
Ha publicado el escritor y abogado penalista Abel Quentin (Lyon, 1985) una sátira estupenda y terrorífica sobre la trituradora woke. Se llama El visionario, en España la edita Libros del Asteroide y en Francia le ha valido el Prix de Flore y el Prix Maison Rouge. Frédéric Beigbeder, autor de las fabulosas 13,99 euros y Socorro, perdón, la ha descrito como "la gran novela sobre la cultura de la cancelación". No yerra el tiro.
El protagonista de El visionario responde al nombre de Jean Roscoff, fue profesor universitario, se acaba de jubilar y escribe una biografía de Robert Willow, un poeta que salió por patas de EEUU por comunista y que se instaló en la Francia de Sartre. El libro sale en una editorial independiente, el eco de su publicación es microscópico, se presenta, van cuatro gatos que están medio zumbaos y, en el turno de preguntas, un tipo, Cara Larga, alza la mano y viene a decir que sí, que lo que cuenta está muy bien, pero que, oh, pecado, no incide lo suficiente en un aspecto: Willow era negro. Entonces, se arma un quilombo infernal: acusaciones de racismo y/o de apropiación cultural, hostigamiento en redes sociales, suspensión de un simposio, amenazas, rechazo, y no sigo, para evitar spoilers.
Quentin narra el viacrucis de Roscoff con ternura e ironía y plasma, con precisión, el mecanismo de constricción de la cultura woke, esa anaconda letal que se cierne sobre la víctima y que la estruja hasta liquidarla. De nada le vale al protagonista haber militado en SOS Racismo o haber participado en la marche des beurs: en el conflicto entre "los jóvenes comisarios del pueblo contra los viejos disfrutones traicioneros", de nada sirven los servicios prestados. Los tipos y tipas como Jeanne, la novia de su hija, están hartos "de los hombres que querían que los felicitaran por no ‘agarrar a las mujeres por el coño’, que querían un aplauso por haber gastado suela en las manifas con un amigo negro hacía treinta años", "de la masculinidad tóxica de los viejos sesentayochistas".
El autor consigue que el lector simpatice con un tipo que no está libre de pecado, pero que es sometido a una cacería irracional y salvaje. Roscoff, convertido en un apestado, en un chivo expiatorio que no termina de ser expiado –he ahí la clave de la tortura–, es la víctima ideal de los "espíritus de sistema, y los espíritus de sistema siempre llevarán ventaja". En un momento de la novela, le explica a su exmujer: "A mí una idea que arrasa con todo a su paso me aterra. Es hermoso y es terrible. Porque una idea solo responde de sí misma, es incontrolable, y solo se detiene cuando ha arrasado con todo". Cuando uno está en la mirilla de esta horda, muy pocos se atreven a decir je suis Fulanito. Y, como también se relata en el libro, hay que extremar las precauciones con quienes lo dicen.
En definitiva, recomiendo la lectura de El visionario. Quentin forja una historia compacta, estimulante y, a la vez, asfixiante que atrapa, acojona e invita –a mí, al menos– a la reflexión. La cosa no va bien, amigos. Por cierto: la moraleja, que aquí no dejaré, es terrible. Y es que todos, incluidos los popes de los -ismos, podemos acabar siendo Jean Roscoff.
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