En las horas que han pasado desde la noticia ya se ha dicho y escrito de todo sobre la vida de Stan Lee. No sorprende la unanimidad global con la que se alaba su figura. Siempre fue querido por todos y nos faltan dedos en la ciudad para contar las razones: nunca dejó de ir a convenciones para estar con los fans, nunca dejó de hacer cameos en sus películas, nunca dejó de lanzar nuevos proyectos, nunca dejó de sonreír…
Pero, sobre todo, la simpatía y el cariño por Lee son universales porque su obra, sus personajes y su universo forman parte de la vida de millones de personas.
Bisabuelos, abuelos, padres, nietos y bisnietos en todo el mundo han sido atrapados, durante sesenta años, por las historias de la Marvel y, a Dios gracias, la tendencia no parece tener fin. La sombra de Stan Lee se ha extendido durante casi todo siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI. Los superhéroes de Marvel han estado presentes -y en el lado bueno- dando todas las batallas: la Segunda Guerra Mundial, los Derechos Civiles, la Guerra Fría, el terrorismo y -crucemos los dedos, aquí no las llevamos todas con nosotros- la distorsión de identidades del millenalismo.
Stan Lee es inmenso y no diremos lo contrario. No obstante, hay que ser justos, él lo habría querido así. Lee no estuvo sólo, Jack Kirby y Steve Ditko también son padres de Thor, Hulk, Iron Man, Spiderman, Daredevil, Doctor Strange, X-Men, Los 4 Fantásticos y Los Vengadores. Si hoy relacionamos todo lo que huele a Marvel sólamente con Stan Lee es por su carisma inagotable, lo que le convirtió en marca, medio y personaje de la Casa de las Ideas. Dicen que la obra supera al autor, pero Stan Lee ha superado a todas sus obras.
Tuvo una vida de película -pobre el que se atreva con el biopic, ejércitos de frikis analizarán cada milisegundo del metraje y nunca quedarán contentos, seguro que estaré entre ellos-. Hijo de la Gran Depresión y nacido en la Isla de Manhattan, su niñez la pasó en un cuchitril de Washington Heights, en donde sus padres, emigrantes judíos de Rumanía -de esos que llegaban famélicos y con lo puesto a la Isla de Ellis, como bien nos mostró El Padrino II- compartían un sofá.
A pesar de que Marvel y los superhéroes son iconos del mundo líquido y de la posmodernidad, Stan Lee estuvo casado con su mujer durante 70 años y sólo la muerte les separó el año pasado. Siempre lucía una sonrisa gamberra, siempre presumía que hacía lo que le gustaba y siempre reivindicaba la importancia del entretenimiento en la vida de las personas.
En este sentido, el de la Marvel nunca ha sido un entretenimiento lineal. Sus cómics y sus películas nos inocularon valores que nos han hecho mejores personas o, al menos, nos han ayudado a sobrellevar el día a día: ayudar al prójimo sin esperar nada a cambio, no rendirse ante las adversidades, creer que nada era imposible, el valor de tener valor...y sí, alto y claro: un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
En la indolente transición entre la EGB y la ESO, los pocos inadaptados que leíamos cómics de la Marvel nos los pasábamos como si fueran droga. Yo los escondía entre los libros de texto para que no me colgaran ningún San Benito. No siempre me libraba. Éramos soldados de la Marvel y de DC, lobistas de los leotardos y de los superpoderes, quintacolumnistas del imperialismo yankee. Y nos encantaba. Lo nuestro era la transposición de dilemas reales a historias fantásticas -nota: ver El Protegido de M. Knight Shyamalan, en donde la teoría antropológica de los cómics es fascinante-, dar vueltas sobre las vueltas que daban los guionistas a las líneas argumentales de las historietas, o fantasear con que algún día alguien crearía una armadura como la de Tony Stark. Trasnochábamos leyendo esas coloridas viñetas, mientras otros lo hacían viendo Esta noche cruzamos el Mississippi. Yo estaba con Steve Rogers y con Peter Parker y otros estaban con Pepe Navarro y La Veneno. Nuestros padres, por eso, ya le deben a la Stan Lee Foundation alguna donación.
Stan Lee ya no está y partir de ahora, todas y cada una de las películas de la Marvel estarán cojas: faltará su cameo.
Sin embargo, su gran aparición en cine fue en Mallrats, de Kevin Smith. Es una intervención poco conocida, la más larga que recuerdo, y era cuando aún no había empezado la locura superheroica en la gran pantalla -sí, los mismos que nos pasábamos los cómics como si fueran droga, también lo hacíamos con una cinta en VHS regrabada de esta película-. El protagonista, Brody, un jovencísimo Jason Lee -no son familia, que sepamos- cuando repasa el palmarés de Stan Lee, le grita "¡Eres un Dios!" Lee le responde dándole un consejo sobre el amor y le cuenta cómo sus experiencias dolorosas le ayudaron a crear personajes de cómic como Doctor Doom.
Stan Lee no sobreactuó, era una superestrella sin la altivez de las superestrellas, no miraba por encima del hombro ni padecía el mal de alturas. Simplemente, era feliz porque dedicó su vida a su gran pasión.
Siempre tuve como una de las cosas pendientes de esa famosa lista ir al Comic-On para estrechar la mano del gran hombre, del abuelo que siempre soñamos con tener -sin desmerecer a Peter Falk en La Princesa Prometida-. Ahora ya no podré hacerlo jamás, pero no dramaticemos. Bastante nos ha dejado Stan Lee.
Stan Lee alcanzó la inmortalidad hace mucho. Ahora vivirá para siempre en un sello que es insignia de la cultura popular. O en un universo paralelo, nunca se sabe.
¡Excelsior!