
Hace unos meses leí la correspondencia entre los grandes novelistas del Boom, muy recomendable en este momento. Resultaba fascinante comprender cómo se construyeron las grandes novelas de García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, mi admirado Carlos Fuentes, el más elegante en todos los sentidos, y el excelso elenco de excepciones a la pobreza y a la miseria intelectual de la América Latina de los dictadores, los revolucionarios de bon vivant y los sátrapas de los años cincuenta a setenta.
Compartían con los novelistas de nuestra generación del 56 la pasión por la lengua común y por la Francia democrática, intelectual, apasionada, artística, casi se diría que imperial en las pequeñas cosas. Otra generación de americanos antes habían acudido a la llamada de ese gran foco cultural que fue el París de los años veinte. Años de absenta, amores prohibidos, rupturismo, pasión por el clasicismo, y todos aquellos valores despreciados por la cultura del capitalismo americano. Este se recuperaría años después de la Segunda Guerra Mundial con la primacía norteamericana ante el éxodo generado por el fascismo que dio a luz a los mayores mecenas del arte moderno, convirtiendo en millonarios a los artistas que pudieron disfrutar en vida de la pasión que generaban sus obras. Sin embargo, los nuevos ricos no sabían leer, solo disfrutar con la imagen, y la gran novela norteamericana languideció en los años cincuenta para morir con el suicidio de Hemingway.
Si la Primera Guerra Mundial creó a París como lo hizo la Guerra franco-prusiana de 1870, la Segunda Guerra dio a luz a Nueva York, y parecía que nadie era capaz de seguir la estela de los dólares y la pasión por el esnobismo que inundó a la opulenta sociedad neoyorquina gracias a Leo Castelli y Peggy Guggenheim.
Nada relevante parecía existir ni al sur de los Pirineos ni del río Grande. El desprecio del mundo occidental por el oscuro mundo autoritario y corrupto de América Latina y España había dejado en el olvido la pasión que generaron en el mundo García Lorca, asesinado, y Picasso, exiliado. El mundo hispano despreciaba la cultura y la convertía en objeto de burla ante la imponible presencia de las camisas azules y los galones decimonónicos que exhibían Trujillo, otro gran actor de Vargas Llosa, y Alfredo Stroessner, o el pretendidamente desaliñado vestuario del sátrapa Castro.
Aquellos jóvenes de orígenes variopintos, sin coordinación alguna, decidieron poner sus sueños en letras. A fin de cuentas, entonces no había otra cosas que sueños. La realidad era el gran escenario sobre el que volcar sus críticas y sus ambiciones.
Primero tuvieron que luchar contra padres autoritarios, colegios militares, miseria, abandono, resignación. Cuando pudieron, huyeron al lugar dónde nacen los sueños: París. A los españoles nos costó más llegar a Francia, aunque solo fuera por la cuestión vecina, pero también acudieron en procesión mariana a Pigalle o al Latin Quartier, donde se producían más milagros que en Lourdes mi admirado Juan Marsé, Juan Goytisolo y otros muchos. Sabían que Europa no abandonaría a España y se quedaron para luchar o simplemente porque este país siempre fue un imán tabernario de sol y Mediterráneo. Bucear por Shakespeare and Co, la librería fundada por la americana Sylvia Beach y encontrar toda la literatura española en el templo de Occidente es una íntima satisfacción a la reivindicación de la cultura en español que todo ser humano debe disfrutar.
Algunos decidieron volver a luchar por sus países, pero no habían comprendido que nadie entendió sus sueños, que nada había cambiado tanto en Hispanoamérica, para que las ideas liberales o socialdemócratas se asentaran. La ignorancia y la barbarie, que siempre van de la mano, habían ahogado las esperanzas de todos los pueblos. Perú renunció a tener un presidente excelso para continuar con la jaula de grillos que es su política. Otros ya no volvieron, en su obra se reflejaba el pesimismo, no es la resignación, sino la convicción de que ni siquiera merecía la pena luchar.
La maravillosa generación anterior que destacó en los cuarenta y cincuenta marcó un camino apasionante, pero algunos eran demasiado elitistas y otros muy conservadores para buscar más allá de las formas una reivindicación de futuro. Borges, Onetti, Rulfo y Cortázar sentaron unas bases incólumes para lo que vendría después.
García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Benedetti, Pablo Neruda... ya no están aquí. Sus libros, si no son quemados ante esta ola de cafres en el poder, serán relegados ante la inteligencia artificial y la incontenible pasión por el mensaje sin forma, basado en el emoticono, en la inmediatez. Sus sueños de cambio, de revolución diría yo, estarán para siempre en sus libros.
Como en la distopía de Bradbury en la que los futuros revolucionarios basan sus ansias de libertad memorizando libros para que algún día puedan ser rescatados, no ya sus palabras sino sus profundos mensajes, deberemos asegurar que las nuevas generaciones no se dejan llevar por el mundo distópico y no olvidan que hubo hombres y mujeres que con la palabra accedieron a las cotas más excelsas de la cultura.
En España, nuestra generación del boom, aquella que escribió las más impresionantes novelas españolas, pudo conocer el mundo por el que luchaban; vieron terminar la realidad que con tanto penar tuvimos que soportar. Cuando los tweets y los tertulianos pretenden reexplicarnos el pasado reciente, volvamos a nuestras estrellas del firmamento literario. Hasta los más conservadores como Delibes o Cela eran auténticos revolucionarios frente a la dictadura y la censura, y en su reflejo de la realidad social había una constante reivindicación. Desde La familia de Pascual Duarte a El hereje, la novela española vivió un momento de esplendor que quedó difuminado por el empeño del régimen en convertir la cultura con mayúsculas en algo censurable y en cualquier caso sin mérito suficiente para competir con los intelectuales nacidos al amparo de los movimientos fascistas de los años treinta.
El gran éxito de nuestra literatura es que consiguió la concordia, algo que nuestros hermanos del otro lado nunca supieron o pudieron obtener.
Vargas Llosa es el último de la gran generación de la literatura, quizás la última. Ya no se escriben novelas de esta calidez, los diálogos se banalizan y pierden hasta el hilo, el mercado impone novelas, muy lejos de aquellos soñadores que se empeñaban y dejaban de pagar el alquiler de su vieja buhardilla de Montparnasse para que su obra viera la luz. No hay sueños sin sufrimiento, y ellos convirtieron hasta el sufrimiento de su vida en un sueño que muchos más hemos querido anhelar y vivir.
Hoy ha muerto algo más que un premio Nobel, hoy la literatura, la que ambicionaba con la palabra, con la imaginación, con el realismo mágico, con personajes histriónicos, hacer un mundo mejor ensalzando la cultura como el mayor valor de Occidente, ha muerto. Cuando oímos voces revindicando a Occidente como herencia de religiones o mundos del pasado, debemos recordar que Occidente es ante todo cultura en libertad, la una no puede vivir sin la otra. Esto es lo que defendemos y lo que somos. Si nos alejamos de estos dos conceptos básicos, entonces nos queda la pesadilla. Hoy podemos decir que la Literatura, como diría Stefan Zweig, el gran profeta del mundo que estaba por venir, pertenece al mundo de ayer.