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Pedro Fernández Barbadillo

Españoles sin complejos: nuestro calendario se creó en Salamanca

¿Cuántos europeos saben que cuentan los días y celebran sus cumpleaños en unas fechas concretas porque así lo calcularon científicos españoles en Salamanca y Roma y lo mandó un papa?

¿Cuántos europeos saben que cuentan los días y celebran sus cumpleaños en unas fechas concretas porque así lo calcularon científicos españoles en Salamanca y Roma y lo mandó un papa?
Juan de Mariana (1536-1624) | Wikipedia

Uno de los hechos en que se constata el triunfo de esa Europa que ahora se acerca a su ocaso es la aceptación por todo el mundo de nuestra medida del tiempo. Incluso civilizaciones milenarias como la china y la india han tenido que aceptar nuestro calendario. Y por eso los revolucionarios franceses (nunca suficientemente maldecidos) trataron de erradicar el calendario tradicional, con sus fiestas cristianas y sus costumbres.

Nuestro calendario recibe el nombre de gregoriano porque lo promulgó el papa Gregorio XIII. Éste, que reinó entre 1572 y 1585, no tenía los conocimientos necesarios para elaborarlo, ya que era jurista especializado en derecho canónico y civil. Sancionó una obra elaborada por los profesores de la Universidad de Salamanca, entonces uno de los principales centros de conocimiento del mundo, tanto que en la ciudad leonesa vivieron los primeros economistas de la historia.

La inflación, delito del gobernante

La ignorancia de la Escuela de Salamanca hasta hace muy pocos años responde, por un lado, al interés de los británicos y franceses por reclamar para ellos la gloria de tener los primeros economistas y, por otro lado, a la indolencia de los universitarios españoles, más pendientes de traducir a autores foráneos y de viajar al extranjero que de revisar los excelentes archivos españoles.

El dominico fray Tomás de Mercado y el sacerdote regular Martín de Azpilcueta explicaron la revolución de los precios del siglo XVI por la catarata de oro y plata venida de las Indias. Antes que el francés Jean Bodin, asociaron el nivel de los precios (inflación) con la oferta monetaria disponible. Este fenómeno no se producía sólo en España, sino también en América. Otros españoles observaron que si los bienes eran más caros en Potosí que en Lima se debía a la abundancia de dinero en la ciudad minera. Este conocimiento recibe en la actualidad el nombre de teoría cuantitativa del dinero. El justo precio (que sólo Dios conoce) depende, según Luis de Molina, de factores como la abundancia y la escasez por la cantidad de las cosechas; a mayor abundancia, menor será el precio justo; y viceversa.

Azpilcueta, llamado Doctor Navarrus, justificó que el cobro de interés por el dinero prestado se justificaba por el pago por el tiempo. Pedro de Valencia enunció la verdad de que existen leyes fatales que no pueden ser derogadas por reales cédulas (el equivalente a los decretos actuales) y entre ellas citó el provecho propio; un precedente del concepto de la mano invisible de Adam Smith. El diplomático italiano Alberto Struzzi al servicio de España puso como ejemplo de ello a la colonia de comerciantes flamencos establecida en Sevilla que había formado la Compañía de Ámsterdam. Aunque éstos fueran herejes y súbditos rebeldes, con su conducta se convertían en defensores de la Monarquía Católica.

La Escuela de Salamanca criticó a los soberanos que degradaban el valor de la moneda por el daño a sus súbditos en sus modestos patrimonios. Estos teólogos y juristas de la España de los Austrias y la Inquisición se atrevieron a enfrentarse con la Corona y sus ministros, mientras que hoy muchos economistas aconsejan a los políticos causar inflación para reducir el coste de la deuda pública o devaluar la moneda. Igualmente, Mercado criticó a los banqueros que especulaban con los depósitos de los clientes y propuso para asegurar la solvencia de los bancos un coeficiente de caja del 100%.

Once días que no existieron

Como dijimos al principio, en la misma universidad se elaboró el actual calendario para subsanar los errores del calendario juliano, promulgado por Julio César en el siglo I antes de Cristo, y cumplir el mandato del Concilio de Nicea (325) de que la Pascua de Resurrección se celebre el domingo siguiente al plenilunio posterior al equinoccio de primavera (en el hemisferio norte, entonces el único conocido por el mundo romano).

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El desfase que desde entonces acumuló el calendario en el siglo XVI era ya superior a diez días y en la Universidad española propuso por dos veces la modificación del calendario, en 1517 y en 1578. El rey Felipe II persuadió al papa Gregorio XIII de que aceptase el cambio.

El pontífice nombró una comisión, presidida por un español, el matemático Pedro Chacón, que también provenía de Salamanca. Contra el tópico de la lentitud española, italiana y eclesiástica, los trabajos concluyeron en septiembre de 1580. Una bula papal estableció como fecha para el adelanto del calendario el mes de octubre de 1582, el que tiene menos festividades católicas: del jueves 4 se pasó al viernes 15.

El salto se aplicó en Italia, Francia y la Monarquía Hispánica, que entonces comprendían, aparte de a España, sus Indias, Flandes y Filipinas, a Portugal, Brasil y otros territorios dependientes de Lisboa, desde la India al golfo de Guinea. Antes de concluir la década, el calendario gregoriano reformado se introdujo en Austria, Baviera, Polonia, Hungría, los cantones suizos católicos, Bohemia y Moravia… Chacón no pudo asistir a una de las primeras medidas científicas aplicadas en los cinco continentes porque falleció en 1581.

Esa Inglaterra de la que tantas lecciones debemos aprender, según los anglófilos, adoptó el calendario elaborado en Salamanca en 1752, casi tres siglos después de que entrase en vigor en el Imperio español; al año siguiente, lo hizo la luterana Suecia; en 1875, Egipto; en 1918, la Rusia soviética; después, China, Grecia y Turquía. ¿Cuántos europeos saben que cuentan los días y celebran sus cumpleaños en unas fechas concretas porque así lo calcularon científicos españoles en Salamanca y Roma y lo mandó un papa?

Siempre la ‘piedra’ de las matemáticas

Los españoles del siglo XXI tenemos dos taras que nos igualan a los españoles del Siglo de Oro: dificultad por aprender idiomas y matemáticas. La Monarquía Hispánica necesitaba matemáticos e ingenieros, para construir fortificaciones y puentes, trazar mapas, llevar la contabilidad del Estado, preparar emisiones de deuda, guiar a las naves en los mares, elaborar cifras para las comunicaciones… Los italianos formaban la mayoría de los ingenieros militares y hasta de los cifradores.

Cuando Felipe II fue proclamado como Felipe I de Portugal trató de reproducir en España el Estudio de Náutica y Arquitectura fundado por el rey Sebastián. En 1582 estableció en una real cédula la fundación de la Academia de Matemáticas, para que "en nuestros reynos aya hombres expertos y que entiendan bien las Matematicas y el arte de la architectura y las otras ciencias y facultades a ellas anejas"; otra de las obligaciones del nuevo organismo fue la traducción y edición de libros y manuales. Felipe nombró como director al arquitecto Juan de Herrera y como uno de los principales profesores al matemático portugués Juan Bautista de Labaña, sabio de sólo treinta años. Entre sus alumnos estuvo Lope de Vega.

A pesar del esfuerzo real y de contar entre sus profesores a matemáticos prestigiosos como Andrés García de Céspedes, la Academia, establecida en Madrid, no fructificó. En seguida, la Corona exigió que la enseñanza se centrase en la navegación y la cosmografía, saberes de aplicación inmediata. A finales del siglo XVIII la disolvió Carlos III; aunque reconoció la necesidad de una institución similar, no la reemplazó con ninguna otra. Las principales cátedras de matemáticas fueron desde entonces las de las academias militares.

Este artículo es parte del libro Manual para españoles sin complejos (EDAF), recién publicado.

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