Tras un largo camino, repleto de obstáculos superados, el lunes 6 de abril de 1896 veían por fin la luz los nuevos Juegos Olímpicos, los Juegos Olímpicos modernos. La ciudad sede fue Atenas. No podía ser de otra forma. Era el enlace perfecto entre el pasado y el presente.
No fue fácil congregar a los atletas. Primero, porque en aquellos tiempos el sistema de citación era por correspondencia, con la consecuente demora temporal que producía. Además, la llegada a Grecia debía hacerse en barco, con viajes que podían durar incluso meses, y que evidentemente provocaban la falta de forma de los participantes.
Por si fuera poco, Gran Bretaña pretendía que los Juegos se celebrasen en sus islas, provocando la división de los países participantes. Incluso Hungría, que veían en el evento una celebración perfecta para conmemorar el milenario de su país, intentó ser sede hasta el último momento.
Pero finalmente fue el Estadio Olímpico de Atenas –pagado al completo, por cierto, por el millonario griego Georges Averoff- quien inauguró los Juegos. 70.000 personas estuvieron presentes en la ceremonia, presidida por la familia real griega. 197 deportistas griegos desfilaron, junto a otros 88, que representaban a 13 países más: Alemania, Australia, Austria, Bulgaria, Chile, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Hungría, Italia, Reino Unido, Suecia y Suiza. Fue la mayor participación internacional en un evento deportivo hasta esa fecha. España no estuvo presente.
Inicio complicado, pero firme
No todos los deportes anunciados inicialmente estuvieron presentes durante los días de competición. Algunos, como la hípica y el cricket, fueron descartados a última hora por falta de recursos económicos. Otros, como el remo y la vela fueron incluidos pero tuvieron que ser cancelados debido a los fuertes vientos el día de la competición.
Así, finalmente, fueron nueve disciplinas en las que hubo competición: atletismo, ciclismo, esgrima, gimnasia, pesas, lucha grecorromana, natación, tenis y tiro.
Especialmente complicada fue la disputa de las pruebas de natación, que tuvo que hacerse a mar abierto ante la falta de piscina olímpica. En los 100 metros no hubo problema, pero las dificultades aumentaron en la prueba de 500 metros; y mucho más en la 1.200 metros, a la finalización de la cual cinco de los participantes tuvieron que ser rescatados por las barcas perseguidoras. Los húngaros fueron los grandes dominadores en la natación.
La primera prueba que se disputó fue el triple salto. La victoria fue para el estadounidense James Connolly, quien se convertía de este modo en el primer campeón olímpico en 1503 años.
En el lanzamiento de disco y de peso, y a pesar de que los griegos eran los grandes favoritos, ambos oros fueron para el estadounidense Robert Garrett, quien hasta la fecha se había entrenado por error con un disco mucho más pesado, y al llegar a la competición no tuvo problemas para lanzar más lejos que nadie un disco realmente liviano para él.
La gran polémica de la competición se produjo en la halterofilia. En la modalidad "de dos tiempos", dos competidores, el escocés Launceston Elliot y el danés Viggo Jensen, levantaron exactamente el mismo peso. El jurado, con el rey Jorge al mando, decidió que Jensen fuera el vencedor, porque había levantado el peso con un mejor estilo.
No fue menor la polémica en las pruebas de 100 y 400 metros lisos, ganadas ambas por el estadounidense Thomas Burke. Fue el único atleta que usó el estilo de arranque agachado, con la rodilla en el suelo, algo que en un principio desconcertó a los jueces, que a punto estuvieron de descalificarle. Pero finalmente le permitieron comenzar con aquella postura, y se llevó dos oros, siendo una de las grandes estrellas de los Juegos.
Aunque quizá el deportista más destacado, y sin duda el más completo, de Atenas 1896 fue el alemán Carl Schuhmann, que ganó cuatro medallas de oro en las modalidades de salto de potro, equipos en barra fija, equipos en paralelas… y en lucha grecorromana.
Spiridon Louis, el primer héroe moderno
Pero la prueba por excelencia de los Juegos Olímpicos de Atenas 1896 fue el maratón. Principalmente, por la espectacularidad y dificultad de la misma, que a punto estuvo de provocar su suspensión a última hora, pues pensaban que nadie sería capaz de completar los 40 kilómetros, que no los 42.195 actuales. Tan solo 19 atletas se atrevieron a participar.
El Barón de Coubertin instauró esa prueba como motivo de homenaje al guerrero/mensajero Filípides, quien en el año 490 a. de C. portó la buena nueva de la batalla victoriosa del ejército griego ante el persa, recorriendo esa distancia y falleciendo al comunicar la noticia.
Por eso mismo, los griegos la hicieron casi una cuestión de estado cuando conocieron que se disputaría en sus Juegos. Y fue un griego, de oficio pastor y cartero, quien se impuso, con un tiempo algo inferior a las tres horas, con casi siete minutos de ventaja sobre el segundo. Su nombre, Spiridon Louis. Desde entonces, un héroe en su país.
Los premios que recibió por su victoria no fueron escasos. Más allá de la medalla de plata –en aquellos Juegos no hubo oro- y la corona de olivo, Louis pudo comer gratis de por vida en Grecia, así como cortarse el pelo o limpiarse los zapatos. Incluso el millonario griego Georges AVeroff le concedió la mano de su hija, aunque el atleta rechazó la oferta al estar ya casado.
Y el primer tramposo
Pero no fue el único deportista destacado en el maratón. Por motivos muy diversos el nombre de Spiridon Belokas también pasó a la historia. En este caso, por ser el primer tramposo de los Juegos Olímpicos. En la carrera terminó tercero, completando un podio histórico.
Cuarto fue el húngaro Gyula Kellner, quien nada más llegar a la meta denunció que su rival había hecho trampas. Normal, teniendo en cuenta que sólo unos kilómetros antes había visto cómo un carro que le adelantaba por el camino transportaba a Spiridon Belokas, quien se bajaría del mismo pocos metros antes de llegar al estadio. Varios testigos afirmaron haber visto la escena, y el atleta heleno fue descalificado.
Atenas no perpetua
A pesar de los muchos obstáculos y reveses sufridos, tanto antes como durante la competición, los Juegos Olímpicos de 1896 fueron reconocidos como un gran éxito. Tanto, que en la cena de clausura el Rey Jorge I, orgulloso del homenaje rendido al pasado de su país, reclamó que las Olimpiadas debían disputarse siempre en Atenas.
Coubertin se mantuvo silencioso, pero al día siguiente envió una carta al monarca, agradeciéndole primero el espectáculo servido por él y por su pueblo, pero anunciándole también que la próxima edición, en 1900, se celebraría en su París natal.