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Juan Milián: "El sanchismo ha extendido a toda España lo peor de los nacionalismos periféricos"

El politólogo analiza en El proceso español los paralelismos entre las estrategias del nacionalismo independentista y el actual gobierno de Sánchez.

Juan Milián es un politólogo privilegiado. Como miembro del Parlament de Cataluña pudo vivir en primera persona cómo se gestó todo aquello sobre lo que escriben tantos de sus colegas actualmente. Además, su cargo de Coordinador de Estrategia del PP catalán le permite seguir al tanto de los entresijos de la práctica política. Acaba de publicar El proceso español (Deusto), un ensayo exhaustivo que analiza los "paralelismos entre la estrategia independentista y las actuales políticas divisorias del Gobierno de Pedro Sánchez". Hablamos con él:

Pregunta: Antes de nada, ¿en qué consistió el procés?

Respuesta: Bueno, siendo técnicos, habría que decir que fue el paso que se produjo a partir de marzo de 2012, cuando Convergència decidió escorarse de manera explícita hacia el independentismo. Pero la hoja de ruta nacionalista es muy anterior a esa etapa. Nació con Jordi Pujol y se desarrolló también con los gobiernos tripartitos con el PSC. Además, todavía sigue a día de hoy. No murió en 2017, con aquellos errores de los independentistas que lo precipitaron todo pese a no contar con el apoyo suficiente de la sociedad catalana, a no haber desarrollado las instituciones necesarias para implantar la nueva república y a no contar con apoyos en la comunidad internacional. El nacionalismo, previo al procés, no ha parado. Sigue intentando colonizar lo máximo posible la sociedad catalana de cara a intentar un nuevo golpe a la democracia en el futuro. Ese es el verdadero sentido dramático del procés. Desvirtúa completamente el funcionamiento de las instituciones. Ahora mismo tenemos una Generalitat que sólo trabaja para una mitad de los catalanes y que, además, es directamente hostil con la otra mitad. También hay una decadencia económica clara, debido a la fuga constante de empresas y a la pérdida de inversores extranjeros. Pero, seguramente, la peor de todas estas consecuencias, por lo que más le critico al Gobierno español el estar intentando replicar el procés a nivel nacional, es la fractura social profundísima que se ha generado. Sobre todo porque se trata de una fractura consciente. Detrás de ella ha habido una voluntad política, que buscaba beneficiarse. Podríamos decir que es una fractura subvencionada por el poder.

P: Dice en el libro que tanto el proceso español como el catalán se alimentan, básicamente, de populismo. ¿Pero en qué consiste exactamente el populismo?

R: Es una palabra de la que se ha abusado. Por eso a veces es difícil definirla. Solemos utilizarla cuando nos queremos referir a la demagogia, al sacrificio de la verdad, al vaciamiento del significado de las palabras para ponerlas al servicio de una causa política concreta, etcétera. Pero más allá de esa retórica de la hipérbole y la confrontación, también existe una parte ideológica. El populismo se emplea para reforzar una serie de ideas políticas concretas, y lo hace a base de debilitar a la sociedad. Así le es más fácil vender después la idea del líder carismático que interpreta la voluntad supuestamente homogénea del pueblo, para poder aplicarla sin necesidad de tener en cuenta ningún contrapoder. Ahora mismo vivimos un momento populista en todo occidente. Ni España ni Cataluña son especiales. Lo que pasa es que el populismo lo que hace es recoger una parte del sustrato cultural de cada región y pervertirlo. Convertirlo en un elemento de confrontación. El "España nos roba", tan famoso, es una copia del "Roma ladrona" que surgió en las regiones del norte de Italia, por ejemplo. El Brexit también recogió el euroescepticismo y lo alimentó para atacar a la Unión Europea. Y así todos. En cada lugar se dan una serie de características diferentes. El sustrato cultural que pervirtió el populismo en Cataluña fue el propio catalanismo. Un catalanismo, además, que ha muerto de éxito, en mi opinión. Ha cumplido todos los objetivos que tenía en la Transición, así que ahora sólo puede ser una mera ideología pervertida que ve en el resto de España al enemigo. Se ha convertido en una ideología identitaria beligerante y excluyente. Algo parecido está pasando con el sanchismo. En la retórica de este PSOE y de Unidas Podemos hay muchísimos paralelismos: el "fascismo o democracia", por ejemplo, que en Cataluña llevamos tanto tiempo escuchando. En la campaña madrileña pudimos revivirlo claramente.

P: Sin embargo, también hay quienes argumentan que en España nunca han existido grandes consensos de Estado ni coaliciones a izquierda y derecha. Que todos los Gobiernos han preferido pactar con los nacionalismos antes que entenderse con la oposición. ¿Cómo se ha ido deteriorando el pacto de la Transición? ¿Estuvimos más unidos que ahora alguna vez, o siempre han existido dos bloques polarizados?

R: Bueno, la diferencia es que lo que subraya el procés es el ataque al pluralismo. Lo que busca es homogeneizar la sociedad para justificar un poder cada vez con menos trabas. Y eso es algo que se ha acentuado mucho más en los últimos años, con campañas políticas de confrontación centradas en la identidad. Aunque eso tampoco quita que las cosas se hicieran mal durante décadas. ¿Las élites españolas han equivocado su estrategia con respecto al nacionalismo? El 2017 nos demuestra que sí. Ahora ya ha quedado cristalino que lo único que busca el nacionalismo es la independencia. A partir de ahí, nadie debería llevarse a engaño. Mañana se concederán los indultos y se hablará de concordia, de rebajar el conflicto y de reconciliación. Pero sólo es un paso más. Después de los indultos vendrán más cesiones al nacionalismo, con lo que se conseguirá reforzarlo todavía más y desamparar a los constitucionalistas. Se trata de un sistema de incentivos perverso. Al mal comportamiento y a la deslealtad institucional se la premia. Y a las personas que no nos saltamos la ley y que defendemos la Constitución se nos margina. Es lo que tienen los pactos de apaciguamiento. A diferencia de cualquier pacto comercial, en el que dos sujetos se benefician de lo pactado y punto, los pactos de apaciguamiento tienen un tercer actor, que es el sacrificado. En los pactos de apaciguamiento siempre hay alguien que se queda sin voz. En el caso del pacto entre Sánchez y los independentistas, una vez más, seremos los catalanes constitucionalistas los que veamos nuestros derechos atropellados. Y el resto de españoles también.

P: La crítica que se les hace a los constitucionalistas suele ser que no ofrecen alternativas. Hay quienes no ven con malos ojos una posible consulta en Cataluña, o la idea de la autodeterminación y del derecho a decidir. ¿Ha sabido la democracia española educar a sus ciudadanos y enseñarles en qué consiste realmente un sistema democrático liberal?

R: Es un tema interesante. Creo que podemos afirmar que en los últimos años se ha pervertido notablemente el concepto de democracia. Se está tonteando con conceptos iliberales de democracias que han fracasado en el pasado. Claro, si entendemos la democracia simplemente como el poder de la mayoría, y entendemos el liberalismo como la defensa de los derechos y libertades del individuo, hablar de democracia liberal puede llegar a parecer problemático. Pero la realidad es que la democracia sin liberalismo se autodestruye. Porque elimina todos los controles que salvaguardan los derechos de la minorías y que abogan por la igualdad de todos los ciudadanos. Por eso es muy interesante ver cómo, tanto desde los sectores de Podemos como de los independentistas, se abusa de la palabra democracia. Pervierten su significado, simplificándolo. Félix Ovejero ha publicado recientemente un librito pequeño en el que analiza estas cuestiones de forma admirable. Y los federalistas canadienses también han reflexionado mucho sobre esta cuestión. No tienen nada que ver con los federalistas españoles, que no son federalistas, realmente, sino más bien nacionalistas. La realidad es que la autodeterminación, en democracia, es profundamente antidemocrática. Porque el derecho a separarse significa convertir en extranjeros a una parte de tus compatriotas; quitarle sus derechos políticos a una parte de tus conciudadanos; y dejarles además sin una parte de un territorio que también les pertenece a ellos. Por eso ese derecho a separarse de forma unilateral no se reconoce en ningún sitio. Existe únicamente para casos muy concretos, como colonias, o regiones en las que hay un ataque evidente a los derechos humanos, ocupaciones militares, etcétera. En una democracia plena no tiene sentido. De todas formas, es una batalla que tenemos que seguir dando, porque después de los indultos es lo que va a venir. El PSC ya está introduciendo la idea del referéndum una vez más. Ya lo hizo en el 2012, ahora vuelven a aquello. Y van a presentarse como si fueran verdaderos demócratas cuando en realidad lo que están proponiendo es quitarle sus derechos políticos a una gran parte de la ciudadanía.

P: ¿Tiene sentido que los ciudadanos terminen su etapa de escolarización obligatoria sin conocer las bases del sistema en el que viven?

R: Sí, ese es otro tema. Al final, la democracia exige responsabilidad ciudadana. La gente debe tratar de informarse, tener un sano escepticismo con respecto a lo que le digan los políticos, porque sólo así podrán utilizar las herramientas que les permiten controlar a sus gobernantes. Esto está relacionado con el eterno debate en el que, desde mi punto de vista, la izquierda más ideologizada trata de imponer una visión que lastra la cultura del esfuerzo y del mérito. Eliminar cualquier incentivo para que las personas aprendan a valerse por sí mismas es hacerlas más dependientes del poder político. La ley educativa es parte fundamental de ese proceso, desde luego. Y en Cataluña la cosa es todavía más dramática desde el momento en el que la falacia de la inmersión lingüística dificulta que una serie de alumnos aprendan correctamente el lenguaje que les permite entenderse con el resto de conciudadanos. Los que hablan castellano en casa no pierden demasiado, claro, pero aquellos que no, con dos únicas horas de castellano a la semana es imposible que aprendan perfectamente la lengua. Se trata de una herramienta que lo único que sirve es para cerrar la sociedad. Generar votantes cautivos. Personas nacionalistas cada vez más homogeneizadas en torno a una identidad rígida. Lo contrario al cosmopolitismo. En el fondo, en ese tipo de políticas puede verse una especie de convergencia entre el nacionalismo y el socialismo, que lo que acaba generando es una sociedad paulatinamente más empobrecida no sólo en lo económico, sino también en lo cultural y lo educativo.

P: ¿Pero la derecha no es igualmente responsable de todo esto? ¿No ha descuidado la educación? Esto me recuerda a la parte del libro en la que habla de la labor de una izquierda en España que fomenta la división y la intransigencia en torno a políticas de identidad. ¿La derecha no participa en ese juego de confrontación también?

R: A ver, sí. Pero lo que creo que diferencia las cosas es que en el caso de la izquierda yo sí que detecto una voluntad clara de convertir ciertas pertenencias identitarias en elementos de beligerancia. Pretenden generar una población cada vez más estresada y paranoica. Esta idea de que el fascismo gobernará en Madrid si no votas bien, etcétera. Iván Redondo y la famosa guerra cultural. Sacar a Franco en helicóptero para reavivar un debate innecesario. Cosas que en el fondo siguen la misma lógica que las medidas de los nacionalistas en Cataluña. Si hablamos luego de las cesiones al nacionalismo de los dos grandes partidos, sí que es verdad que la percepción de desamparo que tienen los constitucionalistas en Cataluña existe y es perfectamente legítima. Todos los partidos constitucionalistas hemos defraudado a esa parte del electorado en algún momento u otro. El PSC, cuando gobernó, no sólo no frenó las políticas nacionalistas de Pujol, sino que las multiplicó y creó las condiciones necesarias para que después pudiese tener lugar el procés; la gestión del PP también ha generado tradicionalmente esa sensación de abandono por parte de la sociedad catalana; y la esperanza de Ciudadanos, que cuando ganó las elecciones no llegó a crear nunca una alternativa al gobierno independentista sino que, de alguna forma, abandonó el Parlament y defraudó a sus votantes, fue más de lo mismo. Cuando se habla de las soluciones en Cataluña habría que dejar de mirar al nacionalismo. No puede ser que el debate sea si hay que ser duros o blandos con los independentistas. Y menos hacer lo que hace Carmen Calvo, que directamente confunde a unos políticos concretos con la totalidad de Cataluña. Eso es terrible. Lo que hay que hacer es políticas de Estado, con grandes consensos dentro del bloque constitucionalista y con una visión amplia, tanto a nivel económico como cultural. Hay que meter al constitucionalismo catalán en esa ecuación, porque si no la solución siempre será una incógnita.

P: En el libro menciona que, aunque Zapatero fue el que más hizo por inflamar la tensión social para movilizar al electorado, fue Felipe González quien, cuando vio peligrar su hegemonía a mediados de los noventa, resucitó la dialéctica guerracivilista y equiparó al PP con el franquismo.

R: Sí. Es algo que explica muy bien Stanley Payne. El pacto de la Transición consistió no en olvidar el pasado, sino en no usarlo como arma contra el adversario político. González no llamaba fascista a Adolfo Suárez y Suárez no llamaba rojo a Felipe González. Durante un tiempo esto se respetó, pero cuando el PSOE vio que podía perder el poder rompió con esa dinámica y comenzó a utilizar campañas como la del dóberman y todo eso. Fue algo que se multiplicó en Cataluña con el PSC. Las campañas de José Zaragoza forman parte del caldo de cultivo de odio al PP en Cataluña, de esa dinámica de ponerlo como enemigo en vez de al nacionalismo, que era el que verdaderamente hacía daño a la convivencia. Hay que recordar a Zapatero, con su falso talante, reconociendo en privado que en realidad lo que le interesaba era la tensión. Porque en Cataluña la tensión fue todavía superior que en el resto de España. En la época del pacto del Tinell y del cordón sanitario al PP, los socialistas fueron casi igual de beligerantes que los independentistas del procés. Y aquella estrategia fue la que, de alguna manera, envalentonó a los nacionalistas cuando los populares volvieron a gobernar España. Sánchez es el último episodio de esta dinámica. En el peor momento de la democracia, cuando está más directamente amenazada por una serie de políticos que se han saltado la Constitución; y en mitad de una pandemia, cuando más falta hacen acuerdos amplios a derechas e izquierdas, aparece en un medio italiano diciendo que jamás pactaría con el PP. Se trata de algo que al revés no ha sucedido.

P: El PP también ha solido preferir pactar con nacionalistas que entenderse con la oposición, ¿no? ¿La falta de consenso es tan nueva como solemos creer?

R: Bueno, de hecho, ahora, a raíz de las elecciones madrileñas, ha podido verse cómo una parte de votantes tradicionales del PSOE están más dispuestos a votar al PP y no simplemente abstenerse. Las nuevas fracturas están reconfigurando el sistema de partidos en España. Están existiendo algunos trasvases de votantes bastante interesantes. Pero con respecto a los pactos del PP y del PSOE con los nacionalistas, lo que hay que decir es que el 2017 lo cambia todo. Esa es precisamente la tesis del último libro de David Jiménez Torres. Antes, tanto el PP como el PSOE podían argumentar que los nacionalistas nunca iban a forzar la independencia. Ahora no. Todas las cesiones que cualquier Gobierno central les conceda a partir de este momento se harán sobre la base de una evidencia, que es que lo volverán a hacer en cuanto tengan la oportunidad. Y la supervivencia del constitucionalismo en cualquier región que sufra algún tipo de nacionalismo debe tener eso en cuenta. Al final, si lo único que ven los votantes constitucionalistas es que el gobierno de su nación prefiere premiar a los independentistas que se han saltado la ley, la mancha del nacionalismo se irá extendiendo por el resto del mapa poco a poco. Ese es el gran drama de España en el futuro, más allá de la economía. Porque se ha generado una dinámica de incentivos perversos según la cual quienes cumplen la ley están desamparados y quienes la violentan son premiados.

P: ¿Qué es el sanchismo?

R: El sanchismo es un zapaterismo acelerado y sin contención. Una democracia no sólo necesita que existan controles y contrapoderes, sino que sus gobiernos actúen con un mínimo responsabilidad. Lo fundamental es que se mantenga el respeto a la oposición, a la cámara, al resto del parlamento, a las instituciones y a la separación de poderes. Y, en ese sentido, el sanchismo no tiene contención. Luego, por concretar más, yo a veces defino al sanchismo como una especie de tridente formado por la ambición pura de Pedro Sánchez —que es como un significante vacío, no tiene ideología ni principios, más allá de lo que le permita permanecer en el poder—, las estrategias de la confrontación y de las bajas pasiones de Iván Redondo y la ideología de Podemos. Al final, el PSOE de Pedro Sánchez ha adoptado completamente esas políticas de la identidad y de la fragmentación social que propone Unidas Podemos. En el fondo, el sanchismo lo que ha hecho ha sido recoger lo peor de los nacionalismos periféricos y extenderlo al resto del país.

P: Una de las críticas más insistentes contra Sánchez sostiene que está pervirtiendo las instituciones del Estado al utilizarlas para su propio beneficio.

R: Sí, ese es otro de sus elementos clave. Y no el único. El sanchismo, más allá de la división social incentivada desde el poder político, consiste en más cosas. Es el sacrificio de la verdad, la utilización indiscriminada de propaganda a través de todo tipo de canales. Durante la pandemia lo hemos podido ver a todas horas, con esa forma de sacarle brillo a una gestión más que cuestionable. Pero es que antes ya se habían sucedido las mentiras en varias ocasiones. El caso de la reunión entre Delcy Rodríguez y Ábalos fue claro, con el Gobierno actualizando las versiones oficiales a medida que salía más información en la prensa y convirtiendo en mentira, por tanto, todo lo que había dicho anteriormente. Cuando ya llevábamos ocho o nueve versiones estalló la pandemia y la cosa se olvidó. Hasta que ahora el rescate del Plus Ultra pone encima de la mesa elementos más que suficientes para considerar que hay algo que huele a azufre en todo esto. Es así. La hemeroteca no hace más que demostrar que el sanchismo no le tiene respeto a la verdad. Ni Pedro Sánchez ni sus ministros tienen palabra. Pero les da igual. Son descarados en la mentira. Como la reunión con Biden del otro día. Tomaduras de pelo evidentes. Lo que consiguen así es provocar un cambio paulatino en la cultura política de una parte de su electorado. Los votantes cada vez son más cínicos. Algo que también pudo verse en Cataluña. Muchos independentistas saben que Puigdemont o que Rufián mienten, pero les da igual. Llegan incluso a vender la mentira como astucia. Justifican los desmanes de sus políticos porque son suyos, precisamente. Le confieren de esa forma un carácter moral a la mentira, porque el enemigo es más peligroso que ella. Así funcionan. Pero es que sobre la mentira no se puede construir nada en un país.

P: ¿No mienten todos los políticos, independientemente de sus siglas y sus ideologías?

R: Pero la cosa está en el rango. Lo que diferencia al sanchismo es que tiene mucho menos pudor. Antes mencionabas la crítica a su forma de servirse de las instituciones públicas. Ejemplos hay muchísimos, y se han ido enlazando en muy poco tiempo. Ahí está el CIS, ahí TVE, su tentación de cambiar la forma de renovar el CGPJ, la colocación de la ministra de Justicia como Fiscal General del Estado… Es algo que hace años habría sido impensable. Escandaloso. Pero poco a poco va normalizándose. Además, se trata nuevamente de algo que lleva haciendo el nacionalismo en Cataluña durante años. Por eso creo que son dos procesos paralelos. Copar todas las instituciones públicas, incluidas las de la sociedad civil, ahí donde los partidos no deberían entrar. Es escandaloso. En Cataluña los sindicatos están tomados por el nacionalismo. Son puramente partidistas. Se deben más a esa burguesía insolidaria que a los propios trabajadores. Y así podríamos seguir. Luego, claro, toda esta deriva que entiende la política de partidos de forma identitaria ha terminado generando una respuesta igual de identitaria en el otro lado. Ha cobrado fuerza una derecha que ve con buenos ojos la confrontación directa. Es un movimiento que contesta a la corrección política con incorrección, pero no toda la incorrección política es buena o deseable por el mero hecho de serlo. Lo que provoca todo esto es que los votantes voten por las siglas, y no por lo que proponen las personas que hay detrás de ellas. No se premia el mérito, sino al ruido. En el libro indago en esta reacción nacionalpopulista al auge del nacionalismo en Cataluña y del propio populismo de la izquierda. Es algo que está pasando en toda Europa también. Vox es eso, en el fondo: una reacción. En mi opinión, se trata de un partido que nació de forma muy comprensible, porque plantea un diagnóstico bastante acertado de ciertas cuestiones, pero, sin embargo, la solución que propone es equivocada. Lo que practica es el choque simétrico, utilizando los mismos métodos y armas, la misma manipulación para remover las bajas pasiones. Actúa exactamente igual que aquellos a quienes critica. Y de esa forma se va construyendo una sociedad en la que, si te paras a pensar, nadie quiere vivir. Porque no es cómodo vivir en un sitio en el que tu primo es el enemigo, o tu compañero de trabajo, o tu vecino. Nadie quiere vivir en esta paranoia que están creando los diferentes populismos.

P: En la campaña de Madrid fue el PP el que equiparó a toda la izquierda con el comunismo. Ayuso llegó a ser tildada de trumpista. ¿Hay diferencias?

R: Yo creo que sí. La diferencia es que la izquierda, cuando tacha de fascista a la derecha, está inventándose algo que no existe, mientras que es una realidad que los comunistas están en el Gobierno. No es exagerado tildar de comunista a un partido que se autodenomina así. Tenemos a varios ministros que se sienten orgullosos de ser comunistas y que utilizan los símbolos del comunismo. Lo llamativo es que esa ideología, que es tan criminal como el fascismo, no sea igual de preocupante para alguna gente. Pero también por eso no creo que sea comparable la comunicación política de Ayuso con la de la izquierda o la del nacionalismo. Y creo además que mucha gente lo ha entendido así. Lo que pasa al final es que el proyecto de Ayuso ha ilusionado a la gran mayoría de madrileños porque es integrador. A mí, como catalán, me da cierta envidia, la verdad. Cuando escucho que Ayuso ha imitado a los políticos del procés utilizando la identidad madrileña en la campaña electoral no puedo estar más en desacuerdo. Lo que ha hecho es utilizar la identidad como algo incluyente. Es decir, todo lo contrario a como la utilizan los catalanistas. Cualquiera puede ir a Madrid y ser madrileño, algo que no ocurre aquí. Ese es el atractivo que ha sabido explotar Ayuso en su discurso. Un discurso de libertad, integrador, y una propuesta política que, en contraposición con una Cataluña cada vez más cerrada, decadente e iliberal, no sólo provoca que las empresas se vayan a Madrid, sino también todo el talento. Es así. El talento catalán está cogiendo el AVE y yéndose a Madrid. Porque el clima emocional y político que se respira allí no tiene nada que ver con lo que se respira aquí.

P: En el libro menciona que el populismo se ha servido de críticas legítimas al sistema para medrar a su costa. ¿Cómo se debería enfocar un debate verdaderamente reformista?

R: Sí, esa es la cosa. El populismo es una mala solución para problemas reales. Agrava todo eso que dice que va a solucionar. Lo que pasa es que se alimenta de un malestar legítimo. Muchos politólogos llevan tiempo analizando todo lo que está ocurriendo en Occidente y advirtiendo de una serie de cuestiones que han ido cambiando la manera de hacer política. Desde los factores económicos, que siempre son fundamentales a la hora de medir el malestar de una sociedad, hasta la manera como las nuevas tecnologías y las redes sociales han favorecido a los discursos extremistas y a la creación de burbujas mediáticas cerradas. Pero, aún así, eso no es todo. Es verdad que existe un malestar notable de la población con la respuesta que los partidos tradicionales estaban dando a la situación. A la izquierda ahora le ha pasado, por ejemplo, que ha dejado un poco de lado a la clase trabajadora y ha dirigido su discurso casi exclusivamente a una élite más preocupada por cuestiones identitarias. Al final eso ha provocado que el obrero, el trabajador, busque alternativas que parezcan defender mejor sus intereses y encuentre discursos que le llenan los oídos en la derecha populista. El 15M fue un movimiento parecido pero a la inversa. La izquierda más radical se aprovechó del malestar con el bipartidismo y consiguió colar un discurso revolucionario. Sin embargo, acabó metiéndonos en una parálisis reformista. No aportó soluciones a los problemas de los que se alimentaba. El parlamento está cada vez más fragmentado por partidos que dicen que nunca pactarán con los del otro bloque. Pese a todo, yo soy de la opinión de que estamos entrando en la era del postpopulismo. Un momento en el que la sociedad ya puede valorar el significado de este tipo de gobiernos. Gobiernos que mienten de manera hiperbólica y constante pero que después no sólo no pueden cumplir sus promesas, sino que agravan todo aquello que decían que iban a atacar. Cada vez hemos ido viendo cómo los que decían que iban a salvarnos han ocupado de manera todavía más obscena las instituciones, con menor ejemplaridad y sin sacar adelante nunca políticas que de verdad miren por el futuro de toda la sociedad. No hay más que ver cómo el comienzo del fin de Pablo Iglesias llegó cuando se mudó a Galapagar y rompió definitivamente con el mínimo de credibilidad que le podía quedar. Eso se paga. En ese sentido, yo soy medianamente optimista. Al final, no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Siempre habrá gente a la que no le importe que sus dirigentes la mientan, mientras impidan que lleguen al poder los otros. Pero al mismo tiempo hay mucha otra que acaba alcanzando un cierto escepticismo más sano. Que aprende a valorar lo verdaderamente importante de los discursos políticos, penalizando las mentiras. En Cataluña incluso lo hemos empezado a ver en un porcentaje cada vez más alto de la juventud, sobre todo urbana, que está abandonando el independentismo. Veremos cómo evoluciona.

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