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Andrés Trapiello: "Madrid es exactamente lo contrario al nacionalismo: la suma en lugar de la resta"

El escritor publica Madrid, su particular "semblanza" de la capital, en la que lleva viviendo medio siglo y de la que conoce cada uno de sus rincones.

La primera vez que Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) quiso convertirse en experto en historia de Madrid fue durante aquellos meses que pasó en la ciudad, con diecisiete años, persiguiendo "la mayor historia de amor que vieron los siglos". Al final resultó que el amor de su vida buscaba al suyo en otro hombre, por lo que el desengaño le llevó a hacer una parada obligada en Valladolid antes de reintentar el asalto a la capital del reino. La vuelta le sentó bien, no sólo porque comenzó a ganarse la vida juntando palabras sino, sobre todo, porque al fin pudo conocer a la mujer que le demostraría que aquella otra por la que había sufrido años atrás sólo "era al amor lo que el sarampión a la entrada de la edad adulta". Todas estas vivencias las narra él mismo, con su prosa particular, que lo mismo recuerda sus andanzas veinteañeras por la noche y la Movida que repasa los característicos viajes de agua que abastecieron a la ciudad durante siglos. En Madrid (Destino), por tanto, habla de sí mismo lo justo para hablar de su ciudad; tan suya, en realidad, como de cualquier otra persona con la paciencia suficiente como para asentarse en ella sin huir en el intento. Su último libro no es otra cosa que la constatación particular de "un hecho irrelevante para otros": "Que en ninguna ciudad ha sido uno tan feliz como en esta destartalada villa, verdadero salón de los pasos perdidos del mundo, hecho a partes iguales de sueño y verdad". Hablamos con él.

Pregunta: ¿Es más fácil obviar Madrid que amarla?

Respuesta: Yo creo que a Madrid se la quiere como parte importante de la vida española. La obvias porque a veces crees que la conoces. Pasas por los mismos sitios muchas veces, etcétera. Pero no son sentimientos excluyentes. A veces solamente comienzas a comprender la importancia de algo cuando te falta. Por eso Madrid tiene sus principales defensores en gente que está fuera. Gente que pasó aquí la carrera, la mili, un trabajo, un destino… que pasó un tiempo, vamos. Si te vas fuera te das cuenta de que existe un gran número de personas enamoradas de Madrid. En cambio, los que vivimos aquí la obviamos mucho porque no la conocemos realmente. Vivimos en un constante "ya la conoceré". Hay una frase que repetimos mucho: "Tengo que ir a este sitio, que me han dicho que es estupendo". Y pasan siete años y sigue uno sin pasarse. Es así. Postergamos conocerla para cuando tengamos más tiempo. ¿Cuántos madrileños todavía no conocen Madrid Río, por ejemplo? Pues lleva bastante tiempo y es una de las partes más bonitas de la ciudad, hoy por hoy.

P: Es curioso que a muchos madrileños nos terminen descubriendo la ciudad los forasteros.

R: Eso es porque la ciudad es bastante grande, por un lado, y porque los madrileños solemos estar ocupados en salir adelante, en la lucha por la vida, por lo que tampoco nos dedicamos a hacer turismo en nuestra propia ciudad. No es el único sitio en el que pasa, de todas formas. Lo que está bien, pese a todo, es que en comparación con otras grandes capitales, Madrid es una ciudad bastante abarcable. No es París. Un parisino puede haber nacido allí, que cuando muera habrá sido imposible que haya podido visitar cada uno de sus rincones. No le da el tiempo en toda una vida.

P: Sin embargo, también existen los estereotipos de la chulería madrileña, o el desprecio jocoso a la capital.

R: Bueno, yo creo que te puedes encontrar de todo. Pero hay varias cosas. Primero, madrileños somos todos los que vivimos aquí, a diferencia de otros sitios donde te exigen el carnet de ciudadanía o de nacionalidad. A día de hoy, además, dos terceras partes de los habitantes de Madrid son de fuera. Por lo tanto, la identidad madrileña se diluye mucho. En ese sentido, el madrileño nunca se ha dado demasiada importancia a sí mismo. Tampoco se la quita, pero no se la da. No es como algunos oriundos de otros lados que no paran de ensalzar lo bonita que es su ciudad, por ejemplo; o que, al contrario, hablan compungidos porque encuentran que no se le está dando la importancia que merece. El madrileño no está en eso. Y cuando pasa que algunos de fuera se pitorrean de él, usando los tópicos, tampoco se lo toma a mal. En todo caso les contesta que se pueden reír lo que quieran, pero que pese a todo Madrid sigue siendo la capital de España, del reino, de las finanzas, de la cultura y de lo que sucede. La diferencia es que todo esto no es algo que el madrileño exhiba en contra de los demás. Simplemente reconoce una realidad tal como es, como podría haber sido otra. A mi modo de ver, administra este tipo de cuestiones de una forma bastante graciosa, sin dar en absoluto la tabarra. Por otro lado, además, al madrileño le pasa una cosa muy curiosa: como la mayor parte no somos de aquí, y los que son gatos, lo son de pocas generaciones, nadie acaba creyéndose que esto es un timbre de gloria. Los que venimos de fuera ya venimos llorados. Aquí hemos venido a trabajar y a buscarnos la vida, que es más difícil que en nuestros lugares de origen. Y justamente por esa lucha por la vida, el madrileño se ha vuelto mucho más estoico, en general. Es una persona que llora poco y que, cuando le sale mal alguna cosa, se busca la vida por otro lado.

P: En ese sentido, ¿hasta qué punto algunos pueden llegar a sentir que la ciudad los está expulsando?

R: Hombre, eso es algo que puede ocurrir, sí, pero no solamente en Madrid. Pasa en Nueva York, pasa en París, pasa en Londres, pasa en Roma. No te puedes hacer una idea de lo difícil que es Londres para la gente que va a buscarse la vida allí. Madrid, a pesar de todo, tiene algo diferente y es que, a mi modo de ver, el madrileño conserva su espíritu provinciano. Esto hace también que los que acaban de llegar se sientan arropados inmediatamente. Aquí nadie te pregunta de dónde eres, pero al mismo tiempo todos te echan una mano, porque a ellos también les echaron una mano en su momento. Quizás por eso la soledad de Madrid es inferior a la que pueda sentir alguien en Nueva York, por ejemplo. En Madrid, la vida es muy difícil pero, también, la facilidad de rodearte de personas afines y fraternales es muy grande. Aquí un desconocido se da una vuelta por Malasaña o por el Rastro y le cuesta muy poco pegar la hebra con gente que no conocía media hora antes. Es una ciudad realmente fácil, en ese sentido.

P: ¿Puede ser que esa hospitalidad madrileña resalte más ahora, tal vez, debido al contraste que existe con el nacionalismo que se respira en otras zonas de España?

R: Creo que sí. El nacionalismo consiste en eso, en la resta. Se fundamenta en echar al que es diferente, al que discrepa, al que es considerado inferior. Esa es la esencia del nacionalismo, sea catalán, sea español, sea vasco, sea gallego, sea italiano o sea francés. Los nacionalistas son unas gentes que se consideran superiores a otras. Pero Madrid es exactamente lo contrario. Madrid está hecha de sumas. Todos los que vivimos aquí hemos venido a arrimar el hombro y a hacer la ciudad. Y no solamente desde ahora. Es algo que ocurre desde el día de 1561 en que a Felipe II se le ocurrió, no sabemos por qué, fijar la corte de España en este poblachón manchego. A partir de entonces fue creciendo más y más; y sumando más y más. Por eso aquí nunca nadie te pregunta de dónde eres. Ni siquiera el madrileño, si no sale en la conversación, te dice de entrada que es gato. Y si te pregunta de dónde eres, lo que te suele decir después es lo mucho que le gustaría conocer tu lugar de procedencia, lo bonito que ha escuchado que es o lo mucho que le gusta, porque ya lo conoce. Hay una cordialidad en el madrileño que, en efecto, en este momento en el que los nacionalismos se han enconado tanto, resalta mucho más. No hay más que ver lo que ha ocurrido en el País Vasco, por ejemplo, que la cosa llegó a un punto en el que cientos de miles de personas tuvieron que irse, no sólo por no ser nacionalistas, sino porque los que sí lo eran amenazaban con pegarles un tiro. Esto ha pasado, no hay que olvidarlo, y Madrid los ha acogido. Pero no sólo a los vascos. En Madrid hay miles de venezolanos que han llegado huyendo de Venezuela. Y no sólo hay venezolanos ricos, eh. Hay miles de venezolanos que lo han dejado todo y que se encuentran aquí desempeñando los oficios más humildes y los empleos más ingratos. Los realizan como lo hemos hecho todos en nuestros comienzos en la ciudad: con una cierta esperanza de que la cosa prospere y hasta con un desahogo. Hay una frase de Rafa Latorre que a mí me hace mucha gracia: "A Madrid se viene a que nos dejen en paz". Pues también un poco. En el caso de los venezolanos todavía más. Lo que ganas en Madrid, o la promesa de lo que vas a conseguir, compensa lo que has perdido de tu lugar de origen, que a veces es mucho.

P: ¿En España están resurgiendo los regionalismos?

R: A ver, es un tema complicado. No es lo mismo el nacionalismo que el amor por la patria chica. Para empezar, los propios nacionalistas han hecho siempre sus negocios en Madrid. Con Isabel II, a pesar de ser carlistas; o con Franco, a pesar de ser nacionalistas. También los han hecho con el socialismo o con el PP. Y lo harán con el que venga. Cantarán las glorias de su nación pero el negocio seguirán haciéndolo aquí, igual que en Francia la gente acude a París, en Alemania a Berlín o en Inglaterra a Londres. En el caso de las patrias chicas, sin embargo, vivimos en una época, afortunadamente, en la que los abusos de los grandes frente a los chicos —es decir, los que puede cometer Madrid respecto de Segovia, por ejemplo— se están nivelando. Las minorías tienen todo el derecho y toda la razón del mundo a exigir lo suyo. Ahora, no más. Seis diputados vascos no deberían condicionar toda la política española. Aquí hay más de cuarenta millones de personas y hay que pensar en todos, no sólo en unos. Me recuerda un poco a una manifestación por los derechos de los animales que vi este domingo. Hombre, yo no tengo nada en contra, pero veo este tipo de aglomeraciones, sin distancias de seguridad, en un momento en el que se está muriendo tanta gente y no sé. Los derechos de los animales están muy bien, pero antes tengo yo mi derecho. Os estáis contagiando vosotros y me vais a contagiar a mí.

P: Me refería más a otro tipo de síntomas, promovidos desde el ámbito político, tal vez. Imposición de unas lenguas frente a otras y exaltación de pasados y tradiciones excluyentes.

R: Sí, pero esas son políticas nacionalistas concretas, que atentan encima contra la libertad de las gentes. Los que las reclaman las justifican como una reacción necesaria. Es cierto que el franquismo persiguió las lenguas vernáculas, por ejemplo, aunque menos de lo que dicen. A mí me parece estupendo que cuando la dictadura desapareció los hablantes de esas lenguas pudiesen volver a hacerlo con toda libertad. Ahora, lo que no me parece tan bien es que de repente queramos convertir la lengua de una minoría en la lengua de la mayoría. En otro nivel de cosas, en Madrid ocurre lo mismo. Hay barrios que necesitan mucha más atención, y hay que dársela. Pero el criterio para atender más a unos barrios que a otros no puede regirse porque te gustan más, te caen mejor, te criaste en ellos o te votan más. Hay que acabar con ese tipo de criterios. Las minorías tienen sus derechos, pero no más que el resto.

P: En el libro dedicas bastantes páginas al callejero madrileño. Es un tema que ha generado bastantes polémicas últimamente.

R: Bueno, en Madrid, como en todo el mundo, la tontería de renombrar las calles con personajes ilustres de la historia es bastante reciente. Tiene unos doscientos años, más o menos. Pero claro, esto fue un virus que se vino a las ciudades modernas y ya no las ha abandonado. Lo que practican los diferentes ayuntamientos es una especie de simonía, que consiste en vender el honor que supone que se renombre una calle con el nombre del político de turno, de la figura deportiva de turno o del escritor de turno. El tema está en que para hacerlo han ido quitando los nombres que tenían antes. Nombres, por lo general, muy bien puestos, porque estaban puestos por el sentido común. Si una calle tenía una fuente donde había un barco, pues se llamaba calle del Barco; si en otra había unos cuantos talleres de bordadores, pues se llamaba calle de Bordadores. La cosa cambió en el XIX, cuando a Mesonero Romanos se le ocurrió que el callejero de la ciudad podía ser una herramienta útil para hacer pedagogía. Pero la pedagogía es peligrosa, porque cambia con el tiempo. Gran Vía, en Madrid, ha sido la Avenida de Rusia y también la Avenida de José Antonio. La Plaza Mayor fue Plaza del Arrabal, Mayor, de la Constitución, otra vez Mayor, de la República… En fin, de todo. Es algo con lo que hay que tener cuidado y, creo yo, a lo que habría que poner un cierto coto. No podemos estar cambiando los nombres de las calles según vengan los ayes políticos de un lado o de otro. También es verdad que hay cosas que, de estar, harían difícil la convivencia, por ser recuerdos permanentes de algo oprobioso. Por ejemplo, en Berlín es impensable una estatua de Hitler; o en París una plaza dedicada a Pétain. Serían un poco como monumentos a la indignidad nacional. Con Franco, en Madrid o en España, ocurre lo mismo. Lo que pasa es que después de esto, en lo que nos podríamos poner de acuerdo casi todos, viene la letra pequeña. Mira lo que ha pasado con Largo Caballero. A Largo Caballero le dieron un monumento porque no podían quitar el que tenía Franco en ese momento concreto. Luego se quitó el de Franco, pero el de Largo Caballero permaneció. Bueno, pues es obvio que el de Largo Caballero se erigió en realidad por un compromiso político, pero fue un hombre que no tuvo ninguna virtud, ni personal, ni política, ni democrática, que justificase su estatua. De hecho, es gracioso que su defensa más elocuente la haya hecho hace poco Paul Preston diciendo que "puede que fuese un político mediocre, pero no era un asesino". Hombre, si tenemos que darle en Madrid una estatua a todos los políticos mediocres, o a todos los que no han sido asesinos, no podríamos salir a la calle. En ese sentido, yo creo que la racionalidad habría que aplicarla siempre. Además, a las ciudades les ocurre como a las casas, que se nos van llenando paulatinamente de trastos inservibles de los que nos cuesta desprendernos. Pero a veces conviene aligerar espacios y mandar las cosas que sobran al trastero.

P: Lo que acaba siendo descorazonador es ver que con estos temas se generan debates en los que tampoco parece primar demasiado la defensa de la verdad histórica.

R: Exacto. Hablando de eso, recuerdo que trabajando en el Comisionado para la Memoria Histórica nos vino una vez uno de los concejales que habían propuesto el cambio de 350 nombres de calles de Madrid. Yo le pregunté por uno en concreto de su distrito, que no entendía muy bien por qué había que cambiarlo, y resultó que él tampoco lo tenía claro. Me dijo que habían cogido el nombre de uno de los memoriales que había en una iglesia, bajo los cuales había un epígrafe que ponía: "Caídos por España". Claro, habían supuesto que, seguramente, todos fueran fascistas. No sabían nada más. Nos estaban pidiendo que cambiáramos la calle de un hombre cuya historia no conocían. Al final resultó que este "caído por España" no sé si cayó "por España", pero desde luego cayó por las balas de una checa. Se trataba de un fraile al que habían paseado a comienzos de la guerra. Una víctima de la Guerra Civil, vamos. Fue muy llamativo. Lo único que demuestran este tipo de cosas es la irracionalidad que algunos aplican de forma sectaria por una ideología. Los sectarios normalmente no se paran a pensar las cosas, sino que tienen la consigna en la cabeza y tratan de aplicarla a toda costa. Lo que cabe en la realidad, bien; y lo que no, pues a la fuerza.

P: De hecho, en el libro también relatas bastantes de las cosas de las que os ocupasteis en ese Comisionado.

R: Claro. Nosotros en realidad ni pinchábamos ni cortábamos. Simplemente éramos un Comisionado consultivo que se inventó Manuela Carmena para quitarse de encima a los pesados de Podemos, que exigían este tipo de cosas a todas horas. Buscó esta vía intermedia porque, pese a todo, necesitaba gobernar con ellos. Le encargó el Comisionado a su amiga Paquita Sauquillo, una persona maravillosa, he de decir, y lo terminamos conformando con representación de todos los partidos políticos. Yo no pertenezco realmente a ninguno, fui propuesto por Ciudadanos, pero se entiende. Una vez ahí, lo que hicimos fue tratar de aplicar lo más razonadamente posible una ley en la que prácticamente ninguno creíamos demasiado. Nuestra tarea era proponer al Pleno del Ayuntamiento los cambios requeridos, con el compromiso de que se aprobaría lo que determinásemos. Claro, con la ley en la mano habríamos tenido que quitar todas las calles, estaciones de tren, colegios, etcétera, que llevasen el nombre de Miguel de Unamuno, por ejemplo. Porque lo que es histórico es que Unamuno se adhirió de forma entusiasta al alzamiento y que pidió con vehemencia que se tardase lo menos posible en acabar con la República. También, con la ley en la mano, a otros, como Mercedes Formica o Edgar Neville, no se les podría haber dado su calle. Al final nos limitamos a quitarles las calles a los generales y a los falangistas y a dárselas a gentes que, aún siendo falangistas también, o pese a haber apoyado a los sublevados, hubieran tenido un comportamiento posterior realmente ejemplar.

P: Por volver a Madrid y su historia. Has escrito bastantes páginas repasando algunos "urbanicidios" destacados en la ciudad. ¿Cuánto ha cambiado la esencia de Madrid a lo largo de los siglos?

R: Mucho, claro. Pero no solamente Madrid. Todas las ciudades, para crecer, se han visto obligadas, en determinados momentos, a desechar algunas de sus partes. Lo que pasa con Madrid es que, al ser una ciudad más pequeña que otras grandes capitales europeas, su destrozo es más visible. Madrid tuvo una cerca de unos dos metros de altura que no fue derribada hasta 1868. La ciudad estuvo constreñida entonces, y se fue construyendo poco a poco sobre los propios escombros de lo que se derribaba primero. Eso ha cambiado mucho. Los criterios actuales son más bien conservacionistas. Se tiende a conservar lo que se tiene y a renovarlo, únicamente. Pero antes no era así. Una de las cosas que hizo Carlos V nada más llegar fue pegarle un bocado tremendo a la Alhambra de Granada para hacer su palacio, por ejemplo. Es algo que hoy nos parecería una monstruosidad. Madrid ha destruido mucho, sí. Por dos razones: para empezar, porque ha sido construida de manera pobre; y para terminar porque necesitaba crecer en altura. Como tenía esa cerca, para ir acogiendo a todos los que iban llegando no había más remedio que tirar un palacio y hacer una casa de tres plantas. Luego existe otra cuestión interesante, y es que como la mayoría de los madrileños vienen de fuera, no terminan de tomarse estos derribos demasiado a pecho. Los viven con indiferencia, porque no se sienten inmiscuidos. Si ocurriese en su pueblo, sin embargo, que el cura tocase una teja del campanario, se amotinarían todos los vecinos. Luego influyen otros intereses urbanísticos. Mesonero Romanos, por ejemplo, se cargó medio Madrid por cuestiones de ese tipo. ¿Hizo plazas? Pues sí. Pero para hacerlas tuvo que tirar casas, iglesias y comercios. Fue una dinámica que duró prácticamente hasta el final del franquismo. Durante los años de Franco se tiró medio Madrid porque el Régimen tenía barra libre, claro. Después eso se detuvo, no sé si a tiempo, y ahora lo que tenemos es lo contrario. Incluso hemos podido llegar a la exageración por el otro lado. Si ahora hacemos una zanja cerca del Palacio Real y aparece un pedrusco árabe, se paraliza toda la obra. En el fondo es como lo que hablábamos antes de las minorías. El pedrusco árabe está en minoría, pero impone a toda la época contemporánea su tiranía arqueológica.

P: Eso me recuerda a una frase: "Madrid será bonita cuando la acaben".

R: Bueno es que las ciudades grandes no se acaban jamás. Están constantemente en obras. Si vas al Duomo de Milán a lo mejor te lo encuentras repleto de andamios y lonas. Y claro, te enfadas mucho y piensas que podrían haberte avisado. Pero es que una ciudad grande, afortunadamente, no se termina. Si se terminase significaría que se ha caído. Son como las casas, además. Requieren un mantenimiento constante. Lo que pasa es que en Madrid las obras han sido a veces irracionales. También es verdad que el madrileño, como toda persona, suele ver con incomodidad las obras. Al principio suele oponerse a ellas, porque constituyen cambios bruscos, provocan cortes, obligan a coger otras calles durante algún tiempo, etcétera. Pero cuando terminan las obras la mayoría de las veces la gente coincide en que han sido provechosas. Recuerdo por ejemplo las de la Plaza de Oriente, que nos tuvieron endemoniados durante no sé cuántos años a todos los madrileños, pero que cuando al fin pudimos entrar y pasearla nos pareció maravilloso verla sin coches. Y lo mismo ocurrirá con Gran Vía. Las últimas obras de Gran Vía son fantásticas. Yo, que me la he pateado de arriba a abajo tantas veces, ahora la encuentro mucho más transitable. Antes las aceras eran estrechas e incómodas. Luego está el debate entre qué es preferible, si primar a los coches o a los viandantes. Hombre, yo creo que las ciudades hace siglo y medio eran más habitables porque no había coches. ¿Ahora les tenemos que dar más derechos a los coches que a los transeúntes? Yo creo que de hecho estamos yendo hacia ciudades cada vez con menos coches, así que también habría que tratar de hacerlas más peatonales.

P: Otro tema muy recurrente es el de la gentrificación y la globalización, que transforma tanto a las ciudades. ¿Es un lamento que tenga solución?

R: Hombre, yo, personalmente, siempre he encontrado mucho más simpáticas las ciudades en las que tienes todos los oficios necesarios en tres o cuatro manzanas. Un fontanero, un tapicero, un impresor, un lutier, un botonero. Lo primero que hace la gentrificación es suprimir todos estos oficios. El panadero, el lechero, el carnicero. Los va concentrado en mercados o los va expulsando de la ciudad. Todo tiene que ver con la economía global, con el turismo y con los grandes desplazamientos de personas, que buscan el ocio. El ocio es el que desaloja esos comercios y coloca otros, iguales en todas partes. La vida de barrio, familiar, va desapareciendo. A no ser que forme parte de la propia gentrificación. Me cuesta creer que en Lavapiés vayan a desaparecer las tabernas o los restaurantes típicos. Porque forman parte del negocio de la gentrificación. Pero sí ocurrirá lo que está ocurriendo en Venecia, por ejemplo: que los negocios permanecen pero quienes los mantienen se tienen que ir fuera de la ciudad porque no tienen dinero para vivir en ella. Eso sí me produce tristeza. Tampoco sé cómo se irán desarrollando las cosas. No sé si la pandemia pondrá coto a todos estos viajeros que parece que tienen que ir coleccionando ciudades como si fueran cromos.

P: Tampoco estamos teniendo en cuenta cuestiones como la evolución del teletrabajo, por ejemplo, y la posibilidad que genera para que se produzca un nuevo éxodo, pero esta vez de las ciudades a los pueblos.

R: Eso puede tener mucho sentido. Probablemente una de las pocas enseñanzas positivas que nos ha traído la pandemia ha sido que existen muchos trabajos que no requieren la presencia física de las personas. Si eso se implementa será fantástico, claro. Llegará más vida a esos lugares. Aunque tampoco sé si a veces eso compensa. También he leído estudios de sociólogos y psicólogos que sostienen que las ventajas del teletrabajo no son tantas como los perjuicios, en el sentido de que el ser humano necesita socializar y compartir. Tampoco sería bueno que hiciésemos de la sociedad una especie de cenobio repleto de celdas aisladas. No sé. Es difícil vaticinar cómo será Madrid en el futuro. Lo que sí soy es cada vez más optimista. A no ser que tome el mando un loco, al estilo de Fidel Castro o Chávez, que lleve la ciudad a la ruina y fastidie a dos o tres generaciones por su obsesión particular, yo soy siempre optimista. Es decir, yo no creí que fuera a ver una Gran Vía más humanizada, y ahora la he conocido. De pronto pasear por ella puede ser algo enormemente grato. La Plaza Mayor, por otro lado, pues hombre, me gustaba cuando tenía comercios de todo tipo; pero al mismo tiempo la han civilizado y ahora está más despejada. Al final lo que quiero decir es que ir de lamento en lamento no sirve de nada. Mis hijos añoran ya el Madrid de su infancia, cuando ese Madrid añoraba otro anterior. Es algo que seguirá pasando eternamente, porque va con cada persona, pero precisamente por eso no tiene sentido paralizarse por ello. Dicho lo cual yo por nada del mundo querría vivir ni en el Madrid de Carlos III ni en el de Felipe V o Felipe II. Estoy encantado de vivir en el Madrid de Felipe VI. Es algo que debería tener claro todo el mundo. ¿Qué no habría dado Isabel II por una aspirina? ¿O qué no habría dado Carlos V por un medicamento contra la gota?

P: ¿Cómo ves el Madrid del futuro? ¿Mantendrá su relevancia? ¿Cambiará algo después de la pandemia?

R: Hombre, tampoco tengo una bola de cristal y no te puedo decir. Llevamos desde 1561 con un Madrid que ha sido capital del reino, capital de la república, capital de una dictadura y capital de España. Si de repente alguien decide que España no es esto y que lo que hay es no se sabe qué, pues no lo sé. Lo que a mí me dice el hecho de que haya sido capital durante tanto tiempo es que se ha demostrado como una fórmula eficaz, precisamente por su equidistancia territorial. La cosa habría sido distinta si la capital hubiese estado en Barcelona, Sevilla o Lisboa, como se barajó en un momento. En este caso parece ser que la fórmula no ha funcionado mal. Tampoco ha funcionado mal París o Londres. Igual a alguien se le ocurre que sería más bonito trasladar la capital de Francia a Marsella. Es posible, porque locos siempre ha habido. Pero yo me inclino a pensar que el futuro seguirá siendo parecido a este. Igual luego aparece un tipo que diga que no, que esto tiene que ser una confederación como Suiza y que tiene que haber siete capitales distintas. Ahí no me meto. En cuanto a la pandemia, creo que Madrid va a salir muy quebrantada. Aún así, no hay que olvidar que esta ciudad ha conocido momentos muy complicados a lo largo de la historia: invasiones, hambrunas, motines, sitios, dictaduras, enfermedades… Es una ciudad grande. Saldrá de esta como ha salido del resto de encrucijadas. Quizás un poco a trompicones, pero saldrá. De eso no me cabe la menor duda.

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