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Albiac ajusta cuentas con la Revolución

La editorial Confluencias rescata el Diccionario de adioses del filósofo a los 15 años de su publicación.

La editorial Confluencias rescata el Diccionario de adioses del filósofo a los 15 años de su publicación.
Gabriel Albiac | Libertad Digital

La editorial Confluencias acaba de recuperar el Diccionario de adioses de Gabriel Albiac (Utiel, 1950 y París, 1968), libro-testamento que es un yo (me) acuso y un ajuste de cuentas con la Revolución, "rosa monstruosa" que hizo del veinte el Siglo de la Megamuerte y arrasó con las "grandes fantasías" de quienes, como él, creyéndose tan listos, creyeron alguna vez en ella. "No fue nuestra estupidez, siendo muy grande, la que nos perdió, fue nuestra inteligencia" (pp. 35-36).

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Albiac el exestúpido ve ahora a unos necios conjurados, revolucionarios por cuenta ajena, con tremendo mando en plaza. Empotrados en un Gobierno que hasta vicepresiden. Y no se cansa de dar la voz de alarma: son tan malos como parecen y una amenaza formidable para las libertades y la democracia. "El gran teórico del Estado hitleriano, del Estado nazi, Carl Schmitt, es un admirador incondicional de Lenin, porque tiene perfectamente claro que es precisamente ese modo de sacralizar la política, de sacralizar el Estado y de sacralizar a los dirigentes lo único que puede construir un poder absoluto". La Siniestra Hermandad. "¿Tú te acuerdas de qué es lo primero que hacen, nada más llegar al Congreso, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón? Están con un libro en la mano que enseñan a los fotógrafos… Su primera foto en el Parlamento son ellos dos exhibiendo ante los fotógrafos La teoría del partisano de Carl Schmitt, es decir, ¡la teoría del Estado absoluto!".

Se ha puesto a los lobos a cuidar del corral; en una sociedad irreal, aparente, muy Potemkin, más tributaria de Un mundo feliz que de 1984. Como para ponerse a ver Matrix:

Lo terrible de lo que seguimos llamando ‘democracia’ porque no tenemos otro nombre es que, si bien se creó para que los ciudadanos fuesen representados en el Estado, el sistema de máquinas de producción de conciencia, y en particular el despotismo absoluto de los televisores, ha invertido la representación y en estos momentos es el Estado el que, a través de estos, se representa en la conciencia de los individuos, que se convierten en espejos de lo que el Estado dicta.

No sólo se habla de política y revolución en Diccionario de adioses. También, con Chandler, de rubias ("A Marlowe, Philip Marlowe, no le gustan las chicas. Las reales. Las otras lo traen de cabeza", p. 17). Y, por Franco, de libertad y libertinaje ("No fuimos libres. Nos faltaba inteligencia para eso. [...] Fuimos libertinos, a falta de tener un poder infinito. Libertinos y efímeros", p. 151). De ciudades desustanciadas, de la "coartada antisionista" del viejo y repulsivo antisemitismo y, por supuesto, de la escritura, esa aniquilación, el crucial ataque preventivo ("Y no ceder nunca a la muerte la última palabra. Nada se debe dejar para la muerte", p. 13). La escritura como un ácido corrosivo que demuele el sentido y conduce sólo entonces, paradójicamente, a la liberación:

Destruir el sentido es ser libre. No podemos construir la libertad más que cuando nos hemos deshecho de la cuadrícula de orientaciones en la que hemos sido inmersos desde nuestro nacimiento y a lo largo de toda nuestra vida. En el momento en el que ya no sabes dónde estás, en el momento en que has perdido la brújula y comprendes que todo lo que se te había dado era un mapa de mentira, absolutamente falso, un mapa de distorsión que estaba hecho únicamente para entontecerte; en el momento en que has cogido ese mapa y lo has quemado y ya no sabes dónde estás, en ese momento eres libre.

Al final de la entrevista que le hice para LD Libros le dije al filósofo Albiac, el profesor y ensayista Albiac, este novelista, columnista, editor, traductor, memorialista Gabriel Albiac Lópiz, que puede que primordialmente sea lo que nunca se dice: poeta. Y entonces, "¿sabes, Mario?",

en última instancia, todo aquel que escribe debe vivir siempre bajo la añoranza o la melancolía de no haber conseguido ser poeta.

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