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'La malquerida': Penella interrumpe, Benavente desgarra

Su entidad como zarzuela es cuestionable pero este montaje atrapa y zarandea al público a su gusto.

Su entidad como zarzuela es cuestionable pero este montaje atrapa y zarandea al público a su gusto.

"La zarzuela nació en España y fue a morir a Hispanoamérica" dijo una vez Federico Moreno Torroba. No le faltaba razón: cuando el género ya se encontraba difunto en nuestro país en aquella tierra la afición se mantuvo con enérgica frescura durante años y fue refugio artístico y económico de muchos artistas. Precisamente de allí parece llegar, renovado, el aliento de La Malquerida: primero, suculento drama rural de Jacinto Benavente de gran éxito en México; después, zarzuela musicalizada por el maestro Penella, que murió en dicho país; hace pocos años, culebrón en Televisa.

Estas raíces han sido la excusa para darle al nuevo montaje de la obra lírica, cuasi estreno -solo se representó en Barcelona en 1935-, una ambientación de la época de oro del cine mexicano, entre los años 30 y 50 del pasado siglo. Hay mariachis y sombreros de charro, pero en esencia la historia es la que todos conocemos: el sórdido triángulo amoroso entre la viuda Raimunda, su hija Acacia y su segundo marido Esteban. El libreto conserva toda la fuerza de la tragedia original, pero ¿funciona como zarzuela?

Diferencias de edad y risas heladas

Manuel Penella, rara avis que elaboraba sin ayuda la música y el libreto de sus obras, se arriesgó esta vez a trabajar una obra ajena. Su labor consistió en la introducción de canciones y de nuevos personajes. El resultado está más cerca del musical que de la zarzuela: aunque espléndida y bella, la página melódica resulta insuficiente, fragmentada con temas demasiado breves para profundizar en los personajes –aunque a nivel emocional cumplen–. Algunas escenas se habrían enriquecido con un trasfondo instrumental. Asimismo, se echa de menos una canción propia para Acacia que ahonde en el conflicto. Por lo tanto, ¿se trata de una mala zarzuela? En absoluto. Pero uno no deja de preguntarse si la obra funciona porque lo hace el texto, y la parte lírica es un mero ingrediente ornamental. Aunque esto es un defecto de la obra más que del montaje en sí.

En cuanto a los personajes añadidos encontramos una pareja cómica –inevitable concesión al género– que más bien resulta anticlimática: tras una escena dialogada aparece el dúo con sus gracietas y rompe la tensión, y no ha terminado uno de reírse cuando irrumpe de nuevo el texto original y se le congela a uno la sonrisa. Se puede experimentar como una interrupción de la trama o como un alivio dramático, ustedes deciden. Por suerte, estos Rufino y Benita están interpretados con la suficiente gracia como para justificar su presencia, el primero por Gerardo López, tronchante en la escena del interrogatorio, y la segunda por una encantadora Sandra Ferrández que hace grande cada uno de sus números, perfecta tanto en los graves como en los agudos y también en la dicción –algo que se agradece ante la ausencia de las acostumbradas pantallas que ofrecen el texto en este género–.

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El trío protagonista completa uno de los repartos más ajustados que hemos visto últimamente en el género: César San Martín con su habitual excelencia y potente voz, que luce en dos romanzas estremecedoras; Sonia de Munck, cuyo aspecto aniñado y frágil aporta un interesante y turbador matiz a su interpretación -aunque a ambos les habría beneficiado llevarse más años-, y una extraordinaria Cristina Faus, electrizante en un papel complejo que defiende con oficio y madurez, también en lo vocal. En una obra con tanto texto es una suerte haber reunido a tres cantantes con semejante capacidad interpretativa. Entre los secundarios destaca el tenor Alejandro del Cerro, que aprovecha muy bien sus escenas y conmueve con la copla homónima que ya aparecía en la obra del Nobel.

Terminan de redondear la función los dos directores. En lo musical, Manuel Coves al frente de la Orquesta Sinfónica y Coro Verum, brillantes en sus intervenciones, tanto en las páginas corales como en las partes más íntimas -ese solo de arpa-, aunque hay algo de descoordinación cuando aparecen los mariachis en el escenario. Ojalá sonasen más en las casi tres horas de función. En cuanto al director de escena, Emilio López, ha sabido conservar el poderío de Benavente y dar lucimiento a los momentos musicales, a la vez que ofrece sabrosos guiños al público –ese comienzo con la habanera de Don Gil de Alcalá o la copla de la Piquer, a quien Penella llevó a Nueva York, sonando en la radio–.

Si les apasiona un buen drama, la música del maestro valenciano no les molestará. Si son amantes de la lírica, asistirán, por una vez, a un magnífico espectáculo acompañado de un sustancioso libreto. La obra epata y se agarra al pecho y a la vez entretiene y se hace ligera, y ahí reside su gran atractivo. Ojalá no pase otros ochenta años durmiendo el sueño de los justos.

Título: La Malquerida
Dirección musical: Manuel Coves
Dirección escénica: Emilio López

Lugar: Teatros del Canal (calle de Cea Bermúez, 1, Madrid)
Hasta el 5 de marzo.

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