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Xavier Reyes Matheus

Librerías contra el comercio

Librería
Librería | Pixabay

Debo admitir que si no soy un utopista no es por falta de ganas, sino por falta de fe. Yo estaría encantado de creer que existe una alternativa a muchas cosas de este mundo que están lejos de ser perfectas, entre ellas la economía de mercado. Pero no acaban de convencerme esos modelos de intercambio que intentan sustituir por principios deontológicos los mucho más transparentes móviles que desde siempre han empujado a la gente a comerciar. Cuando una relación económica niega la utilidad y la ganancia, resulta muy probable que alguien acabe haciendo el indio.

Viene esto a cuento de ciertos establecimientos que hay ahora, al modo de librerías en las que todo el fondo procede de donaciones, y en las que es el público quien decide cuánto quiere pagar por los libros. Digo que son así como librerías porque me parece que en cambio las han concebido como algo más próximo a los centros de adopción de mascotas; la diferencia es que, en vez de sacar de la orfandad a un perro, se hace lo propio con un libro. No me he preocupado de saber cómo se sostienen estos negocios, si es que en propiedad son eso o más bien una suerte de ONG. Ciertamente no parece que los mueva el afán de lucro; pero a la vez queda claro que algún dinero necesitan para cubrir sus gastos, porque tampoco es cuestión de repartir libros gratis.

Buscando, pues, una alternativa al vil comercio, la relación se basa en un acto de generosidad recíproca. El establecimiento permite que los clientes paguen por los libros lo que consideren justo. Al cliente se le tiene, a su vez, por un sensible intelectual capaz de ver en el libro algo más que una grosera mercancía; por lo que se espera que sea lo suficientemente generoso como para tasar lo que se lleva no en función de una valoración material, sino de principios más espirituales. La dignificación que convierte al libro en res extra commercium la solemniza la librería estampándole, por varias partes, un sello que tiene por objeto el sustraerlo al codicioso egoísmo de los libreros profesionales, que podrían ir a surtirse de lo que luego venderían con ganancia. La propiedad sobre el libro, entonces, está limitada o condicionada: quien se lo lleva puede leerlo, regalarlo y hasta destruirlo, con tal de que no vuelva a ponerlo en ese mercado donde los libreros de viejo amasan pingües fortunas a costa de convertir la literatura en un objeto de especulación.

Emancipado de la trata, el volumen queda entonces al cuidado de lectores comprometidos, cuyo interés no es contribuir a aumentar la indecente burbuja del libro usado, sino ofrecer al ejemplar huérfano un estante en el que podrá recuperar la autoestima, recibiendo sobre sus páginas la caricia sanadora con la que irá superando el trauma de la exclusión biblioteconómica. Para que el adoptante pueda dar constancia de su entrega y compromiso con el título que prohíja, hay en el establecimiento, sobre la misma mesa donde se estampa el sello de la manumisión, una especie de hucha. Y aquí es donde comienzan los problemas para esta Icaria de las letras de molde. Porque la contribución ha de hacerse ante la vista (inquisidora, en ocasiones) del encargado de la no-tienda; y ello da pie a una situación que recuerda la largueza vergonzante a la que se ven obligadas ciertas personas frente a la limosna de la misa cuando las mueve mucho menos la caridad auténtica que el temor al qué dirán. El cliente –que hasta llegar a aquel punto no había pasado por tal, sino por un bibliófilo engagé– debe someterse entonces a la policía del sistema, que hace pesar sobre él sospechas nada halagadoras: por ejemplo, la de ser un pícaro capaz de echar en la hucha unos dírhams que guardase en casa; y, sobre todo, la de ser un aprovechado y un rácano, deseoso de hacerse con una biblioteca entera a cambio de salir de la calderilla. El régimen, no obstante, combate este último peligro con el recurso que cabría imaginar: la cartilla de racionamiento, pues resulta que sólo se le permite al visitante llevar los libros que le quepan entre las manos. De modo que ya puede usted estar interesado en varios títulos por los que incluso tenga toda la intención de pagar: si no tiene manera de agarrarlos, no podrán ser suyos. Lo cual, según me parece, introduce un discriminador (y en parte machista) parámetro de desigualdad según el comprador sea Juan y Medio o Soraya Sáenz de Santamaría.

Conste, ahora bien, que si este filantrópico sistema no ve con buenos ojos la calderilla no es porque juzgue que los libros podrían valer más, sino porque no es digna del patrocinio con el que un genuino amante de la cultura debería estar dispuesto a apoyar tan encomiable iniciativa comunitarista. Lo de menos es que los títulos que suelen ir a dar a estos establecimientos sean best-sellers de hace diez años o ediciones muy baratas que en la Cuesta de Moyano y en otras librerías capitalistas no llegan a veces a un euro. "Los libros ni se compran ni se venden", reza el sello que les ponen, dando a entender que son cultura y que, por lo tanto, resultaría denigrante someterlos a la publicana lógica del mercado. Además de proclamar su bibliofilia igualitaria (capaz de amar sin distingos a los libros valiosos y a los del montón), supongo que ese criterio aspira a realizar la justicia social si entre los volúmenes disponibles llegase a colarse un Quijote de Ibarra (lo que, a vista de las donaciones, parece bastante improbable), pues la persona que lo cogiese iba a poder llevárselo sin necesidad de pertenecer a la oligarquía. Pero, aun si no se diese nunca un caso semejante, los clientes concienciados tendrían que llevar a gala el contribuir a hacer sustentable aquel falansterio de la lectura. Aunque para ello deban imponerse una generosidad que quizá se pase de frenada cuando no puedan sacar nada mejor que, digamos, una Introducción a la economía española de Tamames fechada en 1971, o una edición en rústica de Los cipreses creen en Dios (pues éstos son los títulos que de seguro abundarán).

Por supuesto, no puede decirse que visitar esos locales carezca completamente de atractivo, porque hurgar entre libros viejos siempre es un placer para quien tiene afición por ellos. Pero a fin de cuentas el interés del cliente es comprar barato, porque difícilmente se encontrará allí lo que no pueda hallarse en Iberlibro o en otras plataformas semejantes. Conscientes de ello, han aparecido también unas librerías llamadas low-cost, que venden libros de segunda mano según una tarifa plana: uno por dos euros, tres por cinco, cinco por diez. Y que no esperan del lector nada más allá del pago del precio, en el que no va incluido ningún llamamiento ético a apoyar la impagable labor misionera de quienes hacen que Barbara Wood o J.J. Benítez puedan llegarle al pueblo.

En fin: yo sólo estaría de acuerdo con reconocerles utilidad pública a las librerías anticapitalistas (las de la voluntad, digo, no La Central de Callao) si circulasen por ahí, en número semejante a las novelas de Gironella o a El Código Da Vinci, ejemplares de otros tres libros que mucho convendría redistribuir entre la gente: los que Antonio Escohotado ha dedicado al estudio de Los enemigos del comercio.

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