
Devorado Danza macabra (Valdemar, 2006), del maestro Stephen King. Me lo regaló hace varios cumpleaños José Antonio Soto Cruz, autor de una novela brillante, Como un rolling stone (Seurat Ediciones, 2018); me lo recordó José Luis Garci, Peter Pan ya octogenario y siempre genial, hace tres o cuatro semanas: "Es cojonudo. Lo leí en versión original cuando tú ni habías nacido". El libro vio la luz en 1981. Al mundo editorial español se la trajo floja durante más de un cuarto de siglo. Los escritores Joaquín y Jesús Palacios publicaron fragmentos de la obra en el fanzine El Grito que dedicaron al autor de Misery y ningún abogado –ni especies similares– pidió una sola peseta/dólar.
Danza macabra es un contenedor aparentemente anarka –no hay rastro de academicismos– de ideas muy interesantes sobre el cine y la literatura de terror. Acierta King cuando afirma que el género nos llama la atención –a quien nos la llama, claro– porque ofrece "la oportunidad de ejercitar (eso es; no exorcizar sino ejercitar) emociones que la sociedad exige que mantengamos bajo control. La película de horror es una invitación a dejarse llevar simbólicamente por una conducta desviada y antisocial, a cometer actos de violencia gratuita, a consentir nuestras pueriles fantasías de poder, a entregarnos a nuestros miedos más cobardes. Quizá, más que otra cosa, la novela o película de horror nos dice que está bien unirse a la masa, convertirse en un ser completamente tribal, destruir al forastero".
El autor sostiene que el creador de ficción de horror es un apóstol del statu quo, un guardián del conservadurismo que, mostrando postales alternativas extravagantes, conduce al lector/espectador a que celebre la normalidad de su ecosistema: "Cuando hablamos sobre la monstruosidad, estamos expresando nuestra fe y creencia en la norma y guardándonos del mutante". Yendo al hueso, Frankenstein, La noche de los muertos vivientes o El exorcista no dejan de ser alegorías que buscan los puntos vulnerables del Homo sapiens, ya sean estos más viejos que los griegos –la muerte, la belleza, el sexo, etcétera–, ya sean contemporáneos a la obra en cuestión –por ejemplo: en el cine, los extraterrestres, con la Guerra Fría efervesciendo, son destructores de mundos a los que les falta bailar el hopak; durante el período de distensión, casi opositan a monaguillos del padre Ángel–, los aprietan y, desde el confort y la seguridad que oferta la fantasía, generan un inquietante gustirrinín, una sensación de desmoronamiento, pero de un desmoronamiento plenamente controlado.
En Danza macabra, King analiza, recomienda con fervor y se cisca sin hacer demasiada sangre en una pila de series, películas y libros de miedo. Sin explayarse tanto como en Mientras escribo (DeBolsillo, 2003), al aspirante a literato le obsequia con algún consejo más que útil: "Lo que parece olvidar el aspirante a escritor de ficción "seria" (que relegaría la trama y la historia al último puesto de una larga lista encabezada por la sintaxis y ese fluir natural del lenguaje que la mayoría de los profesores de escritura universitarios identifican equivocadamente con el estilo) es que las novelas son motores, igual que lo son los coches; un Rolls-Royce sin motor podría ser igualmente la maceta de begonias más lujosa del mundo, y una novela en la que no hay historia se convierte únicamente en una curiosidad, un pequeño ejercicio mental". También embiste –y a la causa me adhiero– contra esos padres peñazos que no son capaces de encontrar tiempo para ayudar a sus hijos con los deberes, "pero se toman grandes esfuerzos para desacreditar al viejo Papá Noel y demás maravillas. (…) Dios sabrá por qué tantos adultos han confundido el proceso de aprendizaje con un asalto al banco de las emociones y la imaginación, pero así ha sido". Nihil obstat.
Concluyo: si son miembros de la cofradía del Lector Constante y aún no han leído Danza macabra, zámpense este sabroso y, jojo, sangriento bistec de 600 páginas. Les entrarán muchas ganas de seguir explorando la oscura y salvaje selva del terror –por su culpa, no veo la hora de hincarle el colmillo a La feria de las tinieblas de Ray Bradbury o a El increíble hombre menguante de Richard Matheson–, comprenderán mejor al Rey de Reyes y, sobre todo, pasarán un gran rato.
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