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Manuel Arias Maldonado: "La pandemia ha sido causada antes por un déficit de modernidad que por un exceso"

El autor publica Desde las ruinas del futuro, un ensayo que no se centra tanto en vaticinar lo que vendrá tras la covid como lo que sería deseable.

Hace exactamente un año, la posibilidad de que una pandemia paralizase el mundo parecía impensable. Con la irrupción de la covid, sin embargo, se diría que muchos pensadores consideran asequible vaticinar el futuro que vendrá después de la enfermedad. Pero nada más lejos de la realidad. Para el politólogo Manuel Arias Maldonado existe una falla en el debate que comienza con el propio diagnóstico que algunos hacen de las causas de la epidemia de coronavirus. Antes que entrar a vaticinar nada, por tanto, le parece más saludable aclarar una serie de puntos negros, para después hablar no sobre lo que vendrá, sino sobre lo que tal vez sería deseable que viniese. Para desgranar todas sus ideas acerca de la situación en la que se encuentra la humanidad en estos momentos ha escrito su último libro, Desde las ruinas del futuro (Taurus). Hablamos con él:

Pregunta: ¿El virus nos ha cambiado, o nos cambiará más la crisis económica que viene?

Respuesta: Bueno… La respuesta corta a ese tipo de preguntas siempre tiene que ser que no lo sabemos. Ya sé que siempre hay prisa por determinarlas, pero la verdad es que es pronto para decir nada. Desde luego, el virus nos ha cambiado provisionalmente. Durante la etapa en la que el virus sigue siendo una amenaza directa es lógico que el ser humano se adapte y realice cambios. ¿Pero serán cambios duraderos? ¿Se traducirán en alteraciones de patrones de conducta en el futuro? Todo está por verse. Personalmente, creo que ninguna epidemia es eterna, evidentemente, y tiendo a pensar que cuando esta en concreto consiga ser superada terminará pareciéndose más a la gripe del 58 que a la gripe española. Es un hecho que la letalidad de la covid no se acerca ni con mucho a la de la epidemia de 1918. Además, tampoco es que este coronavirus haya sido demasiado letal entre los jóvenes, por ejemplo, algo que seguramente dejaría una huella en el tejido social mucho mayor. Lógicamente, sí que se están produciendo secuelas a nivel psicológico entre la población. Pero bueno, cuando hablamos de cambios estructurales en una sociedad creo que nos referimos a otra cosa. Y eso está por verse todavía. Existe la posibilidad, por ejemplo, de que el olvido sea muy rápido, precisamente por el deseo de volver a la vida. Sin embargo, por otro lado, como bien apuntas, si nos fijamos sobre todo en las sociedades occidentales, y en la española especialmente, todo indica a que la crisis económica va a ser dura. Ahora estamos un poco narcotizados con eso porque el mecanismo de los ERTE, allí donde los hay, está manteniendo en suspenso el desencadenamiento de esos efectos. A un precio, naturalmente, porque no deja de tratarse de deuda. Lo que pasa es que si nos ponemos a hablar del impacto de la crisis económica nos estaremos refiriendo a algo mucho más ordinario. Las crisis económicas ya las conocemos. No son algo tan "especial" como una pandemia de este nivel. Pero bueno, si tuviera que decir algo a día de hoy te diría que sí, que creo que los cambios políticos tendrán más que ver con la crisis económica que con otra cosa. Aunque en el caso de los españoles en particular, en la medida en la que pueda establecerse una conexión entre la crisis y la negligencia política a la hora de dar respuesta a la pandemia, ese tema también jugará su papel, probablemente.

P: El tema es que leyendo tanto vaticinio de pensadores que se atreven a asegurar qué nos deparará el futuro post-covid, uno se pregunta si alguna vez la humanidad ha sabido realmente hacia dónde camina mientras camina.

R: No, claro. Evidentemente. La humanidad no sabe hacia dónde camina mientras camina. Ahí, la pluralidad de creencias determina el sentido que cada uno le atribuye a la existencia individual, y no digamos ya a la colectiva. Está el que cree sólo en Darwin, por ejemplo, y piensa que la vida no tiene más sentido que su autoperpetuación; y está también el que le atribuye un sentido religioso al universo. La mayoría de ciudadanos, de hecho, no miran más allá de dos generaciones. Se reproducen, cuidan a sus familias y se mueren tratando de dar a su vida un sentido que tiene que ver sobre todo con la continuidad de sí mismos, de los suyos y del cuerpo social del que han formado parte. En el libro hablo un poco de eso. Del sentido de lo colectivo, siempre dentro de lo que se puede obtener dentro de un universo que nunca da respuestas claras. Samuel Scheffler ya introdujo un par de conjeturas que indagaban acerca de cómo reaccionaría el individuo si supiera que la humanidad va a extinguirse una vez él muera o si supiera que todavía le sobrevivirá un centenar de años, aproximadamente. La conclusión a la que llega es interesante en este sentido, y contraviene algunas películas de ciencia ficción que conocemos, incluso. Él dice que en el primer supuesto caeríamos en la abulia y la desesperación porque lo que le da sentido a nuestra existencia es compartirla. Eso no significa que tengamos que ser solidarios y fraternos por ley, ni pasar todo el día rodeados de gente para encontrarle sentido a nuestra vida. Pero sí que es una realidad que encontramos sentido en el hecho de que somos muchos y no uno solo. La pandemia nos recuerda precisamente nuestra mortalidad y vulnerabilidad; que vivimos en un planeta del que dependemos, cuyas condiciones hospitalarias son esenciales para nosotros. Pero si esto se va a traducir o no en una mayor gravedad moral de la especie, o en una mayor reflexividad con respecto a nuestra relación con el medio ambiente —algo que ya estaba empezando, al hilo del cambio climático—, tampoco podemos saberlo. Insisto en que también existe un instinto de supervivencia que nos empuja a olvidar. Cada día olvidamos que vamos a morirnos, por ejemplo. El olvido recurrente hace difícil anticipar nada. Lo que sí me atrevo a introducir en el libro es que esta situación podría servir para apuntalar una concepción de la humanidad ligada a ese rasgo mínimo, que compartimos todos, y es que somos seres biológicos. Tampoco me hago muchas ilusiones con esto, la verdad. No creo que vaya a traer un gran gobierno mundial ni una sostenibilidad permanente; pero sí espero que pueda forzar a cuestiones más concretas, como una mejoría de la OMS, más transparente, o la creación de protocolos más eficaces de prevención de enfermedades, entre otras cosas.

P: Ese es de hecho uno de los temas que más has tocado: la relación del ser humano con la naturaleza.

R: Sí, bueno. Es uno de mis temas predilectos de investigación. Hice mi tesis sobre eso; mi primer libro versó sobre lo mismo; y hace dos años tan solo publiqué también Antropoceno. La mayor parte de mi investigación académica en inglés gira en torno a la teoría política del medio ambiente. Siguiendo esa línea, por tanto, al final de Desde las ruinas del futuro sugiero algunas de las posibles enseñanzas de la pandemia, de las que se derivaría el corolario de la Ilustración pesimista. Una de ellas es que no podemos controlar ni predecir los acontecimientos de manera exacta; y la otra, que creo que la pandemia sí que confirma, a su manera —que no es la manera de otras posibles catástrofes naturales—, la necesidad de reorganizar de forma sostenible las relaciones socionaturales. Siendo la propia distinción entre sociedad y naturaleza una distinción dudosa, en parte. En mi opinión existe un grado de hibridación bastante grande; pero a diferencia de mis colegas marxistas, yo creo que, al menos de manera analítica, sigue resultando interesante diferenciar entre lo natural y lo social. Fíjate que igual que el cambio climático de ahora parece poder merecer el calificativo de fenómeno socionatural, ya que la influencia antropogénica, con las emisiones de CO2, así lo sugeriría, yo no tengo tan claro que podamos hablar en los mismos términos cuando nos referimos a un virus. Creo que los virus pertenecen a esa parte del mundo no humano en la que la capacidad de control o influencia del hombre es reducida. La cantidad de virus y bacterias es literalmente incontable; y la fricción socioanimal es incontrolable. Esto acercaría el virus a esa parte del mundo no humano que es autónoma del ser humano, en buena medida, como por ejemplo los terremotos o la posición del planeta respecto de la órbita solar. Esa última determina la temperatura del planeta, por ejemplo; y ahí podemos hacer muy poquito, de momento. Pese a todo, con el virus seguimos hablando de relaciones socionaturales por esa mediación animal necesaria para que se dé el contagio. Sloterdijk hablaba por ejemplo de la necesidad de determinadas políticas de inmunización. En ese sentido yo creo que la pandemia sí que puede relacionarse con el esfuerzo pendiente que nos queda por hacer para asegurarnos de que el planeta vaya a seguir siendo hospitalario para el ser humano; que el Antropoceno no nos va a conducir a un estado planetario inhóspito o menos benigno del que hemos disfrutado durante el Holoceno. Al final, diferentes factores como la temperatura media, o la calidad del aire y del agua, nos han permitido prosperar como especie, aunque esto se haya hecho a costa, a menudo, del bienestar de otras especies. Para mí eso también merece atención. Esta conexión del virus con los animales también debería llevarnos a reflexionar acerca del tratamiento que les dispensamos. Y creo que va a ser uno de los temas del presente siglo. Pero insisto, esto no significa que el virus sea un problema del cambio climático. Simplemente se ha manifestado durante el Antropoceno y de pronto ha reflejado el tipo de fricciones socionaturales que a día de hoy son moneda corriente debido a la expansión humana en el planeta y al elevado grado de interacción que tenemos con él.

P: Por otro lado, algunos de los cambios radicales que se supone va a traer la pandemia, según señalan muchos pensadores, ya estaban antes. El discurso ecologista, ligado al cambio climático, ya acaparaba la atención de la población; y el populismo ya jugaba un papel primordial en los países occidentales, por ejemplo. ¿Ha cambiado algo, realmente?

R: Exacto. Precisamente por eso lo que yo hago en el libro es preguntarme bajo qué condiciones podemos hablar de la pandemia. Creo que no deberíamos hablar de ella a través de vaticinios ni profecías; o afirmando que todo ha cambiado, cuando en realidad sólo ha cambiado provisionalmente. Uno se encuentra con gente, por ejemplo, que dice que la pandemia ha demostrado que si se tiene voluntad política suficiente se puede combatir muy rápido el cambio climático parando el mundo, como se ha hecho en lo peor del coronavirus. Bueno, es que eso pierde de vista que el mundo se ha parado temporalmente. Si el mundo se parase durante un año entero, las consecuencias serían catastróficas. A día de hoy no hay un modelo alternativo que se deduzca de la acción improvisada que se ha llevado a cabo contra la pandemia. Tampoco se pueden sostener afirmaciones como que el capitalismo va a caer. Todo eso parecen más expresiones de un deseo que otra cosa. Pero yo creo que uno no debería utilizar la pandemia para continuar defendiendo lo mismo que defendía antes sin que exista una conexión real entre una cosa y otra. Por eso planteo, como objetivo del debate deseable, distinguir entre la descripción de lo que ha pasado, la explicación de las causas de lo que ha podido suceder y, por último, los posibles significados del virus y los mandatos que puedan derivarse de él. Es algo diferente a limitarse a decir que la pandemia demuestra que uno tenía razón antes de que nada sucediese; postura un tanto pueril, en mi opinión. Se habla mucho ahora, por ejemplo, de que la pandemia pone de manifiesto los riesgos que está trayendo el cambio climático. Bueno, pues no está tan claro tampoco. Quiero decir, que un mundo recalentado producirá nuevos virus parece posible, pero que este virus concreto sea un efecto de eso no parece tan evidente. O se dice también que es un efecto de la explotación humana de la naturaleza. Bueno: si el virus hubiera venido de una cadena industrial de producción de alimentos tendría mucho sentido. Pero es que todo indica más bien que la infección ha sido bastante "primitiva", entre comillas. Un señor que se come un pangolín que había sido infectado previamente por un murciélago en un mercado de animales salvajes en China. En ese sentido yo veo que el virus ha sido causado antes por un déficit de modernidad que por un exceso. La pandemia ha sido posible debido a la ausencia de medidas de seguridad alimentaria en China, principalmente. Lo que quiero decir es que el virus no demuestra necesariamente muchas de las cosas que algunos querrían que demostrase. Y el problema está, yo creo, en que las pandemias son tan viejas como el sedentarismo humano. Por lo tanto, encontrar en esta en concreto alguna novedad extraordinaria resulta muy difícil, cuando menos. Otra cosa es que en la medida en que se propaga en un mundo globalizado, la pandemia exhibirá algunos de los rasgos de ese mundo. Pero eso no se trata de una novedad radical. En todo caso la novedad radical la encontramos en el modo en que el mundo reacciona contra la pandemia. Esa paralización global no se produjo en el 57 ni en el 68, cuando hubo 30.000 muertos en Francia en un único mes. Entonces se asumía, de alguna manera, que había un número de personas que iban a morir y que no se podía hacer mucho al respecto. En esta ocasión, en cambio, hemos optado por tratar de proteger el máximo posible a la población.

P: Me parece interesante la tesis de que la pandemia se puede deber más a un déficit de modernidad que a un exceso. Al final no deja de parecer evidente que con menor modernidad seguirían existiendo riesgos, pese a todo; que un retroceso tampoco garantizaría nada, vamos.

R: Por supuesto. Fíjate, la última obra importante de Ulrich Beck, que es el creador de la teoría de la sociedad del riesgo, no menciona los riesgos epidémicos, por ejemplo. No aparecen en el libro. Él se centra mucho más en los riesgos asociados a la modernización y al desarrollo tecnocientífico. De hecho, el éxito de su teoría viene de que se publicó justo después de la catástrofe de Chernóbil. Lo que pasa es que incluso entonces, ya en el origen, su tesis era discutible. Chernóbil puso de manifiesto el riesgo de que se produjese un accidente nuclear. ¿Pero cuántos accidentes nucleares ha habido en Francia? Los franceses tienen 60 centrales, si no recuerdo mal, y se proveen de energía limpia de CO2, aunque no tan limpia en otros aspectos, a pesar de que la energía nuclear sigue despertando un amplio rechazo en algunos sectores de la opinión pública. Las epidemias, por su lado, son un riesgo que se manifiesta de una forma particular, pero ni siquiera está claro que sean riesgos modernos. Son riesgos del Holoceno que sobreviven en el Antropoceno. El virus no está causado tanto por una modernidad desviada, creo yo. Esa en concreto es la tesis que se plantean quienes abogan por el decrecimiento y el desmantelamiento del sistema capitalista, en la búsqueda de una vida más autárquica y comunitaria. Mi tesis, por el contrario, se ajusta más a que existe un déficit de modernidad, que se traduce, en el caso del coronavirus, de dos maneras: por un lado en la respuesta casi medieval y rudimentaria del confinamiento que se ha llevado a cabo en la mayor parte de los países —incluyendo muchos de los países ricos occidentales—; y por otro lado en que el país del que viene el virus —no hay que olvidar que la mayor parte de las epidemias modernas vienen de Asia— todavía se encuentra en una fase de modernización salvaje en la cual la alta tecnología coexiste, entre otras cosas, con una alarmante falta de seguridad alimentaria, por ejemplo. Si nos lo planteamos, la zoonosis sólo es erradicable si erradicamos también cualquier contacto humano con animales, algo que parece poco probable. La paradoja del riesgo es que en una hipotética sociedad de riesgo cero no podríamos actuar ni a nivel individual ni colectivo. No podríamos hacer nada. Y en el fondo lo que pasa es que existe otra paradoja: el riesgo exitosamente prevenido no tiene efectos anímicos ni políticos. Es invisible. En cambio, el riesgo que se materializa en catástrofe sí que se manifiesta. Y en una sociedad como la nuestra, cuya conversación pública se articula a través de las redes sociales, ese tipo de cuestiones son fácilmente magnificadas. Casi te diría que en sociedades como las nuestras, en las que pasan pocas cosas, cuando pasa algo de repente, el impacto psicológico es mayor. Estamos menos acostumbrados a los desastres y a la muerte. Fíjate los primeros ilustrados, por ejemplo, que antes del optimismo decimonónico convivían con guerras de religión, con hambrunas, con terremotos, etcétera, y eran perfectamente conscientes de todo esto. La solución, por tanto, no puede pasar por la parálisis del movimiento humano. Al contrario, habría que recordar que vivimos en sociedades tremendamente eficaces en la prevención de riesgos, muy complejas, con altos niveles de población y bienestar; y que como existen riesgos inerradicables, tal vez lo que deberíamos hacer es esforzarnos más en mitigar aquellos que sí se materializan.

P: En el libro también dedicas varias páginas al debate sobre los riesgos reales y ficticios de las derivas autoritarias que se aprovechan de los estados de excepción. Mencionas de pasada el gran tema de la desinformación. Precisamente el coronavirus ha permitido que algunos políticos se apoyen en la desinformación científica para llamar la atención sobre la necesidad de vigilar la información. ¿Qué opinas de ese debate?

R: Es un tema muy interesante. Y para mí lo primero que habría que decir es que las fake news, los rumores y las creencias populares acerca del virus tampoco parecen haber tenido una repercusión extraordinaria en la gestión de la pandemia. El número de personas que han bebido lejía tampoco es que haya sido muy elevado, vamos. Y el caso es que siempre va a existir un grupo de personas escépticas, o que se aferran a creencias un poco delirantes, en ocasiones. De hecho el movimiento antivacunas ya existía antes de la pandemia. Pero no dejan de ser excepciones. A mí me parecen mucho más preocupantes otro tipo de desinformaciones, algunas de las cuales son protagonizadas precisamente por los gobiernos. De hecho, en realidad, la máquina más peligrosa de desinformación es siempre la de un gobierno. Y en España lo hemos visto, no hay que irse muy lejos. Aquí se le quitó importancia al virus porque había un interés evidente de que tuviese lugar la famosa manifestación del 8-M. Entonces se envió un mensaje a la población que no era el mejor mensaje. Eso nos mantuvo distraídos durante un tiempo precioso que debería haber servido para prevenir que no sucediera lo que ya estaba sucediendo en Italia. Más adelante, casi te diría también que cuando después se dijo que se había vencido al virus se incurrió en lo mismo. Aunque eso no fue tan grave, claro, pues se trataba de estimular la economía. Pero pese a todo, es evidente que se transmitió un mensaje que no era exactamente correcto. Al final, para hablar de todo esto tenemos que hablar de la relación de la ciencia con la política. Lo que hemos visto en esta crisis es que la ciencia puede utilizarse no sólo como fuente de información necesaria para tomar decisiones políticas, sino también como pretexto para blindar decisiones políticas prefijadas, sugiriendo de paso que se está haciendo lo único que se puede hacer, por más que ese tipo de afirmaciones sean fácilmente desmentibles a través de una simple comparativa internacional. El riesgo agravado, además, sería que se intentase perseguir como enemigos de la ciencia a aquellos que lo único que hacen es cuestionar las decisiones del gobierno y plantear alternativas. Esto ha sido especialmente visible porque durante unos meses hemos estado lidiando con un objeto, el virus, que no conocíamos lo suficiente. El grado de certidumbre científica ha ido ajustándose de manera muy paulatina. Ahora se tienen más claros los métodos que permiten salvar muchas más vidas que durante la primavera. Por conectar todo eso con el asunto de los riesgos iliberales que pueden acarrear los estados de excepción, claro, el estado de alarma es un paraguas que admite muchas formas. Y algún tipo de excepcionalidad tiene que ser aceptada cuando es necesario dar prioridad a la eficacia de las decisiones. Cuando no hay tiempo, lo que prima es la rapidez de la respuesta. El estado de alarma no es preocupante de por sí. Al fin y al cabo es reversible, y ya ha sido utilizado en el pasado. Lo que sí que es preocupante es que pueda ser utilizado por grupos políticos con una agenda iliberal o populista más o menos explícita. Es normal pensar que son ellos precisamente los que se sentirán más tentados de aprovechar la pandemia para fines espurios con modificaciones legales, o incluso lanzando mensajes a la opinión pública acerca de lo que es aceptable decir y no decir en el futuro. En ese sentido, el famoso comité de desinformación de Moncloa parece cuanto menos inoportuno, desde luego. La propia Unión Europea ya ha dicho que eso de que dependa directamente del Gobierno tampoco puede ser. Pero yo no sé si el Gobierno incidirá en esta vía, aunque el hecho de que Podemos forme parte sí que legitima la duda. Al final el campo de juego es ese: populismo, con su propia versión de la democracia —si es que puede llamársela así—, contra la democracia liberal constitucional. En ese sentido llama mucho la atención el impulso legislativo que ha cogido este Gobierno, en los últimos meses sobre todo, en un contexto que más bien sugeriría la necesidad de centrarse en el control de la pandemia casi exclusivamente. No parece que sea el momento de tocar otros asuntos, como están haciendo, vamos.

P: Con respecto a ese tema: a finales de marzo circuló un vídeo de Pablo Iglesias explicando precisamente que era necesario aprovechar los estados de excepción para determinar el rumbo político del país. Después hemos vivido una moción de censura en la que Santiago Abascal utilizó un discurso con tintes antieuropeístas, apoyado además en algunas soflamas que recordaban a Donald Trump. ¿Hasta qué punto el miedo lógico a la deriva iliberal del actual Gobierno facilita que el debate político se convierta en una mera lucha entre populismos de signo contrario?

R: El problema es que cuando un cuerpo político se intoxica de populismo es muy difícil erradicarlo. Si el populismo te ha llevado al Gobierno, además; si consigues convertirte en parte de un Gobierno de coalición después de haber agitado el tremendismo y estimulado el resentimiento durante los años de la crisis económica, como le pasó a Podemos, ¿cómo le explicas después a tus rivales que el populismo no produce beneficios? Es muy difícil. Parece más bien que existe un incentivo para hacer populismo, porque ha demostrado que es una herramienta eficaz para alcanzar el poder. Las cosas son así. Tampoco tienen tanto misterio. Yo nunca le vi demasiado mérito al ascenso meteórico de Podemos, porque era un partido que le decía a los españoles durante la crisis lo que querían oír. Y esa es una de las claves a las que deberíamos prestar atención. Podemos nació y se hizo fuerte durante una crisis económica brutal. La teoría política populista es muy consciente de que las crisis son los momentos en los que es más fácil aprovechar la amalgama de malestares de la sociedad y dirigirla hacia una dirección concreta. Empaquetarla, por ejemplo, como la cólera de los de abajo contra los de arriba. Es algo que desde Podemos tampoco han ocultado nunca. Errejón lo explicó muy bien, y Podemos lo llevó a cabo con éxito. En ese sentido sí que me pareció mucho más meritorio que un discurso racionalista y pragmático como al menos era el de Ciudadanos en un principio tuviera un cierto éxito. Claro, el ansia de regeneración en el contexto de una crisis también les ayudó. Pero lo fundamental es que el paso del aprovechamiento de las crisis al aprovechamiento de los estados de excepción es natural. ¿Por qué? Pues porque son momentos en los cuáles es posible reconfigurar fácilmente la comunidad política y concentrar el poder en un soberano que se erige en portavoz de la voluntad popular. Todo lo teorizó ya Carl Schmitt, del que los populismo postmarxistas se alimentan. Para ellos la voluntad popular, además, y esto se ve mucho en los tuits de Podemos, no puede ser cuestionada ni detenida por leyes ni por jueces. Da igual cualquier sentencia negativa, porque la voluntad popular está por encima. ¿Y tiene esto éxito? ¿No lo tiene? Bueno… va teniéndolo. La función del Parlamento en estos momentos está muy difuminada en España, a pesar de que estamos en un momento de minorías que fuerzan a la búsqueda necesaria de pactos entre partidos. Sin embargo, parece que pervive una especie de afán presidencialista, volcado claramente en la figura de Pedro Sánchez, y un deseo de moralizar el enfrentamiento entre los bloques de izquierda y derecha. En otras palabras, se está queriendo equiparar el diálogo entre izquierda y derecha con el diálogo de los de abajo contra los de arriba. Lo que se busca en realidad es enmascarar que la verdadera oposición en estos momentos es la que enfrenta al populismo con la democracia liberal. Claro, para partidos como Podemos o ERC —es imposible desvincular la repercusión que tuvo la crisis económica en el Procés—, estos estados de excepción son muy deseables. Lo que pasa es que también son inevitables; y esto es algo que creo que es interesante subrayar. Son necesarios en momentos drásticos. La cuestión es qué articulación jurídica les das, con qué grado de seriedad, y qué tipo de provisiones introduces en la negociación asociada a la aprobación parlamentaria de cualquier estado de alarma.

P: Por regresar a los temas que trata el libro. ¿Hasta qué punto seguimos profesando una fe excesiva en la ciencia?

R: Es difícil decirlo. La ciencia no es infalible, claro. Esa es una cuestión que tiene que ver más con qué podemos conocer realmente. Es la pregunta de Kant. ¿Qué puedo conocer? ¿Qué puedo saber? Y la ciencia puede saber muchas cosas, evidentemente. Tiene aplicaciones prácticas que obviamente funcionan. Pero eso tampoco significa que nuestro conocimiento sobre el mundo sea perfecto. Creo que una parte del debate acerca de la relación entre la ciencia y la política a lo largo de la pandemia debería haber servido para ilustrar este punto. Así habría sido posible, tal vez, que algunos ciudadanos hubiesen aprovechado la ocasión para abandonar una fe quizás demasiado ingenua en la ciencia. Podríamos habernos dado más cuenta, a lo mejor, de que muchas de las soluciones que ofrece la ciencia, sobre todo al principio de una amenaza desconocida, no pueden ser más que meras tentativas. Hace falta mucha prueba y error antes de afianzar modelos seguros que, de todas maneras, nunca serán completamente infalibles. Y al final las decisiones políticas al margen de la ciencia son inevitables siempre. Por ejemplo: ¿cerramos los colegios o los dejamos abiertos? Es una decisión meramente política. Los científicos hablarán después desde su posición especializada. Pero es que no es lo mismo lo que te pueda decir un epidemiólogo que un ecólogo o un economista. Las prioridades de todos ellos pueden diferir de las de los políticos, además, aún cuando las de los políticos se encuentren más alineadas con los intereses generales. A lo mejor un epidemiólogo jamás habría optado por abrir los colegios, cuando el político tiene en cuenta que es un riesgo que hay que correr para permitir que los adultos puedan teletrabajar sin demasiados contratiempos. Ahora bien, más allá de todo esto, también deberíamos preguntarnos si realmente tenemos tanta fe en la ciencia como algunos sostienen. Yo creo que sí, pero no. El cuarenta por ciento de los españoles no se quiere vacunar, sin ir más lejos. Me da la sensación de que la confianza en la ciencia es mayor en las élites, en todo caso. Y a ver, no es que la ciencia no haya dado motivos para la fe. Ha demostrado que funciona. La viruela fue erradicada. Pero otra cosa es llegar a creer que no falla nunca. Y aquí vuelve a entrar en juego el factor que tanto hemos comentado de la relación entre la ciencia y la política. La política al final vive de hacer promesas. Y muchas veces esas promesas no se sostienen. Son las que están detrás, por ejemplo, del crecimiento elefantiásico del estado del bienestar, que se sostuvo en esa especie de juego de la silla que consistía en seguir alimentando la deuda con la esperanza de que le tocara pagarla al siguiente en llegar al poder. Lo que yo planteo en el libro es que por más que el comienzo del siglo XXI esté siendo percibido como un comienzo catastrófico —del 2001 a la crisis y de la crisis a la pandemia—, todo varía en función de con qué lo compares. En el fondo esa percepción se debe más a una serie de expectativas frustradas que a otra serie de desastres objetivables o cuantificables. Hasta llegar a los extremos del siglo XX, que fue el siglo de los horrores, todavía nos queda mucho camino por recorrer. El XIX fue el que creó el optimismo racional: ahí están Hegel o Comte. Hay una serie de autores que, a través de distintas metodologías y tesis, sugieren que la razón es capaz de todo si se lo propone. El comunismo marxista es el ejemplo más claro: "Nosotros somos una ciencia y vamos a generar científicamente la sociedad sin clases en la que ni siquiera será necesaria la política porque los conflictos habrán desaparecido", decían. Tú fíjate el grado de ingenuidad. Pero los primeros ilustrados no eran así. Es lo que he dicho antes. Kant decía que una vez nos parásemos a pensar por nosotros mismos, todavía haría falta mucho tiempo hasta que la sociedad pudiese llegar a ser una sociedad realmente ilustrada. Mientras tanto, estamos en una época de lenta Ilustración. Quizás esa perspectiva es la que hemos perdido con el paso del tiempo. Entre otras cosas porque la humanidad ha conseguido grandes logros. Durante la fase final del siglo veinte, en el mundo post-comunista, los avances han sido muy notables. Aunque se solaparon dos procesos que no iban a la par. Occidente en general le llevaba mucha ventaja a Asia, que es la que ahora se encuentra en pleno ascenso. Por eso el pesimismo que se respira ahora en Europa contrasta completamente con el optimismo desbordante que puede verse al otro lado del mapa. Yo lo que intento plantear es la necesidad de recordarnos que la razón tiene su lado oscuro y que los accidentes son inevitables. Eso conduce a una Ilustración pesimista, que no deja de ser Ilustración, porque todavía sigue confiando en la razón como único centro posible para la realización de la vida social. La irracionalidad no es un camino mejor.

P: Por introducir en este asunto una noticia que está de actualidad. Ahora está en boca de todos la controvertida ley Celáa. Hasta donde yo recuerdo, no ha habido ninguna ley de educación en las últimas décadas que haya sido bien recibida. ¿Tiene sentido la crítica que dice que no estamos sabiendo educar a las nuevas generaciones en ese "lento periodo de Ilustración" que has mencionado?

R: Hombre, es que la idea de una humanidad ilustrada tiene mucho de quimérico, por el momento. Lo que ocurre es que tampoco debemos caer en la confusión y pensar que todas las sociedades son como la española. Por supuesto, hay sociedades donde el debate público está mejor ordenado, donde los medios de comunicación son más rigurosos y donde hay mayor serenidad decisoria. Pienso en Alemania. Pienso en Suecia. Ejemplos hay. ¿Es difícil llegar ahí? Por supuesto. Y las condiciones de partida, desde luego, influyen. Pero fíjate también que cuando hablo del pesimismo de la Ilustración tengo en cuenta también cosas que abordé en el libro que publiqué en 2016, La democracia sentimental, que apuntan un poco a ese redescubrimiento de los límites de la racionalidad individual. Y por extensión, también, los límites de la racionalidad colectiva. Hemos redescubierto que los ciudadanos, cuando desarrollan preferencias políticas, por ejemplo, no son tan racionales. Se dejan llevar por las emociones, por las influencias familiares, etcétera. Eso limita mucho la cantidad de razón que pueden contener los debates parlamentarios. Las redes sociales nos han permitido constatar esto de manera muy visible. Romantizar la opinión pública como un potencial latente que no se deja ver porque los medios de comunicación son verticales y el ciudadano no puede hablar, ya no se sostiene demasiado. Hablar de una única esfera pública es inexacto, además. Hay individuos, y conversaciones y círculos concretos. Habría que hablar de esferas públicas, como diferentes salones donde se congrega la gente. Pero la opinión pública de masas no es una opinión pública refinada ni que se oriente hacia la razón. Y eso es algo que los partidos políticos saben muy bien y de lo que se aprovechan. La competición electoral resta elementos de razón al debate público. Una vez uno descubre que puede mantener o aumentar sus votos mediante la manipulación, la mentira, la distorsión o la exageración, haría falta una convicción ética muy fuerte o vivir en una cultura política que sancione eso de manera muy drástica para resistirse a la tentación. ¿Significa eso que no existen ciudadanos que se esfuerzan por desvincularse, en la medida de sus posibilidades, de los lazos emocionales que les conectan con determinadas ideologías o partidos? Los hay. Son pocos, comparativamente hablando, pero los hay. Y a menudo, por cierto, esto no tiene que ver con la educación. Las personas más educadas y mejor formadas son muchas veces las más capaces de encontrar mecanismos racionales que afiancen sus emociones identitarias. Pero, de nuevo, aquí la respuesta no puede ser el desánimo. La cosa no es resignarse a volver a la tribu. La respuesta debe ser seguir luchando contra esto, tanto en el plano individual como, si es posible, en el colectivo. Ten en cuenta también que las sociedades liberales no pueden hacer más que crear las condiciones que permitan la creación de individuos autónomos. Lo que no puede es perseguir al individuo para que sea autónomo. Uno puede leer cuatro periódicos o no leer ninguno, pero no vas a castigar al individuo que no los lee. Y dicho sea esto sin desdoro tampoco del ciudadano que no lee periódicos. Porque puede ser más autónomo que uno que los lee. En este sentido no existen correlaciones exactas. Sí que es verdad que en España, si mencionamos la educación, creo que nos hemos ido alejando cada vez más de la idea, en la que insistió mucho el difunto Sánchez Ferlosio, de la educación como instrucción. Es decir, como transmisión de conocimientos consolidados, de los cuales emergerá forzosamente un ciudadano con la capacidad de ser autónomo y, eso que se dice tanto, crítico o reflexivo. Estar instruido es la condición de posibilidad del pensamiento crítico. Cuando un chaval de 16 está contra todo está siendo crítico, es cierto, pero no tiene nada detrás que lo sostenga. Es un impulso adolescente, poco más. La instrucción es más importante para mí que la educación en valores. Todo eso ya llegará por añadidura. La crítica, la independencia, la convicción en valores morales fuertes… Todo eso no puede llegar sin una instrucción previa. Y eso es algo que la educación española ha ido abandonando debido, un poco, a ese propósito de integración que ha ido en detrimento de la exigencia. Ojalá tuviéramos un bachillerato como el que tienen en Francia, por ejemplo, que es un bachillerato verdaderamente exigente. Porque al final ese debate que contrapone el grado de exigencia e integración me parece un falso dilema. En general, las personas dan en función de lo que se las exige. Si a uno le exigen un cinco, pues llegará al cuatro o al tres. Si a uno le exigen un diez, llegará al nueve, al ocho o al siete. A fin de cuentas la educación se orienta al beneficio de la colectividad. Y creo que España tiene un grave problema a la hora de producir élites cognitivas. Algo que además se refleja en nuestra clase política de manera cada vez más deprimente.

P: Por terminar: ¿hasta qué punto la Ilustración pesimista corre el riesgo de caer en el pesimismo lúdico de la posmodernidad?

R: En el libro diferencio claramente esas dos posibilidades. Ya desde la Escuela de Fráncfort y la teoría crítica aparecen pensadores que se entregan a una especie de teleología negativa. Ellos son los que niegan que haya progreso y los que dicen que para admitir la idea de una humanidad bien encaminada es necesario acabar con la sociedad tal y como la conocemos y construir sobre unas bases totalmente nuevas. Recurren a la cantinela, a mi juicio un poco fácil, de la alienación. "La persona que va a El Corte Inglés está alienada porque está honrando una falsa necesidad que le ha sido inculcada por el sistema". Para lo que no tienen explicación quizás es para el ciudadano que se queda en casa leyendo un libro y no va a El Corte Inglés a comprar ningún paraguas. El hecho de que puedan coexistir esos dos tipos de individuos en la misma sociedad nos debería hacer llegar a la conclusión de que el sistema no produce forzosamente seres alienados. En esa línea, ¿la posmodernidad qué es? Pues la renuncia a los grandes relatos; la renuncia a la razón como guía orientadora de las sociedades humanas. Una especie de introspección lúdica. Un "yo me voy a dedicar a jugar"; un "yo quiero estar tranquilo"; "no me creo nada de lo que me estás vendiendo: el progreso, la democracia… todo es un desastre". Se refugian en la ironía y en la metarreferencialidad mientras renuncian a la trascendencia y a las grandes construcciones teóricas. Y es algo que está muy bien, que me parece muy interesante. Tuvo su momento. En realidad creo que habría que entenderlo más como parte de la modernidad que como una finalización de la misma. Se trata de una derivación de la razón crítica que se aplica a sí misma. Pero el problema es que llevado al extremo nos deja sin suelo: sin fundamento normativo. Es el abrazo del vacío. Por eso yo diferencio la Ilustración pesimista de la posmodernidad. La Ilustración pesimista se hace cargo de los desengaños de la modernidad. Se hace cargo de sus propios errores y defectos. Los asume como inevitables. No se ve a sí misma como portavoz de una razón infalible. Y aquí yo creo que la perspectiva temporal es esencial. Kant escribe antes de la Modernidad; Hegel escribe en un momento de gran optimismo porque las mejoras materiales comenzaban a visualizarse y todo favorecía a la creencia en una razón omnisapiente; Adorno y compañía escriben en el agujero de la posguerra; los posmodernos escriben en los setenta y ochenta, en una fase de capitalismo tardío donde el bienestar coexistía con un cierto descreimiento; y nosotros estamos en otro momento. Nuestro tiempo requiere un diagnóstico propio, a mi juicio. Y para mí, ese diagnóstico es lo que esbozo como una Ilustración pesimista.

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