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Totalitarismo blando y cultura de la cancelación

Jorge Soley Climent analiza todos los entresijos de la cultura de la cancelación en su último libro.

Se cuenta que un día, para agasajar a sus visitas, el griego Xanthos mandó a su esclavo Esopo a comprar en el mercado el mejor alimento que encontrase. Este le trajo lengua, ya que, según explicó, en ella se fundamenta "el vínculo de la vida civil, la clave de la ciencia, el órgano de la verdad y la razón". Pasado un tiempo, el mismo Xanthos volvió a mandar al mismo Esopo al mismo mercado, con el encargo contrario de comprar el peor alimento que encontrase. Esopo volvió a llevarle lengua, "la madre de todas las discusiones, la nodriza de los juicios, la fuente de las divisiones y las guerras". La fábula pasó pronto al ideario popular y de ahí llegó hasta nuestros días, permitiendo que cada cual pudiese sacar las conclusiones convenientes que mejor se ajustasen a los problemas de su tiempo.

El economista y escritor Jorge Soley rescata el relato en su último libro para hablar de lo que se ha venido en llamar cultura de la cancelación. Y hace hincapié en el lenguaje, precisamente, por su ambigüedad retadora. El juego del lenguaje, reflexiona el autor de Manual del buen ciudadano para comprender y resistir a la cultura de la cancelación (Fundación Universitaria San Pablo CEU), es un juego poliédrico. Su maleabilidad y las posibilidades que ofrece para ocultar unos mensajes y remarcar otros, unido a su utilidad necesaria, lo convierten en un recurso ciertamente terrorífico. Desde que el mundo es mundo el hombre ha tratado de dominarlo. No existe época humana en la que algún tirano no haya legislado en contra de la palabra, purgando a quienes expresasen ciertas ideas contrarias a su criterio o sus intereses. Nada hay de nuevo en la cancelación, y sin embargo, explica Soley, quienes cancelan hoy en día han variado sus métodos recientemente.

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"En la actual cultura de la cancelación hay algo más", explica en una conversación telefónica. "Me parece que es un fenómeno contemporáneo, propio de la modernidad y de las ideologías que imperaron en el siglo XX. Se diferencia de cualquier ejemplo más antiguo en que quienes lo promulgan no tratan únicamente de apartar al disidente. Lo que intentan es crear un nuevo sentido común, como propuso Gramsci. Cambiar el marco de referencia por el que la gente debe pensar. Por eso están tan interesados en cambiar el lenguaje". En el libro escribe que la cultura de la cancelación "es el resultado final de una serie de ideologías, todas ellas con un ramalazo totalitario muy marcado". "Principalmente, es palpable la influencia marxista, pero no sólo", añade durante la entrevista. "Yo lo analizo hablando de Gramsci y de Mao, pero también cito a Klemperer y su libro sobre La lengua del Tercer Reich". Para él, más allá de la etiqueta ideológica que se le quiera dar, lo que es necesario es darse cuenta de que no se trata de algo arbitrario. "No se va a agotar en sí mismo si se mira hacia otro lado. Es algo que va a ir a más si no se hace algo para pararle los pies".

La trampa del relativismo

Repasando el origen de un fenómeno que "arraigó pronto en Estados Unidos y que se ha ido extendiendo por todo Occidente" en las últimas décadas, Soley analiza las aportaciones de la Escuela de Frankfurt y su Teoría Crítica, una visión apriorística de la realidad que, en lugar de tratar de desentrañar su funcionamiento, pretendería transformarla y ajustarla a lo considerado de antemano como más beneficioso. En esa vertiente tendría una importancia radical lo que Jacques Derrida bautizó como desconstrucción, que partiría de la concepción del lenguaje como moldeador del universo, y que trataría de desentrañar los posibles errores que habrían sido introducidos en nuestro subconsciente a través del léxico. En las principales construcciones culturales de la humanidad se encontrarían infiltradas toda una serie de relaciones de poder que configurarían nuestro comportamiento. Por consiguiente, la tarea de la deconstrucción debería pasar por desmontarlo todo, para probar y revocar las injusticias implícitas que habrían quedado encerradas en la enciclopedia del saber humano, condenándonos a repetirlas constantemente. "Deconstruirlo todo excepto las obras de los deconstruccionistas", añade Soley. "Estas son sagradas y hay que creerlas a pies juntillas".

"A la cultura woke no le interesa la realidad", añade después. "Un ejemplo de esto queda perfectamente claro en el libro de Abigail Shrier sobre la explosión de casos de disforia de género entre jóvenes en Estados Unidos. Leyéndolo te das cuenta de que no les interesa la salud real de las personas que se presentan con estos problemas. Lo que les interesa es aplicar un deber ser ya preconcebido. Aplican sus ideas en las personas igual que Procusto. No les preocupa las heridas que dejen por el camino. Todo parte de una mentalidad utópica, en la que todo está justificado porque el bien que se persigue es superior a los daños colaterales. Esa es su mentalidad dogmática y fanática".

La censura moderna y el monopolio de las Big Tech

La amenaza de la cancelación ha ido evolucionando en las últimas décadas, viéndose impulsada por el avance de una tecnología que ha sobrepasado a los propios gobiernos nacionales. Hoy en día, recuerda Soley, quienes discriminan y orientan las reglas de la libertad de expresión de forma arbitraria y con un poder aparentemente inabarcable son las llamadas Big Tech. Enormes empresas tecnológicas que disfrutarían de algo parecido a un monopolio del mundo digital. "Un argumento recurrente contra quienes denunciamos la cultura de la cancelación es que la pena de la que nos quejamos no es tan severa. Al final, nos dicen, sólo te echan de una red social privada". "Pero hoy en día cada vez es más difícil vivir fuera de esa burbuja. Para mucha gente es el ámbito exclusivo de intercambio social de nuestra época". Además, las repercusiones de la cancelación, muchas veces, no se limitan al bloqueo de ciertos perfiles en redes sociales. "Las personas que desempeñan trabajos expuestos al público se juegan su carrera y su estabilidad económica". La cancelación es un arma disuasoria muy eficaz, lo que hace que el criterio incontrolable de las empresas que dominan el universo digital sea tan importante.

"De momento", dice Soley, "las Big Tech no están muy dispuestas a abrir el debate. No obstante, hay gente, sobre todo en Estados Unidos, que sí que lo está abriendo. En mi opinión, debería aplicarse la ley antimonopolios a muchas de esas Big Tech. Ellas juegan. Cuando les interesa dicen ser meras plataformas, sin responsabilidad en los mensajes que puedan publicar sus usuarios. Otras veces dicen ser medios de comunicación, y se arrogan el derecho de controlar qué se puede publicar dentro de ellas y qué no. Es algo que hay que clarificar. Lo que no puede ser es que unas empresas tan grandes tengan tanto poder. En Estados Unidos ese debate está teniendo cada vez más cabida. Y aquí tendrá que llegar tarde o temprano".

De la propaganda a la ley

Otro de los peligros denunciados en los últimos tiempos tiene que ver con el traspaso a la ley de ciertas posturas defendidas por la cultura woke, principal adalid de la cancelación contemporánea. Lo problemático ahí reside en que, según argumenta Soley, la ideología que hay detrás de la cultura de la cancelación es contraria a la igualdad de derechos. "Toda esta ideología parte de la base de que cualquier relación social está sometida a dinámicas de poder históricas e injustas que es necesario compensar". Según esta manera de entender la realidad, existen infinidad de colectivos interconectados, y quienes pertenecen a cada uno de ellos pueden ser considerados oprimidos u opresores en función de una serie de características deterministas que les definen independientemente de su propia voluntad.

"El gran proyecto de los zelotes woke pasa por poner a la ley de su parte", dice Soley. Y pone de ejemplo "el proyecto de la ley trans de Irene Montero", entre otras. "Son leyes que están pensadas para restringir el rango de lo que es aceptable y prohibir que se digan ciertas cosas. Quiebran el marco de convivencia. Ahora mismo tenemos leyes en vigor en España en las que se invierte la carga de la prueba. Algo que es tremendamente grave". Por todo ello, considera que "hay que oponerse". "Hay que decir que nos están conduciendo a un contexto, no totalitario, pero sí con rasgos totalitarios".

Totalitarismo blando

Soley comenta que no considera que la intención de quienes están tratando de introducir postulados iliberales en la legislación sea utilizarla constantemente. "La gracia de la cultura de la cancelación es que tampoco pretende aplicar la ley con todo. Sólo la quieren para casos extremos. En realidad, lo que persiguen es que su ideología quede perfectamente interiorizada en la mente de la gente y que lo que rija sea la autocensura. De vez en cuando se da algún caso ejemplarizante en la plaza pública, pero no es lo habitual. Se trata de recordatorios esporádicos. A lo que aspiran realmente es a que nos callemos".

El viraje en los métodos de control de la población también tiene una explicación, según Soley. "Lo que ha quedado claro a lo largo de la historia es que los métodos totalitarios extremos causan un gran daño, dominan a una sociedad y dejan huellas profundas, pero son incapaces de apagar la llama de la disidencia. Es mucho más eficaz lo incruento, porque es más fácil que sea asumido por la gente sin protestar". Para explicar el nuevo funcionamiento del totalitarismo del pensamiento único cita a Stella Morabito, una analista norteamericana que trabajaba para la CIA y que ha equiparado algunos rasgos de la cultura de la cancelación con la forma de proceder de la antigua Unión Soviética. "Ella menciona dos procedimientos complementarios: la saturación y la supresión. La primera tiene que ver con la repetición constante de un eslogan. Una tautología aparentemente simple y asumible por todos, pero con una intención ulterior clara. Lo que se persigue con eso es que la gente piense que algo repetido constantemente por todo el mundo no puede ser mentira. Después, la supresión es la cancelación propiamente dicha. Su cometido es silenciar al que molesta, o hacer pasar sus argumentos por desvaríos risibles e inaceptables".

Esos dos mecanismos funcionarían a la vez en favor de un objetivo común: "Infiltrar mensajes menos asumibles por todos, colándolos en paquete dentro de un eslogan ya aceptado ampliamente por el conjunto de la sociedad". "Es lo que algunos llaman el Caballo de Troya, o contrabando argumental". Soley pone ejemplos: "Su objetivo es que si argumentas en contra de una serie de medidas que van envueltas en un eslogan que aboga, por ejemplo, con acabar con el hambre en el mundo, se te pueda acusar de ir en contra de acabar con el hambre en el mundo. Es lo que pasa, por ejemplo, con el concepto de violencia de género. No permite cuestionamientos de ningún tipo. La cultura de la cancelación no admite matices. O estás con ella o estás en contra. Por eso funciona con eslóganes. Frases muy pensadas que dejan fuera partes importantes del debate".

Libertad de expresión y desinformación

La controversia suscitada por la cultura de la cancelación se ve envuelta, al mismo tiempo, en la alarma que han levantado las llamadas fake news. El riesgo de la desinformación, utilizada sin tapujos por movimientos políticos y por algunos gobiernos, que se sirven del auge de las redes sociales para extender noticias falsas entre la población, ha suscitado que algunos consideren necesaria la cancelación preventiva de cierto tipo de mensajes. Sin embargo, Soley considera más peligrosos a quienes se sirven del miedo para cancelar todo aquello que va en contra de su propia ideología. "En mi opinión, desinformación siempre ha existido. Siempre ha existido propaganda. Y siempre se ha confiado en que la gente era lo suficientemente madura como para distinguir la información fiable de la que no lo es". Considera que "es necesario penar de alguna manera a quien divulgue falsedades, pero siempre con garantías judiciales". Por eso, entiende que "la cancelación preventiva es un camino peligrosísimo".

Preguntado acerca de la cancelación de medios como Russia Today, a raíz del estallido de la guerra de Ucrania, lo tiene claro. "En mi opinión, la gente es mayorcita. La cancelación preventiva de ciertos medios cuyo sesgo es bien conocido por todo el mundo es contraproducente. No es una buena noticia. Yo confío en la capacidad de la gente para informarse y discernir. Y estoy dispuesto a asumir que alguna vez me van a manipular, pero lo prefiero a que alguien pueda decidir por mí qué me pueden decir y qué no". Además, critica a las llamadas verificadoras de noticias: "Han demostrado ser ellas mismas fábricas enormes de desinformación, siempre con un sesgo muy marcado".

Por otro lado, algunos han denunciado la posibilidad de que, debido al hartazgo generalizado que comienza a verse con ciertos aspectos de la cultura woke, otros movimientos populistas de signo contrario puedan verse beneficiados. Soley le resta importancia. "El riesgo de la demagogia siempre está ahí. Siempre hay espacio para que llegue otro demagogo que sustituya las mentiras actuales por las suyas propias. Pero es un problema que a día de hoy me preocupa menos. Yo creo que la experiencia es un grado. Y tiendo a pensar que la gente que se ha descubierto engañada suele haber escarmentado. La población cada vez está más preparada para reconocer a los mentirosos, aunque se piense que no. Eso no quiere decir que los demagogos no vayan a llevarse por delante a alguien. Siempre existe gente que, como decía Jaime Balmes, parecen tener el entendimiento averiado. Pero creo que son la minoría".

Para Soley, "la gran esperanza es que a pesar de que algunos creen que la realidad es totalmente moldeable, no lo es". Y la realidad, al final, "se impone". "A la gente la puedes engañar durante mucho tiempo, pero cuando todavía no está abducida del todo, siempre hay grietas. Hay contradicciones. La gente ve que las cosas que promulgan algunos no concuerdan con la realidad diaria. Al final, es imposible engañar a todos todo el tiempo. Porque la gente no es tonta. La gente todavía tiene ojos para ver y oídos para oír". En ese sentido, considera imprescindible "responder a las mentiras con la verdad". "No hay que dejarse amedrentar. Hay que negarse a seguirles el juego en dos sentidos: por un lado, no podemos utilizar el lenguaje tramposo que quieren que utilicemos; por otro, no hay que pedirles perdón, cuando nos cancelen. Porque no buscan eso. Lo que quieren es la muerte social del disidente. Lo que hay que hacer es doblar la apuesta. Insistir. Y apoyar a quienes, por hacer eso, son atacados por la turba".

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