
Quizá Nueve perfectos desconocidos era el tipo de serie destinada a tener una sola temporada. Quizá extender el material original de la novela de Liane Moriarty en que se basó la primera era un error. Y quizá el esquema de antología como vía para escapar de las limitaciones de otro, el de la miniserie, se ha revelado como una gran engañifa.
Pero en todo caso, la segunda temporada de Nueve perfectos desconocidos está en Prime Video a razón de un episodio semanal desde finales de mayo. Cambiando el paradisiaco enclave original por uno montañoso en los Alpes austriacos, y desde luego el peinado de Nicole Kidman, la nueva tanda de episodios sirve para someter a un nuevo grupo de desconocidos a otro experimento psicodélico.
Si gran parte del atractivo de la primera temporada era descubrir qué se traía realmente entrem anos la doctora Masha, no andan desencaminados. La actriz, que quizá trabaja por encima de sus posibilidades y desde luego ha encontrado en el formato de las miniseries un campo abonado para ello, se pasea con seguridad por el invento sabedora de que, pese al notable elenco de secundarios y la incorporación de Lena Olin, es a ella a quien mira el público.
Eso es incuestionable, pero no necesariamente arroja el resultado esperado. Una vez elminado el suspense y descubierto la naturaleza de cobayas de los invitados, el suspense desaparece de la serie de Jonathan Levine y el veterano David E. Kelley. La parodia del snobismo de las clases altas no es una particular novedad (es un área dominada ahora por The White Lotus) y las subtramas de traumas sentimentales y familiares no enganchan por, precisamente, la escasa simpatía de la mayoría de personajes.
Nueve perfectos desconocidos sedujo en su primera temporada por el escenario, el reparto y el propio misterio de la gurú Masha. Pero la segunda no es tanto una segunda temporada como una secuela, por mucho que sus responsables diseminen algún dispositivo argumental aquí y allá para convencernos de lo contrario. Prime Video necesitaba su The White Lotus (otra que tal) y lo encontró en el material que le ofrecia el libro original de Liane Moriarty.
El resultado es una serie para lectores de The New Yorker, que se ampara en una apariencia de inteligencia que, en realidad, no es más que un relativamente hábil ocultamiento de sus (escasas) cartas. El decorado alpino e invernal atrae, pero este esquema diluido de Agatha Christie para tiempos falsamente psicológicos consume demasiado tiempo para llegar donde llega. Insufrible trama wellness.