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T. S. Eliot, la llama que no se apaga

El día en que hubiera cumplido 130 años, su figura continúa resplandeciendo y, pese a unos pocos detractores, sigue sin dar signos de agotamiento.

El día en que hubiera cumplido 130 años, su figura continúa resplandeciendo y, pese a unos pocos detractores, sigue sin dar signos de agotamiento.
T. S. Eliot en su mesa de trabajo | Cordon Press

Con un ramo de voces entre las manos y la visión ensombrecida, fue deshojando sus pensamientos para ofrecerle al mundo un nuevo espejo donde mirarse. Antes de eso tuvo que beber de un cáliz antiguo, y que embriagarse con una mezcla poética fermentada durante siglos: Dante fue siempre su máxima inspiración, y según sus propias palabras, le debió más a Jules Laforgue que al omnipresente Baudelaire, cuyo espíritu revolucionario, todo sea dicho, en ningún lugar encontró más acomodo que en su pecho de poeta y visionario.

Thomas Stearns Eliot fue una de esas personas que parecen haber nacido para perdurar. Tanto en su infancia, allá en Misuri, como en su juventud y su madurez, destacó en casi cualquier ámbito intelectual al que tuvo que enfrentarse. Estudiante modelo desde pequeño, en Harvard llegó a codearse con Bertrand Russell, que lo juzgó como el alumno aventajado que en realidad era. Aquella fue su época de inquietud hambrienta, cuando estudiaba filosofía y devoraba poesía para ir confeccionando poco a poco su propio estilo. Los años del descubrimiento de la poesía metafísica, que le aportó las claves que andaba buscando, debido a su necesidad juvenil por desmarcarse de los preceptos románticos. Los años de consolidación del yo, si es que eso alguna vez se consolida, y de preparación para el futuro… Esos años que solo pueden ser analizados lúcidamente en la madurez. En los que los posos de la vida se van amontonando silenciosamente, sin que uno pueda percibir mientras se forja, a cada nueva vivencia, el espíritu propio y la visión personal.

Sea como fuere lo cierto es que para cuando decidió instalarse definitivamente en Inglaterra los cimientos ya habían sido colocados. Las imágenes de su San Luis natal le ofrecieron una atmósfera sentimental particular, que conformó una nota preponderante en sus escritos posteriores. Su mudanza, por otro lado, le aportó el ropaje con el que se desenvolvería el resto de su vida. A estas alturas todavía chirría el reconocer su procedencia estadounidense, siendo, como también es, un escritor británico. Sería en las islas donde comenzaría su andadura literaria. Allí conoció a Ezra Pound. Y allí se consolidó como una de las puntas de lanza de esa nueva literatura de vanguardia que llegaría para remover todo cuanto se tenía por seguro.

A los pocos años, en el brillante 1922 que vio nacer para el público el Ulises de Joyce, las Elegías del Duino de Rilke, Trilce de Vallejo e incluso el Tractatus de Wittgenstein, salió publicada también La tierra baldía. Con esos versos el seísmo terminó de producirse, y la leyenda, como suele suceder, no tardó en consolidarse. A partir de ahí su figura no haría otra cosa que cristalizar. Daría igual su propia lucha interior, y su evolución personal y literaria. Su nombre había dejado de pertenecerle en el momento en el que el mito había nacido. Hoy casi no existe un "letraherido" que evoque su figura sin citar aquel verso inicial que observa la crueldad del cuarto mes. A partir de La tierra baldía le lloverían alabanzas, igual que brotarían, con el tiempo, tímidos detractores, voces críticas y puntualizadoras, movidas por el afán de recordar que en esto de las letras nunca ha existido una fe única, y que Dios no se ha hecho hombre en la figura de ningún literato.

Él, por su parte, avanzó como quien oye llover, centrado tal vez en esas gotas que son de uno y de nadie más, porque nadie se baña dos veces en el mismo río. Continuó como un monje su propio camino de peregrinación hacia una religiosidad trabajada, y dio a luz algunos de sus versos más aclamados con los Cuatro cuartetos. Pocos autores influyeron tanto en vida como él había hecho y seguiría haciendo. Ya fuesen pupilos de la quinta de Philip Larkin o Kingsley Amis, que evidenciaron su deuda con él en la vehemencia con la que intentaron renegar de su legado, o admiradores extranjeros como Cernuda, la lista de poetas que le han tenido como punto de referencia en el horizonte ha sido inmensa y continúa creciendo. Aquí en España, un maduro Gil de Biedma recordaba sus poemas primerizos y se lamentaba de haber copiado escandalosamente el estilo de un autor deslumbrante, al que había descubierto aquellos meses juveniles en los que había vivido en Oxford.

Hoy se cumplen 130 años del nacimiento de T. S. Eliot, han pasado casi 54 desde que le encontrase la muerte, pero su luz continúa sin apagarse. De alguna manera un tanto extraña, su mito parece más presente que nunca.

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