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El mensaje de la plaga

El efecto de las plagas no es instantáneo ni homogéneo. Su mensaje fatal no le llega a todo el mundo al mismo tiempo ni con la misma intensidad.

El efecto de las plagas no es instantáneo ni homogéneo. Su mensaje fatal no le llega a todo el mundo al mismo tiempo ni con la misma intensidad.

Antes de dejarse morir en una playa de Venecia, el célebre escritor Gustav von Aschenbach comprendió sin remordimientos que había agotado sus últimas semanas en un abandono distraído. No se dio cuenta del mal que acechaba la ciudad hasta que se le hizo inesquivable, y para entonces el objeto de su deseo, el bello adolescente al que había comenzado a perseguir por los canales, le había absorbido tanto la voluntad que ni siquiera conservaba la capacidad de darse cuenta de la gravedad de la situación. Vivía en una ciudad apestada, ese era el rumor que circulaba por las calles, pero entre la prudencia temerosa de las autoridades, que no querían que cundiese el pánico, y su propia dejadez, tampoco podía saberlo con exactitud.

Las plagas nos parecen poderosas porque son las mensajeras de la muerte. Y nada nos despoja más de lo artificioso de nuestra existencia que ese trance. Sin embargo, el efecto de las plagas no es instantáneo ni homogéneo, precisamente porque su mensaje fatal no le llega a todo el mundo al mismo tiempo ni con la misma intensidad.

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Thomas Mann

La muerte en Venecia, tal y como fue concebida por Thomas Mann, es una compleja alegoría que podría interpretarse como la capitulación de un artista que ha comprobado la imposibilidad del arte de representar perfectamente la belleza. Es la historia de un escritor arrebatado por la contemplación de una potencia embriagadora e inefable, que se manifiesta a través del gracioso cuerpo de un muchacho, y que a él le ha conducido hasta el umbral de la belleza misma, en toda su magnitud de realidad. Mann intenta plasmar los efectos que derivan de la visión directa de lo eterno, aquello que por su magnitud sólo puede subrayar la caducidad de todo cuanto somos y hacemos. Y en ese sentido, su relato quiere señalar hacia el fin inevitable de la cultura, esa construcción humana monumental que, sin embargo, y pese a los temas universales que pretende abarcar, es igual de imperfecta y contingente que el mismo hombre que la ha confeccionado. Lo que enseña es que cuando el artista vislumbra la belleza y se dispone a perseguirla termina convirtiéndose en un pedófilo. Su persecución, su arte, es vulgar y hasta repugnante; y jamás podrá alcanzar lo que persigue. Esa es la metáfora. Así, frente a lo verdadero y eterno —esa inagotable fuente de inspiración—, la creación humana se asemeja más a una especie de ciudad decadente, tan frágil como un reflejo, e igual de inconsistente. Un enorme artificio, en suma, destinado a venirse abajo tarde o temprano. Una Venecia acorralada por la peste.

Pero más allá de todo eso, la principal razón por la que La muerte en Venecia resulta interesante es porque coloca al lector frente al sentimiento de futilidad que acompaña siempre a la muerte. La aniquilación de la vida entraña la posibilidad de la inexistencia absoluta, y eso, automáticamente, vacía de sentido a la vida misma. Si el destino último es la nada, entonces ya somos nada, que diría el filósofo. Pero el problema es que, en el fondo, se trata de una cuestión imposible de descifrar, que sólo puede llevarnos a la incertidumbre. Ante esa pregunta eterna, el hombre no tiene respuestas, así que se se limita a girar la espalda y a mirar hacia otro lado, retrasando lo más posible su resolución. Y por eso, precisamente, la literatura ha abordado este asunto tantas veces desde la perspectiva de las plagas, que son rumores de muerte, pero no la muerte en sí.

El mensaje de la plaga

Aunque un rumor puede ser tan efectivo como una certeza. Mientras la peste iba desplegando silenciosamente sus efluvios por los callejones de Venecia, Aschelbach iba percatándose también de la fragilidad de su sistema moral, cimentado únicamente en el heroísmo del trabajo que se alimenta de la promesa del reconocimiento ajeno. Un puro artificio sin fundamento claro. Por eso, en el momento en el que vio a lo lejos una belleza universal, que le movió a pensar en la eternidad, todo el andamiaje en el que había cimentado su vida se desplomó.

Ese es el mensaje de las plagas: su rumor de muerte es el que coloca a las personas frente al espejo de su propia artificiosidad, y el que las exhorta a encontrar una base sólida sobre la que justificar su existencia. Más allá del Mar Adríatico, al otro lado del Mediterráneo, en la africana ciudad de Orán, Albert Camus situó su propia plaga para explorar precisamente el verdadero dilema moral al que se enfrentan los hombres. Quiso plasmar el lugar, cuando la muerte sitia las casas y comienzan las desgarraduras de conciencia, en el que terminan sobreviviendo únicamente las vías más honestas que conectan al hombre con su propia realización.

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Albert Camus

Tiene que ver con lo universal que contempló Aschenbach en la belleza del joven Tadzio. Algo que aparece como verdadero y necesario, eterno, y que no está sometido a las mismas leyes contingentes a las que estamos subordinados los hombres. De ahí, precisamente, provienen nociones compartidas por todos —y tremendamente controvertidas también— como Justicia o Verdad. Sólidos asideros para tiempos de incertidumbre.

Siguiendo ese camino, Camus consideró necesaria una ética universal, ajena a la propia muerte, que pudiese servir de fundamento para la santidad laica. Presentó a personajes heroicos y buenos, conscientes de la brutalidad del mal, pero convencidos de la legitimidad de otros conceptos como Justicia, Bien y Verdad. Desde allí desarrolló su pensamiento y plasmó sus convicciones: que el hombre es más bueno que malo, como es capaz de demostrar en los peores momentos de las plagas; y que el mal que existe y que, cuando todo se derrumba, parece gobernar el mundo, proviene casi siempre de la ignorancia. Es una tesis que recuerda a la idea que predomina en el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, en el que los infectados son personas cegadas por su propio yo, y la única inmune a la enfermedad es la mujer del médico, siempre dispuesta a comprender al prójimo, a mirarle con compasión, sin juzgarle ni condenarle, consciente de que desde la actitud soberbia que se cree en posesión de la verdad —la causante de la invidencia— es desde donde se cometen las mayores injusticias.

De maneras distintas, las tres novelas mencionadas giran en torno al mismo asunto y terminan brindando una oportunidad de reflexión. Sobre todo en las dos últimas, sobrevuela un mensaje que quiere infundir esperanza: que incluso en los momentos de mayor desazón, cuando la enfermedad asola el mundo y la muerte hace acto de presencia, sobrevive un reducto de bondad que acerca a las personas y las incita a comprobar que su existencia compartida continúa teniendo sentido. Al final todo depende de nuestras acciones. En estos días de cuarentena por coronavirus, parece una intuición interesante.

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