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Tomás Cuesta

Federico, Rajoy y la guerra de las galaxias

Nadie que pretenda orientarse en el perdedero en el que languidece España, encontrará un guía tan luminosa y tan exacta como 'Los años perdidos'.

Nadie que pretenda orientarse en el perdedero en el que languidece España, encontrará un guía tan luminosa y tan exacta como 'Los años perdidos'.
Mariano Rajoy, en un mitin, durante esta campaña electoral. | EFE

Que Los años perdidos de Mariano Rajoy, el último episodio de la epopeya intelectual de Jiménez Losantos, haya visto la luz al mismo tiempo que la última entrega de La guerra de las galaxias es mera coincidencia, como se precisaba antaño. Que lo haya hecho en vísperas de la confrontación electoral más enconada y más incierta de nuestra historia democrática es algo que, obviamente, ni es casual, ni puede interpretarse desde una neutralidad modorra o desde la equidistancia pánfila. Jiménez losantos (o sea, Federico, tirando por lo breve e incluso por lo bravo) ha vuelto a conectar la espada láser para poner en evidencia la impostura y las mañas de un Darth Vader galaico en lugar de galáctico. De alguien que, un mal día, se pasó al lado oscuro con armas y bagajes e hizo del poder un credo ensimismado.

Antes, in illo tempore, existió otro Rajoy. Un Rajoy muy distinto a ese que intenta, ahora, no pecar de distante. Un aprendiz de líder que, apoltronado todavía en el casino provinciano, aventaba la caspa caciquil con el champú de huevo ofidio de la nouvelle droite transpirenaica. En el quintaesenciado ensayo que abre el libro, el análisis de un Yo descomunal prima sobre el conjunto de las circunstancias, la evocación, llena de vida, de aquel Rajoy misacantano define a la persona y desmonta al personaje. Un Rajoy presidente de la Diputación de Pontevedra que no se encontraba aún abismado en el Marca, que no se había rendido a la galbana ágrafa, que era capaz, incluso, de destilar en un artículo un sublimado ideológico menos audaz que osado.

Las colaboraciones de Rajoy en El Faro de Vigo son valiosas por lo escasas. Y, sin embargo, hay una que merece enmarcarse, una que sintetiza su trayectoria y sus afanes con una precisión inusitada. la perla que ha exhumado Federico avistando el presente en los reflejos del pasado, yacía en una loa botafumérica y flagrante de las cogitaciones del atávico Fernández de la Mora a cuenta de la envidia igualitaria. Sólo hay una manera -afirmaría, en el fragor del comentario- de afianzarse a contrapelo de propios y de extraños: la huida, la simulación, la cortesía. Arrope por un tubo, doblez o discreción, escapismo a destajo. Cualquiera que esté ungido con dichos sacramentos puede alcanzar la vida eterna encaramado a la cucaña. Mas hete aquí que si entonces el Maquiavelo a feira se pintaba a sí mismo en negro sobre blanco, Jiménez Losantos ha realzado el colorido con rubor y con sangre.

Habrá quien considere que Los años perdidos es un libelo oportunista, un ajuste de cuentas cachicuerno y bellaco. Y se equivocará de plano. No es fácil proclamar que el rey anda desnudo mientras la tele-realidad le arropa con sedosos cendales. No es cómodo enfrentarse a tirios y troyanos hilvanando un J'accuse de setecientas páginas. Y, sin embargo, nadie que pretenda orientarse en el avieso perdedero en el que languidece España encontrará una guía tan luminosa y tan exacta. Nadie que aspire a comprender por qué el centro-derecha es un navío derrelicto, un cascarón inane, un huidizo simulacro, ha de echar al olvido un alegato escrito con pasión, no con saña. Total, pasen y lean. ¡Es la guerra, señores! La de las galaxias, claro.

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