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Stephen King: el horror (y la maravilla) de ser americano

Stephen King cumple 70 años. Cuatro décadas de terror y decenas de best-seller le avalan. 

Stephen King cumple 70 años. Cuatro décadas de terror y decenas de best-seller le avalan. 

Las calles de Bangor (Maine), los patios traseros de sus granjas, sus frondosos bosques cruzados por carreteras apenas recorridas por un puñado de locales en invierno pero atestadas de turistas en verano, están llenas de promesas y amenazas. Hay en ellas una encrucijada intrincada y resbaladiza, una intersección inédita que es la misma que atesoran las obras de Stephen King, el hacedor de best-sellers de terminal de autobus devenido, una vez roto el techo de ventas de que un libro podía tener, en escritor reputado.

En esos patios, bosques y carreteras de Nueva Inglaterra uno puede encontrar muchas cosas. Tiempo para pensar sobre uno mismo, sobre estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir. Relaciones personales que, ya saben, hay que resolver. O liquidar. Aunque también –quién sabe- podríamos encontrar en nuestro paseo un putrefacto cadáver en el arcén, con un ojo mirándonos fijamente y una sonrisa de tiburón que descubre todos sus dientes. O un extraño objeto metálico sobresaliendo del suelo justo ahí, entre dos raíces (no lo desentierres, desentiérralo, no lo desentierres) que no parece de este planeta. O a lo mejor, un loco con un hacha nos espera en la siguiente curva, o puede que incluso un enloquecido camión intente hacer una tortilla sanguinolenta con usted, querido lector.

Stephen King cumple hoy 70 años. Y lo hace en ese mismo tránsito del estío al invierno, del calor al frío, en el que el autor de El resplandor, It o Carrie ambienta la acción de sus obras. Bueno, no lo llamen Bangor sino Derry, o Haven, o Chester’s Mill. Todos sabemos de lo que hablamos. Lo hace con su condición de superventas absolutamente intacta, pero con el inmenso gustazo de estar a punto de convertirse en un nuevo fenómeno social para ellos, para la siguiente generación, esa que nos observa escondida tras los maizales, en virtud del éxito apoteósico de la película que ahora mismo llena los cines de todo el mundo (y que anticipa toda una horda de nuevas adaptaciones al cine y la televisión). Quizá los más veteranos lectores, aquellos que leyeron sus obras en los ochenta, han olvidado que la cuchilla millenial está tan afilada como la del tiempo, tempus fugit, y que ahora mismo sale de entre el maíz acercándose peligrosamente a sus cuellos ¡Cuidado!

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Fotograma de It, ahora en cines | New Line

Pero, por imitar las introducciones del Rey, volvamos, querido Lector Constante, a esa encrucijada del principio. Ese cruce de caminos en el que la desnuda persistencia y el talento artístico confluyen, en el que el arte y el negocio se funden indisolublemente de una manera que entonces, en el Verano del Amor, todavía era difícil de prever; en el que fulano de tal refleja las profundidades de su propio ser pero (¿por qué? se preguntan algunos) los encorseta en el terror, ese género popular y barato, de horrores de un penique que todavía hoy se esconden en la parte de atrás del establecimiento.

Menudo lío ¿verdad? Pues resulta que Stephen King habita ahí, en todas ellas y en el centro mismo de esa enorme X con muchos niveles paralelos; él es –perdonen el resbalón de fan- la "Torre Oscura" que sujeta toda esa maraña de niveles, de conexiones, que componen aquello que ahora la opinión pública empieza a reconocer como un universo propio e interconectado. Él es todas esas cosas y ninguna de ellas. El autor de novelas de miedo convertido en artista reputado. El narrador de simples historias de terror que resulta que, al final, expresan la maravilla, y el horror, de ser americano. La suya es una historia tan USA como su propia ficción, la de un humilde profesor con problemas con el alcohol que pasaría, en menos de dos o tres libros, de vivir en una caravana a convertirse en un prolífico y rico escritor superventas. Aunque todavía habría más escollos que superar, como lo demuestra el revuelo causado en la crítica cuando en 2003, King, un tipo que había coqueteado con Marvel e influenciado por EC Comics, ganó el National Books Award, y en 2014 fue premiado con la Medalla Nacional de las Artes por Obama.

Con la particularidad de que esta vez no iba a ser flor de un día. Porque King, que ha confesado haber escrito muchos libros bajo los efectos de la bebida o la coca hasta su completa desintoxicación, está ahí metido en todos ellos. En todos. Como también esa Norteamérica malhumorada y costumbrista, repleta de referencias a la cultura popular y, quizá por ello y esa adscripción al género, automáticamente desestimada. Pero con el paso de los años se hizo evidente que ahí, aparte de una increíble potencia narrativa (a veces traducida en una incontenible cantidad de páginas), de un aliento trágico y dramático y un retorcido humor negro, había algo más. Cuando una camioneta arrasó con él durante uno de sus paseos vespertinos, King no dudó en introducirse a sí mismo como personaje en el desenlace de su controvertida saga La Torre Oscura. En sus volúmenes, los monstruos de afiladas garras suelen ser el mcguffin, una excusa, una metáfora poco refinada pero sugestiva de alguna pulsión o enfermedad interna. Uno no sabe muy bien si ama a su comunidad, a la que refleja con cariño y detalle, o ansía destrozarla con la potencia de una explosión nuclear. Si han leído Apocalipsis, La cúpula o Salem's Lot, sabrán de lo que hablo. Su abanico de temas y estilos no se ciñe al fantástico, y la vida real se entreteje en todos ellos.

En las novelas de King, los protagonistas podrían haber visto Ocho apellidos vascos, en el caso de pisar nuestro suelo, o qué diablos, haberse cruzado incluso con el propio King, una vez éste se planteó esa vena "meta" post-atropello. Abundan las referencias a restaurantes (normalmente, de comida basura), películas y, sobre todo, canciones. King es un rockero consumado, ha sido fundador de los The Rock Botton Remainders (un grupo que él mismo define como malo) y en su foto de Facebook y Twitter (en los que presume orgulloso de haber sido bloqueado por Trump) posa con una guitarra. En sus mundos se respira el mismo aire que en el nuestro, incluso cuando sus protagonistas, como el joven Sawyer de El talismán o el pistolero Deschain de Mundo Medio en busca de la gran Torre, no hacen más que cruzar de una dimensión a otra.

El propio autor se mostró reticente en un principio a ceñirse a la literatura de terror. Cuando su editorial consiguió convencer al autor de El misterio de Salem’s Lot (qué fantástica novela de vampiros) de que aquello era lo suyo, lo hizo no sin algunos problemas. Se abría así una puerta a horrores lovecraftianos actualizados, a tortazos en la cara a lo Richard Matheson. Si han leído a Edgar Allan Poe, Shirley Jackson, Ray Bradbury, y otros de etiqueta negra como John D. MacDonald o Elmore Leonard y no a King, confeso admirador de todos ellos, allá ustedes.

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King debatiendo con George R.R. Martin | Archivo

El escritor de Maine cumple ahora 70 años, seguramente con su gorra roja de los Red Sox posada sobre su cabeza, sin que de momento su ritmo de publicación haya bajado o vaya hacerlo antes de que, como él mismo diría, la garantía expire. En sus libros, las historias de amistad infantil se han tornado en relatos de vejez, de búsquedas de tesoros terribles a matrimonios separados por la muerte y la senilidad.

Ha probado el sabor de la sangre, la suya propia y la de Richard Bachman, el alias "hard boiled" de sus primeros tiempos que él mismo asesinó en La mitad oscura. Se dice de él que es el Dickens norteamericano. Lo que sí es, como Hitchcock o Spielberg en el cine, es el responsable de expandir e su arte hasta su propio límite, y sobre todo, hasta el último rincón del planeta. Espero disponer de otras cuatro décadas de horror para vivirlas contigo, Steve.

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