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Orwell y 'Homenaje a Cataluña': la ceguera de la parcialidad

Muchas veces el prestigio de George Orwell confiere a su Homenaje una categoría que hace difícil entrar a cuestionar todo lo que en él aparece.

Una de las cosas que más fascinaron a George Orwell cuando llegó a Barcelona para combatir en la Guerra Civil fue el ambiente revolucionario. Lo cuenta él mismo, en su siempre aclamado Homenaje a Cataluña —ahora reeditado y publicado en forma de historia gráfica por Debate—, en uno de esos momentos de la narración en los que el autor echa la vista atrás y exclama entusiasmado: "Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas". Su voz deja escapar sin embargo una tristeza resignada, sabedor a esas alturas de que su sueño de una "dictadura proletaria" hacía tiempo que había dejado de ser factible.

Es llamativa esa expresión: "Dictadura proletaria". Y es llamativa, más que nada, porque encierra el corazón de una noción que todavía hoy continúa vigente: eso de que la única opresión permisible, e incluso deseable, debe ser la ejercida por aquellos que han sido oprimidos anteriormente. Una filosofía de la venganza, en definitiva, que viene a justificar esa cínica convicción de que la moralidad de los actos depende exclusivamente del actor que los realice.

A día de hoy, pese a todo, se continúa catalogando Homenaje a Cataluña como uno de los mayores ejercicios de objetividad periodística que se han realizado; y aunque la valiente denuncia de los métodos comunistas para acabar con los enemigos políticos es digna de admiración, la idea básica de la obra, que ha ayudado a consolidar la noción histórica sobre el conflicto español en todo el mundo, pocas veces es puesta en tela de juicio.

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Todo por la revolución

Una cosa que no se puede negar es que el Orwell que, en 1937 y todavía convaleciente, escribió Homenaje a Cataluña, no es exactamente el mismo Orwell que, tiempo después, firmó libros como 1984. Muchas veces, sin embargo, su nombre y su prestigio confieren a su texto sobre la Guerra Civil una categoría que hace difícil entrar a cuestionar todo lo que en él aparece.

Pero valorar la obra con toda su complejidad se convierte en una tarea imposible si no se asume el verdadero mensaje sesgado del relato: el deseo del autor de que hubiese triunfado la revolución proletaria que quería acabar con la 'falsa democracia capitalista', al comienzo de la guerra; y el lamento de que, durante su desarrollo, ese sueño hubiese sido truncado por los propios comunistas. A partir de ahí, gran parte de las críticas a la atmósfera del terror que se instauró en Barcelona quedan subordinadas a esa frustración, como él mismo deja claro cuando se queja de que "cada movimiento" de los comunistas "era efectuado en nombre de las necesidades militares", para, en último término "alejar a los trabajadores de una posición ventajosa hacia una posición desde la cual, cuando la guerra terminara, les resultara imposible oponerse a la reimplantación del capitalismo".

Desde ese momento sus simpatías terminarán de decantarse por los anarquistas y por el POUM, a cuya milicia pertenecía por pura casualidad, y su visión de la guerra, como él mismo advertirá de manera loable, quedará completamente comprometida: "Cuidado con mi parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevitablemente produce el que yo sólo haya podido ver una parte de los hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer cualquier otro libro acerca de este período de la guerra española", exclamará en una de las páginas.

El plan comunista

Otra de las cosas que habla bien de Orwell es su incuestionable esfuerzo por entender la realidad. Él es comunista, simpatiza con los anarquistas, sueña con una sociedad utópica sin opresores ni oprimidos —sociedad sólo alcanzable, paradójicamente, mediante la opresión—; pero trata en todo momento de comprender la realidad. En el momento en el que escribe el libro aún no ha rechazado los esquemas mentales que le hacen ver el mundo de forma maniquea, es cierto, y por eso para él sigue siendo justificable que "el pueblo" —váyase a saber qué significa eso— se levante y tome una ciudad para imponer su ley. Sin embargo, al menos en todo momento se muestra como una persona crítica con la prensa y recelosa de la "verdad oficial". Gracias a esa mirada termina por explicarse, a su manera, la gran incógnita que se le ha aparecido en la cabeza: ¿Cómo es posible que los comunistas luchen por derribar una revolución proletaria, para permitir, además, la futura implantación del capitalismo?

La explicación la encuentra en esa salvaguarda que ha ayudado a los comunistas a lavar sus pecados del siglo pasado: "El estalinismo es el mal; por suerte, no todos somos estalinistas". Y esa idea, trasladada a la realidad de la guerra española, es la que Orwell esgrime cuando dice: "La política del Komintern está hoy subordinada (se comprende, considerando la situación mundial) a la defensa de la URSS, que depende de un sistema de alianzas militares. En concreto, la URSS es aliada de Francia, un país imperialista-capitalista. Tal alianza no es muy útil a Rusia a menos que el capitalismo francés sea fuerte y, por lo tanto, la política comunista en Francia debe ser antirrevolucionaria. (...). En España, la 'línea' comunista dependía sin duda del hecho de que Francia, aliada de Rusia, se opusiera decididamente a tener un vecino revolucionario...". O lo que es lo mismo: los comunistas en España hacían únicamente lo que decía Stalin —desarticular la revolución—, y por lo tanto, es posible condenar sus métodos salvando al mismo tiempo la causa revolucionaria.

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Detalle de la portada de la historia gráfica que publica ahora Debate

Lo llamativo de esa argumentación tan lúcida de Orwell, sin embargo, es que le lleva a denunciar "la agobiante atmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, la censura periodística" y "las cárceles abarrotadas" sólo cuando fue respirada por los anarquistas y por los miembros del POUM. Para él todos ellos, los mismos que meses antes se habían dedicado a quemar iglesias y ocupar edificios y tierras —acabando de paso con la lacra burguesa—, son de pronto los mártires de la noble causa revolucionaria.

La ceguera de la parcialidad

Leer Homenaje a Cataluña es una experiencia interesante. Se trata del texto de una persona que intenta en todo momento ser objetiva, pero que es consciente al mismo tiempo de que eso es una tarea imposible: Su manera de entender el mundo la predispone a justificar ciertas acciones y a condenar otras. Una de las primeras descripciones que hace Orwell de la Barcelona revolucionaria es que "parecía una ciudad en la que las clases adineradas habían dejado de existir. Con la excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente 'bien vestida'". Lo dice como si esa fuera la sociedad más deseable. Y en el fondo, lo único que le empuja a estar convencido de ello es el creer, como si de una verdad incontrovertible se tratase, que la sociedad puede ser dividida perfectamente en dos grupos homogéneos: los ricos, opresores, por un lado, y los pobres, oprimidos, por otro.

Homenaje a Cataluña dibuja una Barcelona en la que los eternos ninguneados han tomado por fin el poder. Su descripción de las clases sociales parece sacada de una novela de Dickens, pero con menos profundidad. Así, presenta a toda la gente acomodada, sin excepción, como egoísta y superficial; y subordina la dignidad individual de las personas únicamente al estrato social en el que han nacido. Siguiendo su planteamiento, se entiende entonces que si alguien ha tenido la desgracia —o la suerte, depende de cómo quieran mirarlo algunos— de haber nacido proletario, tiene también todo el derecho de ejercer la violencia contra aquellos que "le oprimen". Para diferenciarlos, eso sí, lo único que tiene que saber es que van "bien vestidos".

Obviaba Orwell en aquella época que lo detestable de un burgués no es que tenga dinero, sino el hecho de que aproveche su condición social para oprimir al más débil. En realidad, y aunque parezca evidente, no es la condición social la que determina la dignidad de una persona, sino su manera de actuar cuando las circunstancias le dan la posibilidad de oprimir a los demás. En ese sentido, "un hombre obeso que come perdices mientras los chicos piden pan en la calle" no es más despreciable que un proletario con un arma que se dedica a asesinar a quien no piensa como él.

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La verdad, pese a todo, se le presenta al autor cuando regresa del frente de Aragón y descubre que de la Barcelona revolucionaria que conoció ya no queda nada. Es entonces cuando presencia sorprendido el regreso de los burgueses a las aceras; y es también cuando, rememorando la ciudad de hace unos meses, exclama: "Yo no había captado que se trataba en lo esencial de una mezcla de esperanza y camuflaje. Los trabajadores creían en la revolución que había comenzado sin llegar a consolidarse, y los burgueses, atemorizados, se disfrazaban temporalmente de obreros". Su afán revolucionario no le permite, sin embargo, indagar ni preguntarse si era normal que esos burgueses hubiesen vivido atemorizados durante meses. Probablemente pensase que era lo mínimo que debían soportar.

Para finalizar, esa visión del mundo es también la que le llevó a creer que no podía haber trabajadores que apoyasen a Franco. "El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios o los románticos podían desear que triunfara", dice en un momento determinado. Sorprende que no reparase en que dentro de ese proletariado que tanto le fascinaba pudiesen existir personas que no comulgaban con las ideas revolucionarias; o gente que, simplemente, sin poseer grandes nociones políticas ni conciencia de clase, era católica. "Algunos de los periódicos extranjeros antifascistas descendieron incluso a la penosa mentira de afirmar que las iglesias sólo eran atacadas cuando los fascistas las utilizaban como fortalezas. La realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como algo muy natural, porque estaba perfectamente sobreentendido que el clero español formaba parte de la estafa capitalista". Los templos fueron saqueados, pero a Orwell no se le ocurrió pensar que la gente que acudía a esos mismos templos, por muy proletaria que fuese, podía haber sido asesinada también. En su mente no existía esa posibilidad. Los revolucionarios actuaban en pos de la libertad y de la democracia real; una idea que llega a justificar cualquier matanza. Y es que a fin de cuentas, y por mucho que se esforzase, él —como yo mientras escribo esto, y como todos, en el fondo— tampoco logró zafarse de la ceguera de su propia parcialidad.

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