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Luis Alberto de Cuenca

Ante la muerte de Francisco Ibáñez (1936-2023)

Se ha ido al país de las páginas en blanco, y sus amigos y admiradores tenemos un nudo complicado de deshacer en nuestras respectivas gargantas.

Se ha ido al país de las páginas en blanco, y sus amigos y admiradores tenemos un nudo complicado de deshacer en nuestras respectivas gargantas.
Fotografía de archivo, tomada en 2016, de Francisco Ibáñez. | EFE

En 2002 Ediciones B, la firma editorial heredera de la vieja Bruguera, donde aprendimos todos a leer en su revista Pulgarcito y en otras muchas cabeceras tanto de risa como de acción, auspició la publicación de un volumen de la serie Super Humor (concretamente, el número 35) que reunía la colección completa de la que para mí es la indiscutible obra maestra de Francisco Ibáñez Talavera, 13, rue del Percebe, con un prólogo de quien firma estas líneas. Gracias a ese prólogo y a que tuve el honor de intervenir muy de cerca un año antes, en 2001, en la concesión al creador de Mortadelo y Filemón de la Medalla de Oro de las Bellas Artes, pude disfrutar de la amistad del gran dibujante, primus inter pares en la nómina, abarrotada de genios, que ha surtido de inolvidables personajes el tebeo cómico español de los últimos ochenta años.

Cuando la formidable revista Litoral me dedicó un monográfico de ensueño, allá por 2015, no faltó entre los que participaron en aquel homenaje bibliográfico el gran Francisco Ibáñez, regalándome una página maravillosa en que sus criaturas me felicitaban en su nombre. Nuestros encuentros menudearon a partir de 2002 y fueron siempre especialmente gratos, pues Ibáñez era una persona encantadora y divertidísima. Charlar con él en privado o en público era una auténtica delicia. Y digo "en público" porque él y yo hicimos en tiempos varias conversaciones coram populo que fortalecieron nuestra relación amistosa a raíz de lo bien que lo pasábamos juntos hablando de tebeos y de lo que se terciase y contestando a las preguntas que nos formulaba (sobre todo a él, como es natural) un auditorio totalmente entregado al maestro.

Hoy nos ha dejado Ibáñez. Se ha ido al país de las páginas en blanco, y sus amigos y admiradores tenemos un nudo complicado de deshacer en nuestras respectivas gargantas. A pesar de ese nudo, quiero contar cómo un 15 de julio de 2002 (observen la coincidencia con este malhadado 15 de julio) me convertí en Ibáñez por unas horas. Estábamos Alicia y yo cómodamente instalados en sendas tumbonas, mirando al mar desde una playa cualquiera, cuando uno de los dos hamaqueros que nos habían alquilado las tumbonas, al ver que yo tenía en las manos un ejemplar facticio de 13, rue del Percebe con ánimo de ir preparando el prólogo arriba citado, me espetó: "Perdone, ¿es usted Ibáñez? Dice Antonio, mi compañero, que se le parece usted mucho". Contesté: "Ya me gustaría a mí ser Ibáñez. Solo soy un fan suyo al que Ediciones B ha encargado un prólogo para una reedición integral de 13, rue del Percebe".

Cuento con orgullo esta anécdota porque un día glorioso de hace exactamente veintiún años fui Ibáñez por un rato para unos hamaqueros, y hoy Ibáñez no está, ha cruzado el espejo rumbo a quién sabe dónde. Por eso hoy más que nunca todos somos Ibáñez, porque, como dijo Propercio en una de sus elegías: "Son algo los manes. La muerte no termina con todo". Descanse en paz, eternamente protegido por los dioses domésticos que brotaron de su fantasía, el gran Francisco Ibáñez Talavera.

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