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Pedro de Tena

La confesión "machista" de Marx, Proust y el progresismo acéfalo

Considerar machista a Marx por algunas respuestas de su "confesión" sólo puede ocurrírsele a sus más alocados representantes del progresismo acéfalo.

Considerar machista a Marx por algunas respuestas de su "confesión" sólo puede ocurrírsele a sus más alocados representantes del progresismo acéfalo.
Karl Marx | Archivo

Si algún representante político o personaje de la sociedad civil de la España actual respondiera "débiles" a la pregunta de cómo le gustan las mujeres y "fuertes" a la cuestión de cómo prefiere a los hombres, es seguro que la actual izquierda arracional y demagógica (y alguna derecha anómala) le endosaría el calificativo de "machista".

Es más, aunque el personaje que respondiera de ese modo a tales preguntas hubiera nacido en el siglo IV antes de Cristo o en el siglo XVIII, daría igual. Una individua como Irene Montero, por poner un ejemplo merecido, le calificaría del mismo modo lacerante. El tiempo y la historia no constituyen un límite o una circunstancia que hagan modular ningún tipo de juicio sectario. Da lo mismo que da lo mismo que fuesen Moisés, Julio César, Beatriz de Suabia, Ana Bolena, Miguel Ángel, Proudhon o Althusser los autores de las respuestas porque todos serían condenados por machistas.

Escribió Ortega que el verdadero conservador es quien pretende que el pasado siga viviendo en el presente en vez de dejarlo donde debe estar, que es en el pasado. Parece que ahora el intrépido y auténtico progresista es quien incrusta su manera de entender el presente en el pasado eliminando con sus ideas y juicios los hechos reales y sus circunstancias. Ocurre entonces que no se progresa porque se sepulta la experiencia que encierra lo que pasó y no se consigue avance alguno.

Decía con razón el propio Marx que la humanidad sólo se planteaba los problemas que podía resolver. Por eso mismo, exigir que los humanos de una época determinada resolvieran problemas que ni siquiera podían plantearse, es una imbecilidad.

Ni siquiera la Iglesia se atrevió a condenar a todos aquellos que vivieron antes de la redención de Cristo. De hecho, como no sabía bien qué hacer con ellos porque no eran culpables de haber nacido antes, los mandó al limbo, que era un infierno, cierto, pero muy menor. No así los hijos sucedáneos del marxismo que, en vez de estudiar historia y economía, al menos, en el Museo Británico de Londres, aplican a todo las categorías que ellos mismos rumian en el presente.

Por ello tiene relevancia la confesión "machista" de Karl Marx. Es Marx quien afirmó en ella que le gustaban las mujeres débiles y los hombres fuertes, además de reconocer que el combate, la lucha, el enfrentamiento era su pasión. Por si fuera poco, su personaje preferido era la Gretchen (Margarita) del Fausto de Goethe que fue engañada, seducida y embarazada por el héroe. Súmese a ello que la pobre mató a su madre y a su hijo ilegítimo lo que explica que, al final, acabe siendo víctima de la locura y de la muerte. Todo un ejemplo para nuestro Ministerio de Igualdad.

Es prácticamente seguro que Marx no se confesó nunca, si por confesión entendemos la confesión católica. Primero, porque pertenecía a una familia judía. Segundo, porque su padre, Herschel Levi, se convirtió oportunamente al luteranismo liberal debido a que el hecho de que el abuelo de Karl hubiese sido rabino no era de buen ver, ya entonces, en la sociedad alemana. Luego se llamó Heinrich Marx. Y tercero, porque el joven filósofo devino ateo desde bien joven.

No es que la confesión sea una práctica exclusiva del catolicismo. Voltaire cuenta en su Diccionario Filosófico que "sólo el arrepentimiento puede purificar de las faltas cometidas, y para arrepentirse es indispensable confesarlas. La confesión es pues, casi tan antigua como la sociedad civil". Baste decir que confesiones privadas o públicas desde el imperio egipcio hasta ahora, en diferentes modalidades, o si se prefiere desde san Agustín a Marina Tsvietáieva pasando por Rousseau y Goethe, el ejercicio de las confesiones siempre ha estado bien presente.

Cierto es que los judíos también se confesaban, pero de maneras muy diferentes a la católica, en la que un sacerdote "administra" o intermedia la relación con Dios. En la más conocida, la del día del Yom Kippur, la expiación vale para las faltas cometidas contra Dios, pero las consumadas contra otros seres humanos, son éstos quienes tienen que perdonarlas.

Lutero no rechazó la confesión en sí, pero se opuso firmemente a la confesión católica en sus famosas 95 tesis de Wittemberg, por lo que podían suponer de adquisición de privilegios para el clero obediente a Roma. Por ello, Marx es muy probable, casi seguro, que no se confesó nunca de una manera religiosa.

Pero la época victoriana de Gran Bretaña, la época dorada de los juegos de salón, fue el tiempo en que Marx vivió precisamente en Londres. Hacia 1865 ya estaban de moda muchos juegos, desde los deportivos a los de salón para recrearse en familia. Uno de los juegos domésticos más famosos de las clases medias inglesas era el juego de las "confesiones". En él se trataba de que varias personas se sometieran a un cuestionario predeterminado e idéntico para todos y prometieran decir la verdad. Es decir, un "fair play" de la conciencia.

Fueron las hijas de Marx, Laura y Jenny, las que insistieron en que su padre jugara a las "confesiones" victorianas en 1860 y sus respuestas quedaron resguardadas en los papeles de Paul Lafargue, marido de Laura, porque ésta había manuscrito y conservado las respuestas de su padre. Así se explica en el libro Cómo era Carlos Marx, que recoge textos biográficos de personas que lo conocieron. También aparece en biografías como la de David McLellan (Nueva York,1974).

Con tal fin, presentaron a su padre, y luego a su amigo Friedrich Engels, el cuestionario con las mimas preguntas a las que debían responder sin mentir.

Marx respondió de este modo:

Virtud favorita: La sencillez.

Virtud favorita en el hombre: La fortaleza.

Virtud favorita en la mujer: La debilidad.

Su rasgo principal: La unidad de propósito.

Idea de la felicidad: Luchar.

Idea de la desgracia: La sumisión.

El vicio que más excusa: La credulidad.
El vicio que más detesta: El servilismo.

Aversión: Martin Tupper (escritor victoriano de la época)

Ocupación favorita: Ratón de biblioteca.

Poeta favorito: Shakespeare, Esquilo, Goethe.

Prosista favorito: Diderot.

Héroe favorito: Espartaco, Kepler.

Heroína favorita: Gretchen (Margarita, la de Fausto de Goethe)

Flor favorita: Dafne (parecida al laurel)

Color favorito: Rojo.

Nombre favorito: Laura, Jenny.

Plato favorito: Pescado.

Máxima favorita: Nihil humani a me alienum puto, "Nada humano me es ajeno", de Terencio.

Lema favorito: De ómnibus dubitandum

Para los curiosos, las respuestas que dio su amigo Engels a las mismas preguntas revelan una personalidad muy diferente. Sólo coinciden en que el color preferido ambos era el rojo. Fueron éstas:

Virtud favorita: Alegría.

Virtud favorita en el hombre: Que se ocupe de sus propios asuntos.

Virtud favorita en la mujer: Que no extravíe nada.

Atributo personal más destacado: Saber de todo a medias.

Idea de felicidad: Château Margaux (vino) cosecha 1848.

Idea de la desgracia: Ir al dentista.

El defecto que más disculpas: Inmoderación.

El defecto que más detestas: Hipocresía.

Manía: Tomarle el pelo a los demás y que me lo tomen.

Persona que le resulta más antipática: Ch. Spurgeon.

Poeta preferido: Reynke de vos (poema animalista de 1498), Shakespeare, Ariosto.

Escritor preferido: Goethe, Lessing, dr. Samelson (¿)

Héroe preferido: Ninguno.

Heroína preferida: Demasiadas para nombrar sólo una.

Flor favorita: Campánula azul.

Color favorito: Rojo.

Plato preferido: Ensalada y estofado irlandés.

Máxima favorita: No tener ninguna.

Lema favorito: Immer ruhig (Siempre con calma).

Este cuestionario fue conocido posteriormente como Cuestionario de Proust, porque el escritor francés lo contestó dos veces. Primero, en 1886, a los 14 años, a instancias de su amiga Antoinette Faure, hija del que luego sería presidente francés, Félix Faure. Con las respuestas de los personajes se confeccionaba un álbum que se publicaba.

Pero, en realidad, el formulario original, el que usaron Laura y Jenny Marx, aunque hubo y hay muchas versiones, fue aportado por un juego doméstico de la época victoriana que se exportó con gran éxito a Francia y Alemania.

Proust contestó un segundo cuestionario ampliado a 30 preguntas a los 20 años. Sus respuestas formaron parte del álbum Las confidencias de salón. No fue el único personaje que cayó en la tentación de "confesar". Si antes lo hicieron Marx y Engels, luego lo hicieron Conan Doyle, Mallarmé, Óscar Wilde, Cézanne y otros muchos. Después de muchos años, la "confesión" fue rescatada por Vanity Fair en 1993 que lo destacó en su última página y fue imparable durante un tiempo. Hasta Norman Mailer y Arnold Schwarzenegger sucumbieron a su hechizo.

A muchos no les gustó nunca este juego ni lo consideraban una entrevista seria. Camilo José Cela lo calificó como una "necedad tediosa" porque "no se pueden hacer las mismas preguntas a Manuel Fraga Iribarne, a Severo Ochoa, a Lola Flores, a Ángel Nieto, al general Gutiérrez Mellado y a Vicente Aleixandre, y no entender esto puede conducir al despropósito". Pero, para nuestro tema, la atinada observación de nuestro Nobel, es innecesaria.

Lo que muestran las respuestas de Marx al cuestionario victoriano de sus hijas es que era un hombre de su tiempo, con los gustos de su tiempo y las ideas de su tiempo. Hacia 1860, en toda Europa y en América la preponderancia del hombre sobre la mujer en todos los ámbitos de la vida era la costumbre considerada natural. Ni siquiera había nacido formalmente el sufragismo y salvo algunas individualidades rebeldes, el mensaje de la igualdad real entre los sexos apenas encontraba eco.

Considerar "machista" a Marx por algunas respuestas de su "confesión" sólo puede ocurrírsele a sus más alocados representantes del progresismo acéfalo, muchos de ellos herederos del propio Marx, que aniquilan el pasado con sus categorías actuales y tratan de eliminar la realidad con sus ocurrencias.

Mucho peor fue su comportamiento teniendo relaciones sexuales con su criada, Helene Demuth, Lenchen, con la que los estudiosos de su vida admiten, con pocas excepciones (Terrell Carver, por ejemplo, que lo argumenta de un modo que lo parece aún más), que tuvo un hijo que se llamó inicialmente Friedrich Engels. Finalmente, el niño se llamó Henry Frederick Demuth.

La razón de que en su partida de nacimiento no figurase padre alguno y que luego fuese considerado hijo de Engels, parece estar en el deseo que tenía Marx de salvar su matrimonio y el prestigio de la causa comunista y en la abjuración moral que su amigo hizo, asumiendo como propio a tal vástago, el peor defecto que destacó en su respuesta al cuestionario: la hipocresía.

Aun así, no hay que preocuparse. Los progres de la izquierda, y de cierta derecha, encontrarán el modo de salvar a Marx de la acusación de "machista" que atizan a otros sin miramiento alguno mediante la práctica habitual del idioma que mejor conocen, el del doble lenguaje. Es su carácter.

Tampoco practican mucho el lema preferido de Marx, De ómnibus dubitandum, hay que dudar de todo. Pero claro, después de lo que dijo Engels en el funeral de su amigo Karl en 1883, que éste había descubierto científicamente "la ley del desarrollo de la historia humana", nada menos, pocos se han atrevido a dudar de su doctrina, aunque han pasado 150 años de su formulación. Ni las más eficaces teorías científicas de la física han durado tanto. En los dogmas, como se sabe, la peor parte siempre se la llevan los hechos y la verdad.

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