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Pedro de Tena

El viernes "santo" de Camarón

Me contaron, que no lo vi, que cuando bajaron el ataúd del avión, alguien, tal vez su hermana Isabel, pidió ver a Camarón. Se abrió la caja y a su familia no le gustó la camisa que llevaba puesta.

Me contaron, que no lo vi, que cuando bajaron el ataúd del avión, alguien, tal vez su hermana Isabel, pidió ver a Camarón. Se abrió la caja y a su familia no le gustó la camisa que llevaba puesta.
Camarón de la Isla | Archivo

Cuando amaneció aquel día, el 3 de julio de 1992, en pleno festival de la Expo de Sevilla y envuelto en el calor africano que asolaba la Bética, aún no había salido de Barcelona el avión que transportaba los restos de Camarón. Luis García Caviedes, buen amigo y gran conocedor del cante jondo y de sus gentes, me orientaba sobre cómo alcanzar la primera línea en el entierro de José Monge, que volando vendría desde la ciudad que acogió a los gitanos y sus rumbas.

El plan era sencillo. Si no se conocía a nadie del entorno de Camarón la única posibilidad era sumirse en el sudor de la multitud y tratar de ver algo por encima de las miles de cabezas que se esperaban como escolta del cortejo fúnebre que se dispararía desde la calle San Real de San Fernando hasta el cementerio.

Tras unas llamadas telefónicas, me dio el nombre de Rancapino, uno de los mejores amigos de Camarón, un hermano de libre elección, cantaor como él, pero de voz negra como su piel. Si figura, con el sol atado a la cara, era bien diferente de El rubio de la Isla, que así se llamó Camarón en sus primeros tiempos.

Alonso Núñez, nombre de descubridor, Rancapino, estaba en Sevilla, llorando la muerte del amigo y tratando de verlo en el aeropuerto de San Pablo. El acuerdo surgió de manera natural. Yo lo llevaba desde Sevilla a San Fernando y durante el camino, él me iba contando lo que se le viniera a la cabeza de la vida de Camarón. Naturalmente, su figura, la segunda en el cante de la Bahía tras el faraón y seguramente el primero en tarantos y en levante de La Barrosa, me tenía que facilitar el acceso a las proximidades del cementerio. Y así fue.

Recuerdo que cuando llegué al aeropuerto como conductor de Rancapino me impresionó la eficacia de su salvoconducto personal. En un momento, llegamos a una sala en la que un grupo de amigos y su familia más próxima, La Chispa y hermanos, lloraba desconsoladamente junto a Curro Romero, el otro faraón del Sur, Antonio Pulpón y José María González de Caldas, entonces ganadero incluso. Lo de Curro era una fraternidad de cartel, si bien el niño no pudo culminar su sueño de ser torero. Entre ellos dos, había verdad y aquel 5 de julio Curro había sido corneado por la muerte negra de su amigo. Desconsuelo puro e inagotable.

Me contaron, que no lo vi, que cuando bajaron el ataúd del avión, alguien, tal vez su hermana Isabel, pidió ver a Camarón. Se abrió la caja y a su familia no le gustó la camisa que llevaba puesta. Ya saben lo de la "camisita" que tengo que partirme así que le quitaron aquella blusa inadecuada y la sustituyeron por una de lunares negros y rojos, si es que lo recuerdo bien. Toda una escena para la leyenda.

Rancapino se desmoronaba en los pasillos de san Pablo. "Ay, mare, José, ¿cómo ha sido esto?" El avión funeral debía haber llegado a Sevilla a las seis y media de la tarde, pero aterrizó a las siete y diez.

Lo conté así entonces: "Su féretro se volcaba sobre la pista. Se había bajado del avión La Chispa, su mujer. Isabel, su hermana y el resto de su gente. iAtención! En una sala pequeña, se vieron correr como dos toros las dos primeras lágrimas del Faraón de Camas, Curro Romero, que vivió ayer una de las peores cogidas de su vida, la que acabó con el cante de su primo, su hermano, su entrañable Camarón".

Ese chavea que quiso ser torero

Con la mirada desencajada, como perdida en ese ruedo inexpugnable de la muerte, Curro lloraba de pie, igual que se torea, inconsciente de la mezcla de llanto y sudor que se enseñoreaba de su camisa blanca. Isabel Monje, la hermana de ese chavea que quiso ser torero y terminó por ser el más grande del cante desde los tiempos de Caracol, empujaba el dolor hacia los terrenos de afuera. "Ay, mi José, que se me ha muerto. Miradlo, pobrecito, le hemos puesto su camisa colorá y le hemos limpiado los zapatos. Esta, esta es la camisa negra que él me había regalao".

En la columna de al lado en El Mundo, Andrés Amorós destacaba la relación racial entre cante y toros. "Los toros y el cante son/ dos hermanitos gemelos. / Su pare se llama el arte/ y su mare, el sentimiento". Y añadía: "Manolo Caracol torea (digo: canta) como Cagancho canta (digo: torea)". Y relacionaba toreros flamencos y flamencos toreros, desde Sánchez Mejías y Belmonte a Antoñete, los Vázquez, Curro e incluso Ortega Cano, todos ellos con el duende de Lorca en común. Y al tiempo, Antonio Chacón, Silverio, Caracol padre, el Príncipe Gitano y otros fueron antes toreros.

"Vámonos, Rancapino, que hay que iniciar el cortejo". Nos subimos a mi viejo R12 y nos pusimos en cabeza camino de san Fernando, la isla constitucional de León, la de las blancas salinas aquel día ensangrentadas por el sol que se moría mucho más por Occidente. Durante el camino, goterones de lágrimas caían de los ojos de Rancapino. Con el corazón encogido contaba que había visto cantar a aquel niño de la Isla cuando tenía sólo siete años y ya supo que era "el más grande".

Lo más bueno del mundo

Camarón era lo más bueno del mundo, lo más humilde. Mu suyo, eso sí, reservado. No se abría más que con sus amigos. Y fumaba como un loco. Cuatro o cinco paquetes diarios. Eso, a ocho o nueve cigarrillos por hora. Uno cada siete u ocho minutos. Un día, en la universidad de la calle de San Fernando, comenzó su relación con el kifi y el hachis.

Luego, se metió de tó. "Incluso unas hierbas mu malas, el basuko, se llaman, creo yo", me confesó. A lo mejor por ellas exclamó antes de morirse aquello de "Malta, qué es lo que tengo yo..." Fue cáncer galopante de pulmón, pero algo tuvieron que ver.

Supe después que este basuko era una "maceración de la hoja de coca con ácido sulfúrico, siendo su contenido en cocaína entre el 40 y el 80%. Esta pasta, una vez seca, se usa para rellenar la punta de cigarrillos de tabaco o de marihuana pura con algo de basuko. La tolerancia es rápida y provoca una dependencia que lleva al consumidor a graves desajustes psicológicos y orgánicos".

¿Y los niños, Rancapino? "Pobrecitos, uno de ellos ya toca la guitarra. Pero son cuatro. Lo de Nueva York le ha costado a Camarón más de veintidós millones de pesetas. Todavía queda algo, pero el tiempo pasará y la gente no se acuerda de ná. Curro Romero, Manzanares y otros más van a hacer un festival a beneficio de La Chispa y sus niños. Luego nosotros haremos otro de cante".

Se rompieron las camisas

Ya en San Fernando, "un racimo de hombres de cobre, lunares negros y melenas tristes cercó el coche fúnebre donde reposaba Camarón. Como si fuera la Virgen del Rocío, esos cuerpos gitanos, salidos de la fragua de alguna diosa madre, se rompieron las camisas y asaltaron el lecho de la muerte. Poco después, el gitano de oro, que antes que Camarón fue El Rubio de la Isla, se mecía como una barca al pairo sobre la marea incontenible de miles de cabezas. Sobre la caja, la bandera de San Fernando, cintas de los colores de Andalucía y mucha, mucha pena…"

Allí se vio a Paco Puerto, su compañero de adolescencia cuando trabajaba en el negocio de las redes para los barcos de pesca, a Manuela Carrasco, a Paco de Lucía, a Carmen Vegas, a Manolo Mairena…Todos allí, una multitud desde la calle Real al majestuoso y sencillo puente Zuazo, enfebrecida y rasgando el crepúsculo: "Que viene, que viene". Y luego, la explosión sentimental y sincera: "Camarón, Camarón".

"El cuerpo de Camarón se balanceaba sobre los sudores de sus costaleros como un Cristo con esa cara triste, como esculpida en el trance de la vida. Subía y bajaba como su propia voz cuando parecía romperse como un hilo desnudo y resucitaba de nuevo como una roca que se despeñase por el barranco de los nudos de su garganta. Camino de la Venta Vargas, la de los lenguados del estero y las papas aliñás, de la copa de fino y el pescaíto frito, donde María Picardo le escuchó cantar aquellos tangos que aprendió de La Perla de Cái, su mejor maestra". Allí dentro esperaban sus primos, Paco de Lucía y Tomatito, rodeados de autobuses de Badajoz, de Málaga, de Madrid, de Barcelona, quién sabe de dónde más.

Ya era un santo del cante, otro de los santos laicos que da al pueblo. Rancapino se quedó allí calentando el féretro de su amigo, ese del que me dijo que escuchaba las cintas de los grandes del flamenco al revés para encontrar nuevos secretos de su música. Han pasado 25 años y aún se eriza el pelo cuando la memoria regurgita las emociones de aquel día.

"¡Qué pena no ser gitano/de la isla de León, / para llorar como lloran, / la muerte de Camarón", improvisé cuando volvía a Sevilla, ya de madrugada. En el viento cocido, sonaba:

¡Cómo canta la zumaya!
¡Ay,cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
Con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran
dando gritos los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.

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