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Rosa Belmonte

Te cambio una novela por un peine

Coronel Ignotus es el autor de más de veinte novelas de ciencia ficción. Pero en España difícilmente se ha instituido como género.

Coronel Ignotus es el autor de más de veinte novelas de ciencia ficción. Pero en España difícilmente se ha instituido como género.
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Estamos en el siglo XXII. María Josefa Bureba, ingeniera aragonesa conocida como Pepeta, es científica y capitana de la Novimundo, enorme nave con la que recorre el espacio y lucha contra su enemiga y rival de amores, Miss Sara Sam Bull, comandante de la Armada Atmosférica del Imperio del Águila Bifronte del Atlántico (británicos y norteamericanos). El autor de esta fantasía es José de Elola (1859-1933), que con el seudónimo de Coronel Ignotus es el autor de más de veinte novelas de ciencia ficción. Elola es creador en España de la ‘Space Opera’ (lo que es ‘La guerra de las galaxias, vamos) en un tiempo en que fuera lo hacía Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán. Pero Elola no aparece en  Mundos al descubierto. Antología de la Ciencia Ficción de la Edad de Plata (1898-1936), que ha editado Renacimiento con selección y prólogo de Juan Herrero Senés. No está por dedicarse a la novela larga.

Herrero Senés escribe que “en la literatura española modernista la ciencia ficción no se constituyó como un género distintivo --es decir, como modalidad literaria-- atractivo para que algunos creadores se dedicaran a él de manera continuada --cosa que sí ocurrió con la novela erótica o la folletinesca--, pero sí como un modo literario novedoso, atractivo y peculiar”. En España se leía a Thomas Moore, a Julio Verne, a Poe, a H.G. Wells, a Mary Shelley, a Conan Doyle, a J.-H. Rosny o a Edward Bellamy. Lo que los escritores españoles hacen son incursiones en el género. Y ahí están Unamuno, Baroja, Azorín, Pardo Bazán, Fernández Flores, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, Agustín de Foxá, Luis Bello, Ángeles Vicente o Ramón y Cajal. En general, se trató de cuentos o novelas cortas.

Por lo general, dice el prologuista, hay en los autores cautela y pesimismo, prevalecen las distopías sobre las utopías, hay desconfianza frente a lo nuevo y el ser humano no sale muy bien parado. Es egoísta, interesado o un inútil. Como ahora. Se desconfía de los científicos, que buscan enriquecerse o la gloria, pero no el bien de la humanidad o el avance de la ciencia. Los políticos que los apoyan son corruptos, cínicos o déspotas. Un futuro como el presente. El progreso va contra la cultura humanística. Y concluye que el objetivo primordial de la mayoría de estos escritos no es enseñar o divertir, sino advertir y rebajar el optimismo frente al porvenir.

De Unamuno es Mecanópolis (1913), que cuenta la historia de un hombre perdido en el desierto que llega a una ciudad donde no hay humanos, sólo máquinas muy avanzadas. El hombre se mete en un tren, no hay nadie y se pone en marcha. En una sala de conciertos, los instrumentos tocan solos y el Eco de Mecanópolis da cuenta de ese hombre llegado a la ciudad. “No puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos”. En Profecías y símbolo de las termitas, Agustín de Foxá reflexiona sobre las sociedades humanas a partir de esos diminutos insectos. Se trata de una hipótesis fictocientífica. En Los intelectuales, Azorín imagina una isla donde las autoridades pretenden eliminar toda actividad artística para que sus habitantes vivan tranquilos. Pero se detecta cierta propensión peligrosa a la poesía. Un inventor les ofrece una máquina donde las ideas de un poeta o un novelista producen objetos útiles. “Un poema, por ejemplo, se transformaba en peines, o en jabón, o en cepillos. Se libraban los ataraxianos [el gentilicio del sitio] de un peligro evidente…”.  Gómez de la Serna escribió El dueño del átomo (1928), donde un científico estaba obsesionado con encontrar el método para la fisión del átomo. A su mujer la conquistaba así: “Somos dos átomos y vamos a forma una molécula”. Luego se sintió orgulloso de que su cuento hubiera adelantado la invención de la bomba atómica.

De Ramón y Cajal es La vida en el año 6000, donde no se come diariamente. “Aquí se destina una semana a cargar la máquina combustible, y no nos acordamos más de ella hasta la siguiente semana”. Tampoco se mueven mucho. “No salimos de casa a pie, sino en globo o en ferrocarril eléctrico; no llevamos bastón a fin de no cansar la mano sin motivo”. El amor también ha sido suprimido y “la literatura olvidó a Echegaray y a Víctor Hugo”. Hombre, con el primero acertó. Tiene gracia que Ramón Pérez de Ayala, en la obra de teatro futurista ‘La revolución sentimental’, tenga también la obsesión por la comida. En su régimen totalitario inventado ni existe la palabra impresa, ni los sentimientos, ni la comida.

En esta antología, a Granada no la destruye un terremoto, pero sí un volcán. Ángel Ganivet lo cuenta en Las ruinas de Granada, el texto más antiguo de toda la colección. Va a visitarla cuando es como Pompeya. Pero no crean que Granada lleva lo peor, que Londres también ha sido sepultada en el mar. Ya dice el antólogo que prima el pesimismo. “Eso debió de ser la Alhambra”, dice un personaje viendo algo en lo alto. Qué alegría de futuro que nos vaticinaron nuestros intelectuales. Alejandro Larrubiera en La mujer nº53 plantea un cambio de sexo. Pero la mente de uno en el cuerpo de otro. Como en Ponte en mi lugar o Cara a cara. Un tío quiere ser una mujer y lo meten en el cuerpo de una rubia. Luego se arrepiente, claro. ¿Quién habría querido ser una mujer hace cien años? Pero lo que más me gusta es la posibilidad azoriniana de convertir tantos poemas y tantísimas novelas en jabones y peines.

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