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Santiago Navajas

José Tomás en Granada

En la tierra de Frascuelo y García Lorca reapareció José Tomás, levantando una expectación solo comparable a la segunda venida de Cristo o un concierto de Mecano.

En la tierra de Frascuelo y García Lorca reapareció José Tomás, levantando una expectación solo comparable a la segunda venida de Cristo o un concierto de Mecano.
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En la tierra de Frascuelo y García Lorca, el gran torero de finales de siglo XIX y el poeta por antonomasia de la Fiesta, a la que encumbró en versos y pensamientos, reapareció José Tomás levantando una expectación solo comparable a la segunda venida de Cristo, el hallazgo de la segunda parte de la Poética de Aristóteles o un concierto de Mecano. No solo había vendido el torero madrileño toda la plaza sino que, por contagio y abonos, la había hecho rebosar de aficionados los días anteriores, algunos venidos de todas partes de España y el extranjero: ministros y multimillonarios, rockeros y futbolistas, otros toreros...

Entre los aficionados, que venían de abroncar a Morante de la Puebla el día anterior por rajarse delante de un toro que le había echado el mal de ojo al diestro sevillano nada más entrar en el coso, la frase más repetida era "¡No se quita!, ¡no se quita!" cuando el diestro de Galapagar permanecía impasible ante el animal que le pasaba rozando y le invitaba, amable pero insistente, con el capote y la muleta a bailar con él como si estuviesen agarrados al estilo de Cary Grant e Ingrid Bergman besándose en Encadenados.

Seis orejas de ocho y un rabo después, los aficionados estaban felices y emocionados porque habían presenciado el toreo hecho pensamiento de José Tomás, al que vi más calmado y relajado que de costumbre, señor absoluto de la torería, versátil en las figuras, riguroso en los trazos y fino en los matices de muñeca y composición. Para apreciar del todo a José Tomás se tiene que saber ver el arte abstracto, la danza contemporánea y, en general, un mundo que no tiene nada que ver con los sentidos. Porque el toreo, cuando alcanza la intensidad y la hondura que despliega el maestro de Galapagar, es capaz, como también consiguen la pintura de Rothko o el ballet de Martha Graham (que esa misma noche actuaba también en Granada), de ir más allá de lo meramente agradable, entretenido o decorativo –el destino final del 99% de las obras de arte–, para rasgar el velo de las apariencias y ser capaz de enfrentarnos cara a cara, sin trampantojos ni fruslerías, con la verdad absoluta de la existencia: ante la muerte como hecho radical cabe, sin embargo, todavía un gesto capaz de crear un instante eterno de sentido y valor.

En su Diccionario de música, Rousseau escribió: "Para comprender lo que el tumulto de las sonatas podría significar, tendríamos que seguir el ejemplo del burdo artista que se ve obligado a escribir debajo de sus dibujos frases como ‘Esto es un caballo’, ‘Esto es un hombre’ o ‘Esto es un toro’". Pero José Tomás no necesita ningún cartel que aclare lo que en la arena estamos viendo: un caballo, un toro, un hombre y, entre ellos, no un asunto de vida y muerte sino de superación de la muerte oscura a través de la vida encendida. Desde un tendido, en el último toro, alguien entre el público pidió por favor a la orquesta que no tocase, que dejase transcurrir la faena en silencio, petición a la que hizo caso omiso la banda, que se arrancó con el tradicional pasodoble. Pero no era una locura la petición –que solo en Madrid se cumple como dogma, no como criterio–, porque el toreo jondo que practica Tomás incorpora en sí mismo una música que expresa lo que está más allá de las posibilidades conceptuales y metafóricas del lenguaje.

En el habitual artículo contra la tauromaquia que se publica cuando la Feria de San Isidro, el profesor de Filosofía Manuel Arias tacha a los taurinos de ser unos sádicos a los que los historiadores del futuro (no precisa fecha) condenarán, describe a las nuevas hornadas de aficionados como una panda de señoritos que fuman puros (clasismo casposo y ostentoso) y que mejor se estén callados. Básicamente la misma crítica casi invariable que desde Alfonso X ha tratado de abolir la Fiesta recurriendo al insulto, la falacia y el prohibicionismo. Como desde Alfonso X, que tachó a los toreros de infames, han pasado unos siete siglos, podemos confiar en que, si las dotes de Arias para hacer de Nostradamus se confirman, no será hasta el 2719, año más, año menos, cuando, para alivio de los creyentes en el Progreso, las plazas de toros serán reconvertidas en centros comerciales o lanzaderas espaciales. Pero, para entonces, como advirtió Keynes, todos estaremos más que calvos, y habrá habido ocasión para que resuenen, como el domingo en Granada ante cada natural y cada estatuario de José Tomás, en las plazas de toros de México, Perú, Francia y, claro, España, muchos olés. No se quiten.

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