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Sergio Ramírez y la primera educación: ensayo sobre la 'Ventura y aventura de leer'

En su nuevo ensayo, el último premio Cervantes profundiza en el problema de la educación, y en los retos a los que se enfrenta la sociedad del futuro 

En su nuevo ensayo, el último premio Cervantes profundiza en el problema de la educación, y en los retos a los que se enfrenta la sociedad del futuro 
Rubén Darío | Wikipedia

"¿Cuántos Rubén Darío se han quedado de macheteros en el campo?, se preguntaba a mitad del siglo pasado el pensador nicaragüense Carlos Cuadra Pasos". De la misma forma, aunque separado por los avances que el paso de los años ha traído, por lo general, al conjunto de la población, retoma ahora la cuestión Sergio Ramírez, compatriota de ambos y primer escritor de ese país, en el que puede nacer "un solista, pero nunca una orquesta completa", en recibir el Premio Cervantes.

Y es que esa realidad vergonzante, la de la vacuidad de la educación actual, sigue siendo para él el fondo del desastre que mantiene esclavizadas a las naciones durante siglos. Y es por eso que en su último libro, Ventura y aventura de leer (Fineo), el que fuera vicepresidente del Gobierno en su amada Nicaragua se atreve a decir una frase avanzada ya en el párrafo anterior: "Este país despoblado y de esencia rural, oscuro en su suerte política y empobrecido, desangrado por las guerras civiles y plagado de analfabetos, sin un sistema educativo creíble, sin instituciones estables, es el que vio nacer a Rubén Darío (...). Un país de esos que pueden parir un solista, pero nunca una orquesta completa". Existen milagros a veces, nos dice Ramírez, pero el progreso y la libertad solo se alcanzan si cada uno de los habitantes de la población poseen las herramientas suficientes para desarrollar por ellos mismos un criterio propio.

Sorprende que, entrados en el siglo XXI, el literato tome prestada la pregunta que se hacía otro intelectual hace más de cincuenta años. O al menos puede resultar llamativo, cuando se observa la evolución de las sociedades y se constata cómo la tecnología reina cada vez más en las vidas de un porcentaje creciente de la población mundial, facilitando su día a día y democratizando el bienestar. Cualquiera podría pensar que el progreso continúa imparable, y que ya no tienen sentido ciertas quejas, pues es un hecho que la gente vive cada vez mejor. Sin embargo, ante esa realidad que se impone, Ramírez toma la palabra, llamando la atención sobre un asunto que considera clave: "La modernidad se nos ofreció en el siglo XIX en su parafernalia más atractiva: (...). La educación, el más rotundo de nuestros fracasos, todavía sigue fiel a modelos sociales que perdieron ya toda su eficacia. Y sin haber logrado todavía ser modernos, frente a los nuevos códigos de la postmodernidad somos dóciles, y nos dejamos ir en la corriente".

Existiría una descompensación, según él. Mientras antes hacía falta un mejor sistema educativo para facilitar que las personas, formadas, fuesen adquiriendo paulatinamente la capacidad de construir su propio futuro, ahora todo consistiría en permitir, también mediante la educación, que esa misma gente no se quede rezagada, incapaz de subirse al carro de un progreso vertiginoso, pero cada vez menos humano. Continuando con ese razonamiento, Ramírez se aferra entonces a un primer momento, el día en el que despierta el intelecto a un universo nuevo, ofrecido por los libros, que siempre promete nuevas formas de mirar, y que es el mejor educador de las mentes inquietas. "Como escritor, y como lector", comienza, "me planteo la lectura como un acto de gozo. (...). Un libro solo es capaz de enseñar si primero gusta. (...); y cuando el lector abandona la lectura apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera existido". Y para ilustrar esa idea se sirve de una historia, que vertebra prácticamente todo el ensayo, y que tiene como punto cardinal una experiencia concreta, la de su compatriota admirado, ese "poeta capaz de transformar la lengua desde el traspatio", de nombre Rubén Darío, que con solo diez años de edad abrió por casualidad un armario de la casa solariega donde pasó la infancia en León y encontró, como escondidos, los libros que su abuela guardaba a resguardo de las miradas indiscretas.

De todos esos hallazgos repentinos, Ramírez quiere destacar tres, por encima de los demás, porque considera que en sus páginas se encuentran encerradas las suficientes claves que le van a permitir analizar el poder de la lectura. La Biblia, El Quijote y Las mil y una noches son para él tres hitos universales, tres cajas mágicas que lo contienen todo y que, en las manos de un niño de diez años, solo pueden suponer una "extraña y ardua mezcla de cosas". Algo que, bien mirado, constituye con el tiempo la mejor enseñanza literaria; la manera más eficaz de abrir la cabeza de cualquiera, y de enseñarle la esencia de toda obra ficcional: esa forma de desentrañar las incógnitas del mundo.

Así, comienza ordenadamente a desmigajar esos grandes textos, destacando algunas de las cosas que considera más reseñables. "Un niño, igual que le ocurriría a un adulto que entra por primera vez en esas páginas, no podría dejar de impresionarse al leer, por ejemplo, en el libro del Génesis, el primero del Antiguo Testamento, que 'en el año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre tierra cuarenta días y cuarenta noches'", comenta. "Uno puede saltarse las largas genealogías, los nombres de reyes cuando solamente se hallan enlistados y no sabemos nada de sus hazañas, los nombres de las numerosas ciudades ya desaparecidas, las minuciosas ordenanzas y reglas religiosas, pero a cada paso iremos encontrando más de estos hechos extraordinarios, relatados con toda naturalidad, como deben contarse todas las historias asombrosas, sin titubeos ni dudas".

Va deteniéndose en los detalles, sacando moralejas de cada apartado y, lentamente, destacando lo universal de esos libros que han sido leídos y releídos durante siglos. Todavía hablando de la Biblia, por ejemplo, destaca una de las principales normas que debe asimilar cualquier contador de historias cuando dice: "Es el propio narrador el que abre de manera constante las oportunidades de la contradicción, sin la cual no hay relato posible". Es necesario el conflicto para que un texto pueda desarrollarse y embelesar al lector, captarle, y así triunfar en el primer gran reto, que es hacer que no cierre el libro nada más empezar la lectura. En ese sentido, Ramírez considera que fue determinante en la historia de la literatura el descubrimiento del mejor personaje jamás escrito: "En Yahvé conviven mal y bien, que aún no han sido separados en entidades opuestas, y él, que significa lo absoluto, y la totalidad, representa a ambos", explica, antes de añadir: "De tan variado y contradictorio se nos volverá insondable e inmenso, hasta llegar a representar el tiempo mismo".

Del Quijote, por su parte, quiere destacar antes que nada la capacidad de Cervantes para narrar: "Un escritor natural es aquel que sabe de qué está hablando. Habla al oído del lector, no se desgañita", dice. Y lo dice porque en esa naturalidad encuentra una de las claves más fiables a la hora de encontrar grandes verdades entre las páginas de cualquier obra. En la primera novela moderna, descubre que "se va moviendo entre vida y naturaleza, la realidad y la maravilla, y hace que la invención se vaya trasegando cada vez más en la realidad en la medida en que avanzamos la lectura". Como si de un juego de espejos se tratase, El Quijote refleja la realidad y le da la vuelta. Ofrece enseñanzas y acaba depositando en el lector la semilla de la duda, esa sensación insaciable que de manera sutil echa raíces, y que no termina nunca de germinar en una respuesta absoluta.

Finaliza con Las mil y una noches, especial debido a que reúne "una de las virtudes primordiales del relato anónimo oral", ser "la obra de muchos". Pero más allá de eso, en su opinión, lo principal es "su espléndido dominio del arte de narrar: mantener el suspenso, manejar la intriga, introducir el humor cuando es oportuno, ser graciosa y divertida, no temer a tocar ningún tema, aun los más escabrosos, sabiendo que debe hacerlo con gracia". Al igual que en El Quijote, en Las mil y una noches aparece implícita una gran verdad: "La risa despierta el sentido crítico porque nos hace ver las falsas apariencias, quita los ropajes de lo pecaminoso que cubren el libertinaje, desnudan las poses del poder, la fatuidad, la banalidad, la solemnidad…". Y así el lector con cada lectura puede ir sacando sus propias conclusiones, y con cada buena lectura, que no es lo mismo que una lectura cualquiera, puede ir limando su intelecto, desarrollando su capacidad crítica y descubriendo leyes universales escondidas en las páginas de todas las obras que perduran.

La última frase del libro no hace sino resumir el mensaje: "Pero tenemos ya la imaginación, sin la cual no son posibles las utopías. Ahora nos falta darle sustancia a la utopía, y organizarla, para nuestro viaje del milenio. Pero antes debemos escoger los pasajeros con equipaje, proyectos y memoria, o simples galeotes que mueven los remos", sentencia.

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