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Cuarentenas productivas: obras que nacieron del encierro

Ahora que el coronavirus nos mantiene encerrados durante este tiempo indefinido, recordamos a algunos autores que vivieron episodios parecidos.

Ahora que el coronavirus nos mantiene encerrados durante este tiempo indefinido, recordamos a algunos autores que vivieron episodios parecidos.
Jorge Luis Borges | Cordon Press

En el fondo podría ser que este artículo no tenga mucho sentido. Si se piensa bien, es muy probable que no haya existido nunca una creación humana que no deba su nacimiento, de alguna manera, a una suerte de encierro indeterminado. No es muy creíble imaginar a Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina y comentando al mismo tiempo el último chismorreo vaticano con los colegas que se pasaban a saludarle. Aunque existen genios para todo. Las cosas parecen funcionar de otra manera: es en la soledad de uno mismo donde el mundo cobra sentido, donde se amontonan las dispersas impresiones que va dejando el día a día y donde, a fin de cuentas, toda persona llega a confeccionar un mundo interior propio del que brotará después cualquier expansión de su espíritu. No parece descabellado pensar que el acto creador depende directamente de ese proceso íntimo. Pero como tampoco estamos para andarnos con menudencias, y como a estas alturas de la cuarentena ya hemos tenido tiempo de descubrir que no todos los retiros son iguales, nunca está de más recordar a diversos autores que debieron su obra —o parte de ella— a algún tipo de reclusión prolongada.

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Santo Tomás Moro

Un ejemplo especialmente dramático podría ser el de Tomás Moro, gran amigo del mismo rey que le cortaría la cabeza. Su historia es bien conocida: después de haber dedicado su vida al estudio y a las leyes, convirtiéndose en uno de los humanistas más destacados de Europa, tuvo que elegir entre aceptar el cisma que proponía Enrique VIII con la Iglesia de Roma —posiblemente lo más exagerado que ha hecho un hombre por separarse de su esposa— o seguir siendo fiel a lo que su fe católica le dictaba. Él, que con tanto ahínco había cargado contra Lutero y su Reforma, no pudo más que mantenerse firme en sus convicciones. Por ello, fue acusado de alta traición y condenado a muerte, aunque él se negó a dar su vida por acabada hasta que la hoja nu hubiese traspasado la carne. Durante el tiempo en el que estuvo esperando a su ejecución en la Torre de Londres se dedicó a escribir. Así surgió La agonía de Cristo, un comentario que trata de mostrar la importancia de la aceptación del dolor, inesquivable en un mundo imperfecto. Después de su decapitación, la propia historia de cómo el manuscrito burló a los censores británicos y llegó hasta las manos de su gran amigo, el español Luis Vives requeriría un capítulo aparte.

Menos funesta fue la experiencia de Michel de Montaigne. A fin de cuentas, él se encerró en una de las torres del castillo familiar por voluntad propia. Antes de eso había llevado una vida peculiar. Por petición de su padre, que quería que conociese lo que era la penuria, pasó sus primeros tres años de vida entre leñadores. Una vez cumplido el plazo regresó a la comodidad del hogar y fue instruido por un alemán que no sabía hablar francés. Debido a ese pequeña peculiaridad, durante su infancia sólo se comunicó en latín y griego. Cuando por fin acudió al colegio todo el trabajo previo resultó fructífero, ya que concluyó sus estudios en bastante menos tiempo del requerido por el resto de compañeros. Al final se dedicó a las leyes y, gracias al talante librepensador que había adquirido del humanismo clásico, se convirtió en uno de los mediadores más destacados durante las guerras de religión que azotaron al país. Su biografía está plagada de acontecimientos reseñables, pero el que ahora nos ocupa arrancó cuando cumplió los 38 años. Fue a partir de ese momento que decidió alejarse de la vida pública y recluirse en su castillo, rodeado de sus libros, con la única compañía de un sirviente que apuntase sus reflexiones. Así nacieron sus Ensayos, cuya única razón de ser giraba en torno a la pregunta "¿Qué se yo?". En el fondo, la intención más íntima de Montaigne fue pelear por retratarse a sí mismo, a su esencia, despojada de las máscaras de la apariencia; pero sus esfuerzo terminaron creando un género nuevo que influyó de manera determinante al desarrollo del pensamiento occidental.

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Miguel de Cervantes

La historia de Cervantes y de la construcción del Quijote también podría encajar en esta lista. A nadie se le escapa que su vida fue una aventura constante. Como soldado, peleó en la batalla de Lepanto y demostró siempre gran coraje valentía. Después, en su regreso a España, cuando casi vislumbraba la costa catalana, fue apresado por una flota turca y trasladado a Argel, donde permaneció cautivo durante cinco años. Aquella fue su primera experiencia en el encierro, que marcaría su vida y que, según muchos estudiosos de su obra, resultó fundamental en su posterior creación literaria. Pero su historial carcelario no concluyó ahí. Pasados varios años, tras una vida azarosa que le llevó de un lado a otro de la península, fue apresado nuevamente en Sevilla, acusado de haberse apropiado de dinero público en la época que ejerció de recaudador de impuestos. Precisamente en esa celda, según él mismo dejó escrito, engendraría su obra más universal.

El caso del pintor Xavier de Maistre sigue patrones parecidos. Él, debido a un duelo, fue recluido en su propio cuarto durante seis semanas y, buscando una manera de escapar del aburrimiento, sin ningún tipo de pretensión literaria, aprovechó ese tiempo de monotonía para componer una entretenida parodia a la que tituló Viaje alrededor de mi habitación. Lo curioso vino a ser que, sin él saberlo, alcanzó una gran celebridad en toda Francia gracias a esa obra, pero sólo llegaría a darse cuenta de ello varias décadas después. En el relato, entre otras cosas, afirma que peregrinar por una habitación es la mejor manera de viajar, precisamente porque es la más sencilla, y la más adecuada para pobres, enfermos y perezosos. El resto de la pieza es una exhibición del poder evocador de la imaginación y de la capacidad de su autor por mirar más allá de lo que, por cotidianidad, la mayoría de la gente ha dejado de percibir.

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Fiodor Dostoyevski

Años después, a Dostoyevski le indultaron la pena de muerte a la que había sido condenado cuando se encontraba delante del pelotón de fusilamiento. Sus verdugos, en vez de asesinarle, le enviaron cinco años a realizar trabajos forzados en Siberia. Vivió ese tiempo sin la posibilidad real de comportarse de una manera distinta a un cerdo, según sus propias palabras, y aquella experiencia terminó influyendo inevitablemente en la evolución de sus ideas. Se convirtió al cristianismo y le dió un vuelco a su literatura, que todavía no había aportado a la imprenta las grandes novelas por las que se le recuerda hoy día. De una manera tristemente profética, su figura precedió a la de otros muchos artistas y escritores que encontraron su infierno particular en Siberia durante la dictadura comunista. Aunque esa es otra historia.

La de Marcel Proust, sin embargo, sólo comparte con la del ruso el mismo halo de tristeza. El francés es conocido principalmente por su método de trabajo radical y por no haber dejado de escribir ni cuando le alcanzó la muerte. Pero lo cierto es que esa rutina agotadora no rigió sus actos siempre. De joven había sido un chico acomodado y hasta frívolo. Frecuentaba los grandes salones aristocráticos con un cierto aire snob, y hasta que no publicó la primera parte de À la recherche nunca fue tomado en serio en el mundo literario. Para ello, eso sí, decidió encerrarse en su habitación durante los últimos años de su vida y no salió salvo en ocasiones de fuerza mayor. La suya fue una cuarentena voluntaria, de la que surgió una de las novelas más aclamadas de la historia de la literatura.

Del mismo modo, más o menos, podría decirse que comenzó la carrera cuentística de Borges. Él siempre se consideró poeta, pero un golpe accidental con el marco de una ventana le sumió en una fiebre intensa de la que despertó hecho cuentista. Al poco de salir del tiempo obligado de reposo en una cama de hospital, escribió Pierre Menard, autor del Quijote, y desde entonces se dedicó a construir una obra que ha marcado como pocas el desarrollo de la literatura posterior. Algo parecido le ocurrió a Cortázar, aunque su enfermedad sólo fue fundamental porque marcó el inicio de su vocación lectora. Durante su infancia en Argentina pasó tanto tiempo en cama y leyó tanto que los médicos le recomendaron a su madre que le quitase los libros y le obligase a tomar el sol. Al final, inevitablemente, todas esas horas encerrado acabaron despertando una necesidad por escribir que ya no trató de reprimir nunca más.

A todos estos nombres podrían sumarse muchos más. Los ejemplos son infinitos y no es el objetivo de estas líneas resumirlos a todos. Basten estos pocos para probar un par de puntos: que de los mayores contratiempos pueden sacarse grandes lecciones y que hasta en los peores momentos de las cuarentenas florece el instinto creador. Visto de esta forma, el coronavirus podría llegar a ser visto, dentro de todo lo malo, como una interesante oportunidad.

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