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Mejor bailaora de su tiempo

La legendaria Carmen Amaya, a 50 años de su muerte

Gran parte de las fortunas que ganó las repartía entre su gente, los gitanos.

Gran parte de las fortunas que ganó las repartía entre su gente, los gitanos.
Carmen Amaya | Efe

El 19 de noviembre se cumple medio siglo de la muerte de una de las grandes bailaoras de la historia, desde luego la más genial de su tiempo: Carmen Amaya. Coincide esta efeméride con el supuesto centenario de su nacimiento, que han celebrado días atrás desde TVE hasta otros medios informativos. Pero el dato viene cuestionándose hace años por algunos investigadores. La historiadora Montse Madridejos ha sido la última en sumarse a la controversia de la fecha en la que vino al mundo la artista calé, manifestando que, según un padrón de 1930 consultado en Barcelona, Carmen Amaya habría nacido en 1918, y no en 1913. En el día y mes sí que hay unanimidad: el 2 de noviembre, en el barrio barcelonés del Somorrostro. Para situarles a ustedes: en los confines de la playa de la Barceloneta.

La madre de Carmen, que bailaba muy bien pero sólo en familia, dio a luz en una humilde chabola. El padre, un mallorquín que se ganaba el parné esquilando ovejas, complementaba sus exiguas ganancias tocando la guitarra por los colmados aledaños al puerto y las Ramblas. Carmen Amaya era la segunda de once hermanos, de los que sólo hubo cinco supervivientes. Tenía sólo cuatro añitos cuando su progenitor, José, al que apodaban "El Chino", la llevaba de la mano para que bailara por las calles y en algún colmado, si es que no aparecía un guardia y los echaba. Es a partir de 1929, durante la Exposición Universal, cuando empieza a despertar la admiración de los que la contemplan bailar con auténtica furia. Ya tenía un genio endiablado por entonces, razón por la que empezaron a llamarla "La capitana".

Un día bailó ante Alfonso XIII. No teniendo el Rey dinero a mano ordenó después que le dieran a la jovencísima bailaora quinientas pesetas y una cesta con viandas. La popularidad de Carmen corría de boca en boca en los cenáculos del flamenco y artistas tan consagrados como Manuel Vallejo y José Cepero no dudaron en llevarla en su compañía. Y Raquel Meller cedió también, aceptando que figurara en uno de sus espectáculos de París, en 1931. Después, una gira triunfal por toda España y dos películas: La hija de Juan Simón, al lado del ídolo del momento, 1935, que era el cantaor y cancionero Angelillo y María de la O, donde la sitúan nada menos que junto a Pastora Imperio. Era el año 1936. El estallido de la Guerra Civil le sorprende actuando en Valladolid. Resuelve con su compañía irse a Portugal. Ya no volvería hasta once años después, periodo en el que vivió su etapa de gloria en múltiples escenarios de los Estados Unidos e Hispanoamérica. Por cierto: antes de pisar suelo norteamericano fue advertida de que, siendo analfabeta sería difícil que pudiera acceder al país. En pocos días aprendió lo básico para que las autoridades sellaran su pasaporte. La aplaudieron desde Charles Chaplin y Greta Garbo hasta Orson Welles, quien le pagó el triple que a Marlene Dietrich para unas pocas escenas de baile en un filme. Fue portada de Life.

Además de su danza frenética, cantaba asimismo con mucho arrebato y pasión. Hay discos que afortunadamente la recuerdan. Tanto dinero ganó la catalana que se compró un piso en Nueva York, otro en Hollywood, que había pertenecido a la mítica Diana Durbin, y una casona en Argentina. Roosevelt la invitó a actuar en la Casa Blanca y, como ella no quisiera fijar sus emolumentos, el Presidente ordenó que le enviaran un costoso regalo: una chaquetilla bordada en pedrería, oro y brillantes. Que ella, al regresar a su hotel, deshizo para repartir las joyas entre los miembros de su compañía. Actitud que mantuvo a menudo. Gran parte de las fortunas que tuvo las iba repartiendo entre los suyos, de etnia gitana. Se cuentan infinidad de anécdotas de su talante generoso. Del día que vio en el escaparate de una afamada peletería de la Quinta Avenida neoyorquina una deslumbrante chaqueta de visón blanco; entró, la dependienta mirándola de arriba abajo le hizo ver que era muy costosa, sólo al alcance de clientes de categoría, y ella resuelta y herida en su orgullo mandó, una vez puesto en el mostrador un fajo de dólares, que le empaquetaran la prenda ¡y cinco más! Por supuesto, fue un regalo para las mujeres de algunos de los artistas de su "troupe". Veinticinco gitanos la componían. Que iban a los mejores hoteles, como el Waldorf Astoria, donde se cuenta que un día los echaron a todos a la calle por asar sardinas en el somier de la "suite" de uno de ellos. Carmen, riéndose a mandíbula batiente muchos años después, recordaba que aquello no dejaba de ser una leyenda, que ella y sus artistas no eran tan salvajes.

De vuelta a España en 1947, hizo frecuentes giras por Europa. En París se incorporó a su elenco un guitarrista llamado Juan Antonio Agüero, de buena familia cántabra. A las pocas semanas, él se le declaró sentimentalmente así: "¿A que no se casa usted conmigo?". Y ella: "¿A que sí?" Dicho y hecho. Matrimoniaron al poco tiempo en una iglesia cercana a las Ramblas barcelonesas en 1952. Fueron muy dichosos, aunque no tendrían descendencia. Hasta que una esclerosis renal llevó a la tumba a la ardiente bailaora, en la mañana del 19 de noviembre de 1963, en Bagur, donde se habían comprado una casa en plena Costa Brava. Un año antes había protagonizado Los tarantos, magnífico testamento cinematográfico que compitió en los Oscar. Su desconsolado viudo trasladaría los restos mortales al panteón santanderino de la familia Agüero. No sabía vivir sin ella. Lo encontré una tarde en un bar a espaldas del estadio Bernabéu. Me lo presentó el segundo marido de Paquita Rico. Debió percatarse de que yo era periodista y, apretando la copa que llevaba en la mano, me dio la espalda. No quería saber nada de nadie y en la nebulosa del alcohol seguía soñando con aquella mujer que empezó danzando entre las olas del mar y sabía que, si dejaba de bailar, moriría. Él la siguió hasta el infinito muy poco después.

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