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Bárbara Ayuso

Juego de Tronos: una cruz por persona

Un repaso por algunos de los mejores momentos que ha dejado la cuarta temporada de Juego de Tronos.

Un repaso por algunos de los mejores momentos que ha dejado la cuarta temporada de Juego de Tronos.

Repitan conmigo: adaptación. ¿Cómo? Sí, eso. A ver, otra vez: adaptación. Vamos a grabarnos la palabreja en la frente (junto a Spoilers, que por si lo dudaban habrá hasta en los interlineados) antes de hablar del maravilloso fin de temporada de Juego de Tronos. Porque el día después del capítulo décimo se inventó para rabiar o aplaudir oligofrénicamente, pero no para que escuchemos otra vez la machacona salmodia de "esto en el libro no ocurre así". Que mira que dan guerra los entendidos, me van a perdonar.

Así que, por nuestra parte aceptamos nuestra condición de subespecie inferior que o bien no ha leído la obra completa de George R.R. Martin, está en ello, o ¡albricias! habiéndola disfrutado de cabo a rabo se presenta ante la producción de HBO asumiéndola como lo que es: una adaptación. Que, como una vez me dijo alguien que verdaderamente sabe de esto, la adaptación es siempre mucho mejor que el mero calco.

Empecemos, pues, por el principio: qué temporadón. Para quien suscribe han sido, en líneas generales, diez episodios de notable alto. Esta temporada ha recuperado el pulso narrativo que durante la tercera pasó por muchos más valles que cumbres. Por fin parece que no estamos abonando el terreno para que ocurran las cosas y ya andamos chapoteando en el meollo. La era de los prólogos quedó atrás. Esta cuarta entrega no solo ha sido prolífica en avance de tramas ni en la especialidad del gordito -muertes, acción, épica y algo de sexo- sino que ha supuesto toda golosina en el viaje interior de los personajes. El desarrollo de los argumentos ha llevado a la mayoría a cambiar y arrostrar lo ocurrido para seguir avanzando. Que esto es de lo que en esencia va toda la serie (y todo lo demás, ya de paso), pirotecnias al margen. Así que a modo de repaso, subimos a los protagonistas al estrado para repartir los mandobles o caricias que se han ganado durante esta temporada; sin más criterio que la fervorosa arbitrariedad de quien suscribe. Una cruz por persona.

Tyrion y Jaime: hermanito, yo te quiero

Tyrion, durante su discurso

Muchos nos maliciábamos que la cuarta temporada podría suponer el destronamiento de Tyrion como favorito consuetudinario de la audiencia. Su encarcelamiento le empujó a una deriva un tanto anodina, restándole protagonismo y ratitos en pantalla de esos que nos hacían aplaudir. El Lannister menudo se tornó un tanto gris y taciturno por pura coherencia, hasta que ¡ay! llegó ese discurso que nos hizo descubrirnos las cabezas y soplar las manos para sofocar la rojez tras la ovación. Con esa mezcla tan extraña entre el fervor y la contención, firmó un momentazo de la temporada sin necesidad de nada más que la palabra. Y las heridas, claro está. Porque algo nos dice que la traición de Shae dejará en Tyrion unas cicatrices más profundas que Aguasnegras, y cuyas consecuencias no van a ser peccata minuta.

El hermano guapo también ha tenido una temporada muy cumbre en lo que a evolución se refiere. Comenzó la andadura en carne viva, sin nada de lo que había sido definitiorio en su papel como Matarreyes pibón: ni Cersei, ni espada ni melenón. Tenía que encontrar su lugar y ha sido un auténtico placer verle dar bandazos entre la desesperación y la resignación del descastado, pero dejando aflorar toda su humanidad. Personalmente, la sutileza y la intimidad que David Benioff y D. B. Weiss nos han regalado en los momentos en los que los hermanos compartían pantalla ha sido, inesperadamente, droga dura para la patata.

Sansa y Arya ó los inescrutables caminos de la madurez

La pareja de Arya y Perro

El balance sobre lo acontecido en las tramas de estas dos hermanas no es tan positivo. Porque mientras una continúa firme pero segura su camino a una madurez que se adivina prometedora, la otra persiste en su panfilez y nuestro hastío. Y no hace falta que especifique a quién corresponde cada cosa. Este periplo que Arya ha vivido acompañada del Perro además de suponer la mejor pareja de Juego de Tronos ha sido el empuje definitivo para la niña-llamada-a-hacer-grandes-cosas. O eso nos dice ese fantástico Valar Morghulis.

A a la otra, pues nada, que siga oliendo sales con sus memos ademanes, porque ya nos hemos cansado de implorar su sacrificio por su bien y el nuestro. Si nos la vamos a tener que comer con patatas, ya solo pedimos que tenga algunos ratitos como esa bajada de escaleras y se deje de castillitos en la nieve. Y en la cabeza.

Littlefinger y Tywin: eres mala, Muriel

Littlefinger, fingiendo que le gusta.

Asociar a estos dos personajes en el mismo apartado es por aligeramiento, pero también por maldad. La suya, concretamente. Mientras esta temporada hemos perdido al perverso Tywin en el último capítulo (ya están hechas todas las gracietas sobre tronos y defecaciones, me temo) hemos ganado, o recuperado, al otro villano integral de Westeros. Que yo, personalmente, le echaba de menos. El intrigador y su incomprensible bigotillo había sido hasta ahora el elefante en la habitación, el que todos sabíamos o sospechábamos que andaba detrás de las maquinaciones aunque no se explicitara. Y ahora que ya es público y notorio, servidora no puede más que felicitarse de que gane rato en escena y peso argumental. No solo porque esto (y todo, de nuevo) necesita un malvado, sino porque básicamente que usted y yo estemos aquí disfrutando del sinúmero de batallas de Juego de Tronos se lo debemos a él. Y si no, eche la vista atrás y piense por qué los siete mediavales reinos no disfrutan de una convivencia pacífica y buenrollera. A ver quién ha empujado la primera ficha del dominó que ha desencadenado todos los embrollos.

Jon Snow y Khaleesi: somos los bonitos, míranos y bosteza

Ella nota algo raro en él

Qué belleza y que sopor estos dos, por los dioses nuevos y los viejos. Mucho más el coñazo oxigenado que el bastardo de las nieves, de justicia es reconocerlo. Esta temporada, Daenerys nos ha convencido de que da igual la hazaña o aventura que perpetre, que ella no borra ese rictus de aquí-huele-mal ni aunque le cambien el actor de Daario Naharis para ponerle frente a las fauces a un chulazo mucho más apetecible. Salvo el vestuario, la madre de los Dragones sigue protagonizando los momentos de aprovechar para ir al baño del episodio y sus tramas solo brillan cuando los que están a su alrededor se ponen a ello. Que no es precisamente cuando Gusano Gris y Missandei se ponen a moñear, por cierto. Más bien cuando Daario se pavonea a las puertas de Mereen enfrentándose a un tipo que orina la arena y -ojo al dato, curiosidad- le echa un discurso en valyrio que traducido era el monólogo de John Cleese en Los Caballeros de la mesa cuadrada.

Y de Jon Snow habrá que decirle cosas, porque para algo es el niño bonito, pero ganas no sobran. Esta temporada parece haber estado reuniendo las enseñanzas y los bemoles que le faltan para ser líder, y esperemos que continúe por ahí. Que no le dure mucho la pena por la cueva perdida y se abroche el abrigo de piel, porque vienen fríos y no estamos para tonterías.

Las muertes y la batalla: sí pero no

El gigante, en el noveno capítulo.

Dos de los asuntos en los que el amigo George gasta más esfuerzos -porque parte de la pachorra que gasta para continuar la saga es porque utiliza aún el MS-DOS para escribir- han sido de las más desconcertantes esta temporada. Mientras el apartado de los decesos no ha decepcionado, cumpliendo con las máximas de sorpresa y pataleo que acostumbra; la de las batallas nos ha dejado más fresquitos que un granizado de limón. El capítulo noveno no ha estado a la altura de Aguasnegras, y si vas a ocupar todo el metraje del capítulo en una batalla esta ha de ser, necesariamente, emocionante. Y no lo ha sido. Salvo el cabreo consecuente por la muerte de Ygritte, al resto del asedio del Muro le faltó abrir un poco el grifo de la épica. Eso, y habernos ahorrado las escenitas de Sam y su enamorada, que aún estoy dando cabezadas con esta pareja Disney de baratillo.

Y cómo, cómo no referirse a la muerte del incesto con corona y el latino saltimbanqui. El envenenamiento de Joffrey (¡buen viaje, chaval!) y la batalla entre la víbora Roja y la Montaña han supuesto los momentos álgidos de la temporada, amén un recordatorio de por qué Juego de Tronos nos tiene cogidos por los bajos. Por su osadía y su imprevisibilidad. Que yo también siento enormemente la pérdida de alguien con tanto potencial como la Víbora – me las deseaba yo muy felices vaticinando que su personaje tendría recorrido- pero nada de eso. El muy sádico de R.R. Martin le dejó hacer todo un número acrobático para acabar muriendo como un chulito de verbena: por bravucón.

De zombies y niños raritos

El bebé caminante

Unir estas cosas es en el fondo acabar hablando del elemento fantástico de Juego de Tronos. Y en esto, la temporada domina el palmarés el momento roba-niños de los white walkers, que aún no tengo muy claro si habría vivido más feliz sin ver. Porque ya barruntábamos todos que los críos que se llevaban del bosque no acababan en el puchero, pero no sé si hacía falta que lo viéramos tan claramente.

Los fans de los libros andan cabreados porque el caminante blanco que le planta la uña al querubín en la cara se lo han sacado de la chistera. Yo lo estoy porque ya que te pones a convertirle en un ser del averno, no me cuadra que siga teniendo aspecto de anunciar pañales una vez transformado. Que sí, que los ojos y eso, pero un poco más de atrezzo, por Dios. Sin embargo, los infantes extraños que dan título al último capítulo me gustaron más. Y eso que todo lo que le ocurre a esa panda me trae bastante sin cuidado, por mucho de que me alerten de su importancia. Salvo Hodor. ¡Hodor!

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