
Lleva veintiséis años South Park siendo la serie más libre del mundo. Sin duda. Quien dice libre, dice libre de verdad, sin clientelismos encubiertos ni postureos plastificados. Gastando una crítica voraz, omnímoda e inteligente, sin hacer distinción de raza, sexo, religión y derivados. La libertad salvaje de sus creadores, guionistas y dobladores originales, Trey Parker y Matt Stone, es inédita y exclusiva, preciosa y temeraria. Estos tipos no sólo se han jugado la cancelación, que han sufrido no pocas veces, sino el cuello: en 2010, un grupo islamista les recordó que podían acabar como el cineasta holandés Theo Van Gogh si se emitía un capítulo en el que aparecía una caricatura de Mahoma.
A lo largo de sus más de 300 episodios, South Park se ha pitorreado como nadie del ecologismo ("Selva, puta selva"), del catolicismo ("Amor católico candente", "Sangre de María"), de la cienciología ("Atrapado en el armario"), de la transexualidad febril ("La nueva vagina del señor Garrison", "Chicas de mesa"), de las políticas migratorias de Trump ("El Joker mexicano"), de Sadam Hussein (maravillosa la dupla "¿Van los inválidos al Infierno?" – "Probablemente"), de Jeff Bezos ("Insatisfechos"), de Mel Gibson ("La pasión del judío") o del comunismo chino ("Hecho en China"). Parker y Stone partieron del chiste basto, nunca del todo gratuito, pero, progresivamente, refinaron y perfeccionaron una sátira que, exenta de moralinas, suele concluir con una moraleja certera, vergonzante y cruel. Cada temporada es un espejo del callejón del Gato de su tiempo. Y las verdades, disculpen el tópico, duelen.
Parker y Stone chapotean como gorrinos en el barro burlándose, en concreto, de los hipócritas. De la tropa que proclama paz y amor hasta que le tocan el bolsillo. De los santurrones religiosos y laicos que, de puertas para adentro, resultan ser gentuza. De los sepulcros blanqueados, relucientes por fuera, pero llenos de podredumbre por dentro. Y, en su último especial, "Joining the Panderverse" –emitido en Paramount+ en EEUU; olvídense de encontrarlo en España en canales oficiales–, le hacen un traje a Disney. Y de los buenos.
La historia arranca con Cartman, el niño gordo racista, antisemita y antihippy, teniendo una pesadilla: "Soñé que era sustituido por una mujer diversa". La madre le tranquiliza diciéndole que "no existen los ejecutivos de Disney que reemplazan a todos tus seres queridos con mujeres diversas que se quejan del patriarcado". Error: al día siguiente, en el colegio, Cartman es absorbido por un portal que lo traslada al Universo 216-B, donde todos los personajes son mujeres diversas. Por su parte, el Cartman del Universo 216-B, que es una mujer negra, acaba donde el Cartman original. A la vez, la Kathleen Kennedy –productora de cine, presidenta de Lucasfilm y abeja reina woke– del mundo real ronda en el Universo 216-B, mientras que la del Universo 216-B, que es semejante a Cartman, ronda en el mundo real hundiendo a la compañía y pidiendo, por ejemplo, que en el remake de Bambi manden "a la mierda el bebé ciervo" y "pongan a una mujer patética y diversa". Ojo: los pelmas de los curitas antiwoke tampoco quedan indemnes. En paralelo, Parker y Stone ponen en la diana a la gente que necesita un reparador para todo y, a través del quilombo que se monta, caricaturizan las revoluciones occidentales posmodernas, conformadas y alentadas por tíos inútiles y neuróticos. En definitiva, si la encuentran, hínquenle el colmillo a esta delicia macarra y divertidísima. Luego me cuentan.
Y sólo una cosa más, en plan localista: no hay serie española que rebose el talento, la valentía y, vuelvo al principio, la libertad carnívora de la que hace gala South Park. Ni, visto lo visto, la va a haber.
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