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La verdadera y novelesca historia de Johnny Hallyday

En el inminente triunfo de lo ye-yé destaca la figura de Johnny Hallyday, cuyo directo era capaz de agitar al público de manera insospechada.

Una de las canciones favoritas de Johnny Hallyday, pieza esencial en sus conciertos desde 1969, es Je suis né dans la rue (He nacido en la calle). Dice así: "Je n´ai pas eu du père/ por me faire rentrer le soir. / Et bien souvent ma mère / travaillait pendant la nuit. / Je jouais la guitarre / assis sur le trottoir. / Le coeur comme une pierre, / je commençais ma vie." Traducido libremente: "Yo no he tenido un padre / que me hiciera volver a casa. / Y mi madre trabajaba casi todas las noches. / Sentado en la acera, / yo tocaba la guitarra. / Con el corazón de piedra, / empecé a vivir."

Y, por una vez en las letras del rock, empedradas de abandonos y corazones rotos, la metáfora se quedaba corta. Jean Philippe Smet, que así se llamaba el futuro Johnny Hallyday, nació en París en 1943. Pero su padre, Léon Smet, un belga muy guapo "a l´air canaille" que estudió arte dramático y baile, hizo algo de cine y se ganaba la vida como cómico y cantante de cabarés, abandonó al recién nacido y a su recién mamá Huguette Clerc, a la semana de dar a luz. Tenía práctica, era ya su tercera esposa y antes de acabar en la cárcel, mendigo y alcohólico, vinieron más.

Huguette, que era guapa hasta aburrir, empezó de peluquera, pasó a ser vendedora en una casa de alta costura y llegó a maniquí de interior (mannequin cabine). Enferma del pulmón como la Dama de las Camelias y rendida al hechizo del golfo belga, cuando volvió de la clínica a casa con el bebé Jean-Philippe, (Jean por la madre de ella, Philippe por el mariscal Pétain, jefe del régimen pro-nazi de Vichy) se encontró con que el marido se había llevado los cupones de la leche y el pelargón. Según otra anécdota, pocos meses después llegó Huguette a casa y se encontró al bebé en el suelo, en una casa vacía, porque Smet había vendido los muebles.

La segunda anécdota es brumosa, la primera, tan cierta como que al terminar la II Guerra Mundial Léon Smet huyó a España, supuestamente por motivos políticos, ya que había colaborado en la radio de los nazis, pero en realidad para dedicarse al delito, ignorante de la eficacia de la Guardia Civil. Atrapado tras varios atracos, fue devuelto a Francia y pasó el resto de su vida en la puerta giratoria de la cárcel. Pese al empeño de la tía Hélene, nunca quiso volver con su familia ni tratar a su hijo, aunque en los años 60 aprovechó su fama para sórdidos montajes en la prensa amarilla. Murió como un clochard a los 81 años. Sólo Johnny fue al cementerio.

Huguette no tenía fuerzas para criar al niño sola y lo dio en adopción a la familia de su marido, los Smet, que se sentían responsables del bebé abandonado. El problema de Hélene, ex-actriz de cine mudo, de su marido Jacob Mar y de sus primas bailarinas Desta y Menen es que eran las únicas personas en el mundo que le impedían olvidar a un padre que no lo quería ni ver. Johnny era, como dice en otra canción, Fils de personne; o, como el héroe de una célebre radionovela española, El hijo de nadie.

El marido de Hélene, Jacob Mar, era todo un personaje. Hijo de un pastor alemán y una princesa etíope, se educó como príncipe de Abisinia y fue cónsul y encargado de negocios de Etiopía en Bruselas y París. Hablaba nueve lenguas, era educadísimo, elegante y se casó con Hélene en 1923. Pero en 1940, como tantos etíopes y franceses, empezó a colaborar con los nazis. Y al terminar la guerra todos se acordaban del abisinio. Tras cinco años de cárcel, volvió a casa, a compartir miseria con su abundosa familia –Hélene, Desta, Lee y el niño- en una casa de dos cuartos, sin baño ni agua corriente. Entronizado en la cama, obligaba con su bastón al pequeño Jean-Philippe, Pipo, a llevarle chocolate, agravando así su diabetes. Y a los tres años murió sin haber vuelto a entrar en sus vidas, en la suya propia.

Para evitar que les quitaran el niño tras la detención de Jacob Mar, los Smet huyeron a Londres aprovechando un contrato de Desta y Menen como bailarinas. Jean Philippe vivió allí entre los tres y los siete años, con un pasaporte falso que no legalizó hasta los dieciséis. Tras la depuración de Jacob Mar por filonazi y con Lee unido a Desta, volvieron a Francia y a las giras por Europa. Pero esquivando la ley entre París y Londres, Pipo jamás se escolarizó. Pese a la leyenda sobre su analfabetismo, sí aprendió a leer, escribir, contar y lo que solía llamarse Cultura General, pero siempre con su tía y sólo por correspondencia. A cambio, nunca le faltó un profesor de música, porque Hélene estaba segura de su talento y de que llegaría a ser una estrella del espectáculo. La familia-circo de los Smet confiaba en Pipo.

Jean-Philippe empezó a actuar desde muy niño en el espectáculo de Desta y Lee, vestido de vaquero, cantando y tocando la guitarra. Había decidido ser cantante a los seis años tras escuchar "Les feuilles mortes", gran éxito de Yves Montand (la mejor de infinitas versiones) que reinterpretaba sólo para su familia. Heléne le veía más futuro en la danza, pero siguió estudiando guitarra y canto donde pudo pagarlo. Hizo papelitos de figurante en el cine y Hélene incluso lo llevó a ver a Maurice Chevalier, pero a los quince años aún no le había pasado nada. Entonces descubrió el rock. Y le pasó de todo.

La imagen de sí mismo: Elvis, Dean, Brando

Hay una diferencia esencial entre el quinceañero que se encandila con una música y el que se dice: a partir de ahora, yo voy a cantar. Uno es el aficionado, el fan; el otro, el artista profesional. En 1958, Jean Philippe Smet, con 16 años, pasó de una condición a otra, del estado tifoso al vocacional, después de ver tres películas seguidas: Loving you, con Elvis Presley; Rebelde sin causa, con James Dean; y La ley del silencio, con Marlon Brando. Los tres héroes, lo que él mismo llamó "sus tres modelos", respondían a los tres aspectos esenciales de la personalidad de aquel muchacho que llevaba toda la vida preparándose para ser estrella: la búsqueda desesperada de un padre, el silencio solitario de un rebelde y el brillo deslumbrante de una estrella del rock. Desde entonces ha sido las tres cosas: un artista incombustible que nunca se ha curado de la nostalgia de un padre y que cada noche se atrinchera en un silencio insomne contra todo y contra todos. Un ser mudable y melancólico que necesita vivir en pandilla, jovial y parlanchín, siempre inmaduro, desconsolado, imposible, creativo.

Los padres de Lee, que, casado ya con Desta fue su primer manager, le enviaban camisas de cuadros típicamente americanas y discos de rock, pero las novedades las conseguía entre los soldados americanos de París, a cambio de botellas de calvados. En su barrio de la Trinité fue reuniendo su banda de "blousons noirs", al estilo motero de Brando en Salvaje, aunque allí lo máximo que pudo conseguir, léase robar, fueron vespas y discos. Su mejor amigo era Christian Blondieu, en la espalda de cuya cazadora se leía "Elvis"; y luego Claude Moine, que trabajaba en una casa de seguros, con el que hizo amistad pese a que le cazó robándole discos en un guateque y que empezó a cantar con el nombre de Eddie Mitchell. A menudo, se cruzaban con otro chico del barrio, muy flaco, llamado Jacques Dutronc. Pero ninguno de los tres, que pronto serían famosísimos, se fijó en una chica alta, delgada, hermosa y recién llegada al barrio, que terminaba el Liceo, no sabía qué estudiar en la Universidad y se sentía más sola que nadie: su nombre real -nunca tendrá otro- era Françoise Hardy.

Aquella juventud de barrio y aluvión, empezó a ir, con el contagioso entusiasmo rebañiego de la adolescencia, a un bar muy especial, el Golf Druot, cuya sinfonola o juke-box tenía cien discos, nada menos. Smet se hizo notar enseguida, pero tía Hélene pactó con los dueños del Golf Druot que Jean François estaría en casa a las ocho. Se cena pronto en París.

En otro lugar achacoso y reciclado por los jóvenes, una vieja sala de baile llamada Club des Panoramas, actúa por primera vez Jean François Smet: canta, acompañándose con la guitarra eléctrica, Party, de Elvis Presley. Según algún testigo, las chicas enloquecieron con el jovencísimo rocker. En todo caso, el Clan Smet por fin vio claro el futuro y empezó a trabajar en su proyecto: un nuevo Elvis, con sus viejas canciones, pero en francés. Ahora bien, una cosa es cantar rock en francés y otra, todavía más difícil, ser un rocker y llamarse Jean-Philippe Smet. Así que, tras toda una noche dándole vueltas, Hélene, Lee y Christian Bloindeau encontraron un nombre artístico. Se descartaron John-Phil y Johnny Rock; y finalmente, en homenaje al americano Lee, su papá-manager, Jean-Philippe Smet fue rebautizado Johnny Hallyday (que en francés suena Yoní Alidé). Hasta hoy.

Como JH no tenía conjunto ni medios de conseguirlo, se inventaron un dúo con un tal Philippe Duval –nombre poco rocker; con ese apellido sólo triunfó el Padre Duval y su guitarra- y pordiosearon por algunos restaurantes de París.

Hasta que un día, en un dancing llamado Robinson Moulin Rouge, el público más joven, como en la Jailhouse de Elvis, se puso a bailar el rock. Entonces descubrió JH cómo funcionaba realmente su talento: con un número indeterminado, pero lo más abundante posible, de jóvenes en pie, dispuestos a bailar, a saltar y a lo que sea, viendo a Johnny.

¿Por qué tarda tanto en triunfar el rock en Europa?

En el inminente, pero aún insospechado, triunfo de lo ye-yé hay algo extraño y sorprendente: el retraso francés y europeo en general, si la palabra fuera válida en materia tan caprichosa como el gusto musical, con respecto al verdadero rock, que durante casi una década es exclusivamente americano. En 1959, cuando Johnny va con tía Hélene al Olympia a ver a Gene Vincent, habían pasado siete años del Rock around the clock de Bill Haley; cinco, del Jailhouse rock de Elvis y cuatro, del Lucille de Litle Richard, sin contar con Locomotion, Be-bop a lula y docenas de éxitos con infinitos cantantes y conjuntos de rock. Si pensamos en cómo el cine de los USA tenía un éxito arrollador en todo el mundo, lo chocante no es que el rock triunfara en Europa sino que tardara tanto en triunfar.

Quizás la razón es la misma por la que la música genuinamente negra –hoy dirían afroamericana- del jazz y el rythm & blues, necesitó a un chico blanco como Elvis y una estética estrepitosa y deliberadamente "teen-ager" para imponerse en los USA. O como el soul, hijo del blues y del gospel, no triunfó con Etta James, heredera natural de Billie Hollyday y las grandes voces negras del blues, sino con la Tamla Motown y Diana Ross & The Supremes, cuyos sonido y estética gustaban tanto a blancos como a negros. En Francia, Italia, España, Alemania e incluso en la propia Inglaterra, que no tenía que afrontar el problema del idioma con el rock, tarda bastantes años en afianzarse la nueva música.

Eso sucede en la década de los 60, cuando una nueva generación, de público y de artistas, se reconoce entre sí y se identifica con un nuevo género y una nueva estética. Pero eso sólo se produce mediante una transición y una cierta transacción entre los géneros musicales nacionales y la estética americana internacional del rocanrol. En Francia, Charles Aznavour o Serge Gaingsbourg, entre otros, están renovando la formidable tradición melódica francesa cuando, a la vez, componen algunos de los primeros éxitos ye-yé. Y cantantes-compositores ye-yé, como Johnny Hallyday, Jacques Dutronc o Françoise Hardy, por no hablar de Salvatore Adamo, escriben con un ojo puesto en la tradición nacional y el otro en las baladas de Roy Orbison o los Everly Brothers, no aptas para diabéticos.

Lío en el Alhambra y primer éxito: 'Souvenirs, souvenirs'

En realidad, el fenómeno ye-yé, como siempre en la música popular, es el de un público en busca de autores y unos autores en busca de público. La industria del disco puede acelerar o ralentizar el éxito de un autor o una canción, pero está a merced de los programas musicales en la radio –que en Francia es casi totalmente pública- y del eco que en el oyente joven tenga el artista. Pero la radio musical no se limitó a Europa 1 y Salut les copains, el radiobelén de la Francia yé-yé. Hubo otros grandes programas antes del de Filipacchi, por ejemplo, Paris Cocktail de Pierre Mendelssohn, en el que por primera vez, el penúltimo día de 1959, debutó Johnny Hallyday.

Aunque educada, Johnny nunca ha tenido una gran voz: ni poderosa, ni bonita, ni rota o gastada al modo de los bluesmen y jazzmen negros. Su fuerte es el directo, su magnetismo en escena, su presencia ante el público y su capacidad de agitarlo, enardecerlo e, identificado ya con él, conquistarlo. Y ese 30 de diciembre, París Cocktail organizaba en el Palais Mercadet una especie de Operación Triunfo o American Idol, fórmulas archiclásicas, para dar a conocer nuevos talentos. A Johnny le convenía cantar en directo para compensar su escasa técnica vocal y las limitaciones musicales de su grupo, que se reducían al pobre Duval. Pero salió, muerto de miedo, cantó de nuevo Party, de Elvis (Viens faire un party) y la que más favorecía a su voz aflautada y a su gallo controlado: Lucille, de Litle Richard. Retransmitida en directo por la radio, el éxito en la sala se trasladó a la audiencia y ese mismo día lo contrataron para actuar entre el noticiario y la película, como era norma en la Francia de entonces. El 16 de enero, Heléne firmaba su primer contrato discográfico, Jil et Jan, cantantes convertidos en letristas, lo habían oído en la radio y le propusieron Laisse les filles. Es un rock atropellado y bastante malo, pero con Johnny... funcionaba.

El 12 de febrero de 1960, apenas dos meses después de su actuación para la radio, salía su primer disco: T´aimer follement (Locamente te amaré), J´étais fou, Oh, oh, baby y Laisse les filles. Un rubio muy guapo, muy alto, de ojos muy azules, que se revolcaba en el suelo tocando la guitarra eléctrica pero que, en realidad, era un tímido de lo más sensible; un Casanova del rock que condenaba al amor a pena de alejamiento sólo podía producir un resultado: todas las adolescentes querían ir a esa cárcel.

Otra cosa era comprar el disco. Las fotos del "beau Johnny" y si era un norteamericano "de cultura francesa" (un pobre francés sin escolarizar) eran materia de patio de secundaria, para "teenagers" y "ado (lescents)". Gastarse los francos de la paga en ese producto, ni hablar. Además, la crítica lo trituró. Lucien Morisse, programador musical de Europa 1 y casado con la italoegipcia Dalida dijo de "esa pálida copia de lo que ya existe en América", o sea, Johnny: "Es la primera y última vez que ustedes escucharán a este cantante". Lo primero era cierto. Lo segundo, no tanto.

Sin embargo, en esos meses frenéticos, tras la radio llegó la téle. Era tan realmente tímido JH que cuando salió en L´École des vedettes (La escuela de los artistas) de Aimée Mortimer, con la cantante Line Rénaud como "madrina", ambas de lo más cariñoso, no pudieron sacarle más que "oui" y "non". Había una razón añadida a la timidez natural de Johnny: sus mentores aumentaron la leyenda americana diciendo que se había criado en un rancho de Oklahoma criando rebaños de miles de vacas. No era fácil de explicar, sobre todo si el cow-boy apenas hablaba francés. Una vez, Vadim le dijo a Brigitte Bardot: "sois belle et tais-toi" ("sé guapa y cállate"). El problema del guapo Johnny es que, si no hablar, al menos tenía que cantar.

El problema de Johnny era el de todos los novilleros en España: triunfar en la capital. Ayudado por la televisión y la radio, JH arrasaba en provincias Lyon y Marsella, la Costa Azul, Bretaña y la Gascuña, pero no conseguía entrar en París, donde había gente que odiaba a los triunfadores de la tele y conocían a Elvis. Por fin se presentó en el Alhambra, escenario importante aunque no a la altura del Olympia o Bobino. Y hubiera sido un fracaso de no ser por el monumental escándalo que deberían haber montado los suyos pero que, en realidad, montaron sus adversarios, con un cantante y compositor muy estimable, Henry Salvador, al frente de los reventadores.

Cuando Johnny se tiró al suelo tocando la guitarra, Salvador se puso en pie y empezó a gritar que aquello era una vergüenza, arrastrando a casi toda la platea con él. Pero subestimaron el anfiteatro, lleno de jóvenes del extrarradio parisino -la banlieue-, que se pusieron a aplaudir frenéticamente a su ídolo. Total, que lo que pudo ser un fracaso artístico se convirtió en un Hernani, aquella "españolada" de Victor Hugo, con vascos aflamencados y reyes penosos, estrenada en 1830, que degeneró en espectáculo de bronca y aplausos y que hoy suele considerarse como el belén del teatro romántico. Nadie se acuerda hoy de qué iba Hernani pero sí de Victor Hugo y del romanticismo. Nadie recuerda si Johnny estuvo bien o mal en el Alhambra, sólo que de allí salió como el ídolo rocker de los jóvenes de barrio y de provincias frente a los críticos de París. Atacarlo era atacarlos y, claro, lo defendían. Así sucedió desde entonces con los ye-yés, despreciados por la prensa izquierdista de París ("exhibición de mal gusto", decía el diario comunista l´Humanité sobre JH en el Alhambra) pero apoyados por un público muy joven y tirando a pobre. Eso de que los jóvenes busquen sólo divertirse siempre ha sido mal visto desde el azul purísima o el rojo oscuro.

Su segundo disco "Souvenirs, souvenirs" se vendió ya muy bien. Era mejor que "Laisse les filles" y ambos más para el directo que para el disco. Pero la máquina de actuar y grabar, perfectamente engrasada, funcionaba ya a toda máquina. Del 60 al 63, Johnny encadena los éxitos pero no por lo que ahora cabría pensar, algo así como una fidelidad esencial al rock, sino por todo lo contrario. Es tan absolutamente infiel que se convierte en el gran introductor del twist, del madison y hasta del mashed potato, engendro bailable que refleja bien el carácter voluble, infantil y hortera de los ye-yé. De esos tres años, que son los de su consagración, sólo unas pocas baladas han resistido el paso del tiempo: "Retiens la nuit", la autogemebunda "L´idole des jeunes" y "Tes tendres années", sobre todo. Pero como lo interesante es ver a Johnny en acción y en la téle, hay una canción –y un video- sencillamente irresistible: "Écoute-moi, partenaire", de la que Bruno Lomas hizo, por cierto, una versión en español: "Perdóname, amigo".

Ahí termina el primer Johnny. Porque en 1962, cuando parecía imposible tener más éxito, conoció de forma harto desaconsejable a una chica de origen búlgaro, hermana del productor Eddie Vartan, que con sólo 17 años empezaba a cantar y que se llamaba Sylvie. Y empezó otra historia.

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