
"Esto es un contumaz regodeo en la concupiscencia": con esta frase que el genial Rafael Azcona puso en boca de Agustín González en la acertada adaptación cinematográfica de La Corte de faraón (1985) se puede resumir perfectamente el espíritu de esta opereta, pues 115 años después de su estreno en el Teatro Eslava sigue siendo esas tres cosas, contumaz, concupiscente y con afán de regodeo.
El Teatro de la Zarzuela ha rescatado uno de esos títulos que garantiza el lleno absoluto, en la producción que ya se vio hace unos años en los Teatros Arriaga, Campoamor y del Canal, con dirección de escena de Emilio Sagi. El montaje es prácticamente igual y sigue presentando las mismas fortalezas -una estética poderosa, rica en dorados, más de la Nouvelle Vague que de Egipto, y las interacciones con el público- y debilidades -una escenografía en bloques que parece devorar a los actores, un incómodo confeti que llena todo el escenario.

Cuenta Sagi que tanto él como Enrique Viana se han visto obligados a introducir cambios porque la obra original ya había perdido parte de su capacidad de escandalizar. Así pues, el ballet ahora lo componen un grupo de efebos y se hace hincapié en la ambigüedad sexual de algunos personajes, sin llegar a los extremos soeces de la versión de Manuel Paso que no dudaba en bautizar a uno de sus personajes Arikón. Son cambios que no molestan pero que seguramente no fueran necesarios, ya que este coliseo, sin ser tan serio como el Real, no está acostumbrado a ver manoseos tan explícitos y libidos tan disparadas. Es su pertenencia al género lírico, y no tanto las situaciones, lo que sigue manteniendo intacta la frescura de esta adaptación del relato bíblico de José, vendido como esclavo por sus hermanos ("¡Son lo peor de Mesopotamia!") y comprado para la esposa de Putifar, general del faraón y con herida incurable en santa sea la parte.
Otro cambio llamativo es la nueva letra del terceto de las viudas, antes llamando a la sumisión de la esposa ("Sé hacendosa, primorosa, dale gusto siempre cariñosa"), ahora promoviendo su emancipación ("Sé aplicada, sé avispada, no trabajes en casa por nada"). Una de esas modificaciones revisionistas, que toca aceptar, si nos seguimos empeñando en que las obras artísticas deben ser didácticas y no simples frutos de su tiempo.

El reparto, pieza clave de esta obra, es por lo general una gozada, con ese Enrique Viana a la cabeza interpretando a Sul, personaje cuya única intervención son los célebres cuplés babilónicos ("Ay ba, ay ba, ay babilonio que marea"), pero aquí extendido con un monólogo que resulta la mejor parte del montaje, abundante en el humor sarcástico y surrealista del showman. Bien acompañado por un tronchante Luis Cansino como el faraón, con una elegante y profunda voz de barítono que pocos igualan; María Rodríguez en el jugoso papel de la esposa del faraón, con su habitual perfección en lo vocal y una interpretación menos engolada que sus compañeros; Ramiro Maturana, otro fantástico barítono, imponente como el general Putifar; María Rey-Joly como la insatisfecha Lota, demostrando una vez más su vis cómica, con las dosis necesarias de sobreactuación y sus brillantes agudos, si bien en los graves queda eclipsada por la orquesta, y Jorge Rodríguez-Norton como el casto José, en un rol al que otorga el físico necesario y su timbre de tenor limpio y claro, si bien en soltura en el escenario se encuentra un paso por detrás de sus compañeras.
Algunos problemas de dicción (¡benditos subtítulos!) y la desigual fortuna de los diálogos añadidos no empañan la calidad de un montaje que, con su pedrería, dobles sentidos, carne prieta y fantástica partitura, es toda una bendición para el respetable. No duden en hacer con una entrada si la consiguen: esta lluvia de humor cesa en una semana.