mí lo que te plazca, venga cuanto dispongas, redúceme a la nada, que yo sea oprobio, que yo sea burla, que me envilezca, que me infame… Venga ignominia, fealdad horrible, dolor, enfermedad, ceguera; venga lo que sea, hiéreme, hazme pedazos. Pero no te apartes, quédate, acompáñame, porque ya no podría vivir sin Ti, sin Ti, sin Ti… (…)

-Dulce Dueño."

Y la novela termina con esta frase que, de no creer en la sincera fe de la autora, resultaría casi sacrílega: "Hágase en mí tu voluntad."

(Por último, ahorraré al lector el comentario de sus obras de teatro, por fortuna pocas y breves. Sólo su soberbia obra novelesca nos permite perdonarlas.)

P.D. Doña Emilia Pardo Bazán: toda una biblioteca por leer

Uno de los grandes consuelos de la lectura es que siempre queda mucho por leer. En el caso de doña Emilia, eso es rigurosamente cierto. Disfruto pensando en que, además de centenares de cuentos, tengo por delante casi todos sus ensayos. Sólo he leído -y admirado- La mujer en España, pero tengo interés en asomarme a Propiedad y familia; y a la historia de la moderna literatura rusa; y a la de la francesa (sólo cuatro tomos); y al "Nuevo Teatro Crítico", la revista sobre casi todo que escribía ella sola; y a las Lecciones de literatura; y a los Retratos y apuntes literarios; y a los Hombres y mujeres de antaño; y a la Vida contemporánea; y a La España de ayer y hoy; y a su querida Biblioteca de Escritoras Españolas; y, por qué no, a La pedagogía en la Italia del Renacimiento.

Doña Emilia rodeada de otros intelectuales

Además del trabajo tenaz de la Biblioteca Castro, espero que el Instituto Cervantes ponga pronto su obra a tiro de e-book, como ha hecho con la de Galdós y otros contemporáneos de esta gran mujer, de esta escritora extraordinaria a la que nunca nos cansaremos de leer. En esta hora menguada de España, ocupando toda una pared o en la palma de la mano, aquella gran española que fue doña Emilia Pardo Bazán sigue con nosotros. Su obra, que es su vida, estará siempre ahí.

Primera parte: Un verano con Doña Emilia Pardo Bazán

Segunda parte: La Tribuna y tres joyas tempranas

Tercera parte: Las grandes novelas de madurez

En Cultura

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