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José Aguilar Jurado

La vida, la muerte y la memoria de Miguel Hernández

Solo con sus sonetos de El rayo que no cesa merece a mi juicio un puesto entre lo más excelso de la poesía española.

Este año se cumple el 75 aniversario de la muerte de Miguel Hernández. El 28 de marzo de 1942, en el Reformatorio de Adultos de Alicante, la última de las muchas prisiones donde estuvo desde que lo detuvieron en mayo de 1939, murió el poeta. Tenía 31 años.

El de Miguel Hernández es uno de esos casos en que la vida (sobre todo su vida durante la Guerra Civil) y la muerte en una cárcel franquista encabronan el acercamiento a su poesía. Hay quienes lo idolatran como símbolo de la represión del régimen de Franco y quienes tienen prevención hacia él por haber sido entusiasta militante de un partido estalinista. Ni unos ni otros suelen haberlo leído, más allá de cuatro poemas o de las versiones musicales de algún cantautor.

Con Miguel Hernández también se suelen repetir determinados tópicos, que no dejan de tener parte de verdad. Que si fue un poeta-pastor. Que si fue un campesino analfabeto que se encumbró a la cima del Parnaso. Es verdad que su padre era tratante de ganado en Orihuela, y que Miguel pasó bastantes horas pastoreando cabras y repartiendo leche. Y que no tuvo una formación académica completa, ni mucho menos. Estuvo escolarizado cinco años, dos en las escuelas del Ave María y tres en el prestigioso colegio jesuita de Santo Domingo de Orihuela, que aún existe. Parece que era un estudiante excelente. Pero su padre creía que eso de estudiar era un lujo y lo sacó de las aulas para que lo siguiera ayudando con las cabras.

El caso es que Miguel ya se había convertido en un letraherido, y aunque no volvió a ninguna institución educativa, dedicó todo el tiempo que pudo a formarse por su cuenta. Contó con la ayuda de algunos amigos, particularmente de Ramón Sijé, el de la estremecedora elegía, un intelectual provinciano, católico, que fue su mentor durante muchos años. Porque Miguel Hernández era un católico sin fisuras. Y católicos fueron los que alentaron y apoyaron al joven poeta en Orihuela. De la mano de un canónigo, Luis Almarcha, publicó sus primeros versos en el periódico local. Porque Orihuela no era tampoco un páramo cultural. Había un Círculo de Bellas Artes, con una aceptable biblioteca, que Miguel frecuentaba, e incluso llegaron a publicarse en esos años algunas revistas. Pero para triunfar en el mundo literario había que ir a Madrid.

Y a Madrid viaja Miguel Hernández por fin en 1931, recién estrenada la República. Le escribe a Juan Ramón Jiménez, que parece que no le hace mucho caso (aunque años más tarde hablará elogiosamente del poeta oriolano), e intenta no solo dar a conocer su poesía, sino encontrar un trabajo que le permita vivir en el meollo del mundillo cultural madrileño. Su primera estancia en Madrid dura lo que le dura el dinero que consiguieron reunir para él sus amigos de Orihuela: cinco meses. Miguel tenía 21 años cuando regresa a Orihuela, un poco derrotado, pero dispuesto a mejorar su poesía. Y es que Miguel Hernández es un poeta que se machaca técnicamente. Porque la poesía no es solo inspiración. Y casi diría que no es principalmente inspiración, sino técnica, como cualquier arte. Una técnica que, cuando se une al talento, da fruto. Y así, Miguel Hernández, que el talento lo tiene, trabaja, lee incansablemente, se entrena un día tras otro, imitando a los grandes, puliéndose, refinándose, para que sus frutos vayan siendo cada vez mejores. Y lo van siendo, sin duda.

Sigue intentando su salto a Madrid, adonde viaja varias veces, hasta que se instala definitivamente en la capital en 1935. Pero antes, en 1933 publica, en una editorial murciana, su primer libro, Perito en lunas. Ya no son esos versos primerizos que llevaba en un cuaderno en su visita a Madrid, sino un libro logrado y con voz propia, aunque impregnado de las tendencias neogongorinas de moda en la Generación del 27. Pero pasó sin pena ni gloria. Pocas críticas, y no todas buenas. Y escasitas ventas. Miguel Hernández se queja de ello, en una carta a Federico García Lorca, en unos, digamos, expresivos términos:

… he maldecido las putas horas y malas en que di a leer un verso a nadie. Usted sabe bien que en este libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas, que es un primer libro y encierra en sus entrañas más personalidad, más valentía, más cojones –a pesar de su aire falso de Góngora– que todos los de casi todos los poetas consagrados…

Federico le respondió dándole ánimos, pero en tono regañón y paternalista. Es la única vez que respondió a una carta de Miguel Hernández, que le dirigió varias. Este admiraba a Lorca, y le escribió en muchas ocasiones. En cambio, Lorca rehuyó siempre a Hernández. En realidad, los poetas del 27, tan pijos ellos, siempre se mostraron esquivos o, a lo sumo, condescendientes con el cabrero oriolano. Solo tuvieron buena relación con él Emilio Prados y, sobre todo, Vicente Aleixandre, al que Miguel visitaba regularmente en su casa.

Estrecha relación con Pablo Neruda

El que también tuvo una estrecha relación con él fue Pablo Neruda. Probablemente a través del poeta chileno fue como se acercó Miguel Hernández al comunismo. Neruda trató de apartar a Hernández de la influencia de Sijé, al que en sus cartas tacha de reaccionario. Y lo consigue, porque cuando muere Sijé, en diciembre de 1935, Miguel Hernández ya está distanciado ideológicamente de su compañero del alma. Antes de la guerra, se afilia al PCE. Y el comienzo de la contienda no hizo más que avivar esa llama revolucionaria del poeta, que ciertamente tampoco tiene una formación doctrinal marxista demasiado refinada. Se alista en el Quinto Regimiento y se va al frente. En un permiso, se casa con su novia del pueblo, Josefina Manresa, hija de un guardia civil que precisamente fue asesinado por unos milicianos frentepopulistas en los primeros días de la guerra. O sea, por los del bando de su yerno.

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Josefina Manresa y Miguel Hernández
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No obstante, Miguel se traga las contradicciones y vuelve al frente. Aunque lo cierto es que la mayor parte del tiempo estuvo en retaguardia. Su salud era débil, padecía frecuentes migrañas, y esa debilidad se acentuó en estos años de guerra. Uno de sus cometidos es levantar la moral de las tropas recitando poesía a través de altavoces. Y es que la guerra fue un periodo de fecundidad literaria para él. Justo antes de ella había publicado El rayo que no cesa, para mí su mejor obra, y la que lo consagró como poeta definitivamente.

Ya en plena guerra publica otro libro, Viento del pueblo, editado por el Socorro Rojo Internacional. Y finalmente, El hombre acecha, que sale ya cuando es inminente la derrota republicana. También escribe su Cancionero y romancero de ausencias, libro inacabado que entrega en un cuaderno a su mujer poco antes de morir, y se publica póstumamente. Su obra de la guerra oscila entre lo épico y lo desolado. Sin faltar la poesía militante y comprometida. El poeta fue invitado a viajar a la URSS en el año 37, a uno de esos eventos de internacionalismo proletario tan fomentados por el estalinismo. Como tantos, estaba deslumbrado por el totalitarismo comunista. Y así, Miguel (como también lo hicieron Alberti y Neruda) compuso su poema a Stalin. No es lo mejor que escribió, desde luego. Les entresaco esta estrofa, para que vean el tono:

Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos
has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente,
y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos,
como a un inmenso esfuerzo le cabe: inmensamente.

Fugitivo

Cuando acaba la guerra, a diferencia de tantos dirigentes del Frente Popular, que se quitaron rápidamente de en medio, permanece en España, fugitivo. Pide ayuda a un amigo falangista, poeta, que le da algo de dinero y le escribe una carta de recomendación para que lo reciba en Sevilla Joaquín Romero Murube, otro poeta falangista, que, según algunas versiones, le ofrece ayuda para huir a Portugal. Miguel que ya está en malas condiciones físicas, se disfraza (¡irónicamente!) de pastor, y cruza la frontera del país vecino. Pero cuando intenta vender el reloj de oro que le había regalado Vicente Aleixandre, levanta sospechas, y es detenido y entregado a las autoridades franquistas. Pasa por la cárcel de Huelva, después por la de Sevilla, y al final es trasladado a Madrid. Su amigo José María de Cossío (que le había dado trabajo, años antes, como redactor de su famoso tratado taurino) y varios intelectuales y poetas falangistas intentan interceder por él.

Sorprendentemente, es liberado en septiembre de 1939. No se saben exactamente las razones. Tal vez un error burocrático. Sus amigos falangistas le aconsejan que se vaya de España cuanto antes. Pero él no hace caso y se va a Orihuela a ver a su mujer y a su segundo hijo (su primer hijo había muerto durante la guerra). Y entonces lo vuelven a detener. Y ya no saldría de la cárcel. Es condenado a muerte en enero de 1940, acusado de pertenecer al Partido Comunista, de haber intervenido en conferencias y mítines, de escribir versos contra las fuerzas nacionales y de contribuir con ello a los crímenes perpetrados en la zona roja. Sus amigos siguen moviendo todas las influencias que pueden, y en junio de ese año se le conmuta la pena a treinta años de prisión. Pasa por varias cárceles. En una de ellas, conoce a Antonio Buero Vallejo, también condenado a muerte, y al que también se le conmutó por la de treinta años. Pero Buero salió de prisión en 1946, y en 1948 ganó el prestigioso premio Lope de Vega de teatro.

La suerte de Miguel fue trágicamente distinta. La bronquitis y el tifus, que degeneró en tuberculosis (disculpen mi poca precisión en asuntos clínicos), acabaron con su vida. Varios amigos (entre ellos más falangistas ilustres, como Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo) hicieron gestiones para que se le trasladara al sanatorio antituberculoso de Porta Coeli en Valencia. Dicen que le ofrecieron abjurar de sus ideas comunistas para, a cambio, ser trasladado al sanatorio y más tarde indultado. Y que Miguel se mantuvo terne. El caso es que al final llegó la autorización para su traslado, pero demasiado tarde. El poeta ya estaba desahuciado. Pocos días antes, se había casado por la iglesia, en la cárcel, para que su mujer no tuviera problemas con el nuevo régimen, que no reconocía los matrimonios civiles republicanos.

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Tumba del poeta en el cementerio de AlicantE

Y en fin, como dije al principio, Miguel Hernández murió el 28 de marzo de 1942. Una muerte verdaderamente triste. Su padre no quiso ir al entierro, al que solo acudieron cinco personas, según cuenta la viuda del poeta, Josefina Manresa, en sus estremecedoras memorias, publicadas en 1981.

No seré yo de los que glorifiquen a Miguel Hernández como "poeta del pueblo" (que es un eufemismo por "poeta comunista"). De ningún modo. Pero tampoco soy de los sectarios que lo ignoran precisamente por eso mismo. Miguel Hernández es uno de los grandes. Solo con sus sonetos de El rayo que no cesa merece a mi juicio un puesto entre lo más excelso de la poesía española.

Ahora, los de la memoria histórica andan preocupados por que se anulen su juicio y su condena. En fin. Estos son los postureos a los que se dedican nuestros políticos, que mejor harían si leyeran a Miguel Hernández, que merece mucho la pena. Pero, claro, leer libros no te saca en el telediario.

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