Efectivamente, es así. Hace 40 años todo empezó a virar. Existía entonces una NBA tocada, con escasa imagen social en un país con no pocos rescoldos racistas, y ante todo, con malísimos índices de audiencia en plena vorágine de juego individualista. Sacaba algo de pecho la NCAA, donde aún coleaban los diez títulos de la UCLA del mítico John Wooden, ‘El mago de Westwood’, que había llevado a los californianos a siete campeonatos universitarios entre 1967 y 1973, para un total de diez antes de retirarse en 1975. Pero nada hasta entonces había sido realmente lo que fue a partir de ese día. Porque el 26 de marzo de 1979, en el pabellón de la Universidad de Utah, Earvin ‘Magic’ Johnson y Larry Joe Bird cambiaron la historia del baloncesto. Nada fue igual desde entonces, tras la final colegial entre los Spartans de Michigan State y los modestísimos Sycamores de Indiana State. La NBA creció como nunca hasta sus cotas de hoy. Y hasta emergió el concepto de March Madness que hoy sigue apasionado a todo Estados Unidos en el tercer mes del año.
Empezó a fraguarse entonces acaso la mayor rivalidad en la historia del deporte, que por sí misma cambió el devenir de los acontecimientos. Todo el mundo sabía ya quién era aquel fenómeno de Lansing (Michigan), hermano de nueve, hijo de un trabajador del camión de la basura que por las tardes buscaba aún más sustento en la General Motors, y al que un plumilla local apodó ‘Magic’ tras una de sus tantas exhibiciones en el East Lansing High School, un instituto predominantemente blanco, a modo de símbolo de los avances de los negros en la década de los 70. Y es que a Earvin Johnson, con su inseparable sonrisa y su particular estilo afro, sencillamente le encantaba llamar la atención. En la cancha y fuera. Hasta había dado una rueda de prensa multitudinaria dos años antes, a los dieciocho, para anunciar que, tras ganar el campeonato estatal y pese a tener becas disponibles en cualquier rincón de Estados Unidos, se quedaría en Michigan para defender los colores de los Spartans, enloqueciendo a los aficionados locales. Eligió Michigan State para poder estar cerca de casa, rechazando, entre otras muchas opciónes, la más poderosa Universidad de Michigan. No tardaría en ser una celebridad y en liderar a los equipos jóvenes de Estados Unidos. Aún hoy en Mannheim recuerdan su exhibición en el prestigioso torneo alemán en 1977, donde afrontó en la final a la España de los Epi, Romay, Iturriaga o José Luis Llorente, que alucinaron con aquel jugador tan innovador.
Sin embargo, y pese a que ya había sido seleccionado por los Boston Celtics en el draft de 1978, no todo el mundo reconocería en aquellos días por la calle a Larry Bird, la gran estrella de la pequeña Indiana State. El tipo huraño, huidizo con la prensa, que sólo hablaba de baloncesto porque él mismo asumía ser incapaz de hablar de otra cosa con cierto criterio, pero que jugaba como los ángeles a su deporte, pese a tener un físico casi vulgar y nada explosivo. El alero que pudo fichar por la Universidad de Florida pero rehusó subirse a un avión por puro miedo. El que fue incapaz de adaptarse al enorme campus universitario de Indiana y sus más de 30.000 estudiantes, que abandonó en apenas tres semanas después de que el legendario Bobby Knight le hubiera reclutado y salió huyendo hacia su pueblo. Allí en French Lick pasó el resto de su año freshman (novato), trabajando como basurero en la Indiana más rural, mientras veía de cerca como sus padres se divorciaban, primero, y más tarde su padre, Joe, se pegaba un tiro, acosado por la adicción al alcohol y los recuerdos de haber sobrevivido a la guerra de Corea.
En esas circunstancias, la expedición hasta French Lick de Bill Hodges y Stan Evans, entrenadores ayudantes de Indiana State, no se prometía demasiado exitosa. "¿Por qué no dejan ya a mi hijo en paz? No quiere ir a la universidad, pero ustedes los entrenadores no paran de molestarle". Así les recibió Georgia Bird en la casa familiar, justo antes de darles un portazo. Tras un garbeo por el pueblo, encontraron a aquel rubio patilargo, desgarbado, y patológicamente tímido saliendo de una lavandería portando un cesto de ropa sucia. Pese al rencor inicial, el resto es historia. Larry Bird se daría una nueva oportunidad, seguramente la última, en la modesta Indiana State. Los Sycamores nunca habían jugado el torneo final de la NCAA, pero eso estaba a punto de cambiar. Por suerte para el baloncesto. Aunque Bird por siempre siguió siendo, y orgulloso, The hick from French Lick (El paleto de French Lick).
Pero antes de que a finales de marzo de 1979 su rivalidad fuese el mejor punto de lanzamiento del baloncesto mundial, Johnson y Bird habían sido incluso compañeros de equipo. Un año antes, USA Basketball había organizado un torneo preparatorio para los Juegos Panamericanos de Puerto Rico de 1979, en el que sus jóvenes valores se enfrentaron a selecciones de la Unión Soviética, Yugoslavia y Cuba. Fue ahí cuando Earvin y Larry entendieron lo íntimamente hechos que estaban el uno para el otro, y lo intensa que sería su rivalidad cuando vistieran camisetas distintas. Su química como jugadores, su inteligencia sobre la cancha, su talento y su comprensión del juego sencillamente eran inigualables para sus compañeros y rivales, al igual que una obsesión por ganar cuasi enfermiza. Aquello era una explosión para los sentidos del espectador. Y aún no eran más que dos adolescentes. Eso sí, lo que para ‘Magic’ era el inicio de una amistad, para la futura estrella de los Celtics sólo era baloncesto en el estricto sentido del trabajo.
Tan parecidos, tan distintos. La posterior leyenda de los Lakers ya era una celebridad poco antes de la final de marzo de 1979 con habitual presencia en los televisores, en una época en que la crisis de la NBA era tan galopante que hasta la final de 1978 se televisó en diferido, algo inimaginable hoy. Mientras, Bird seguía en un segundo plano. Por más que los Sycamores no hubieran perdido un solo partido en el curso antes de la final, haber sido elegido en el draft un año antes había hecho que la NBC, ante la incertidumbre en el momento de si jugaría ya en la NBA, se olvidara completamente de Indiana State a la hora de establecer su calendario del ‘Partido de la semana’. No es casual pues que la prestigiosa Sport Illustrated publicara en febrero de 1979 textualmente que "Hay algunas buenas razones por las que Indiana State ha sido el secreto mejor guardado del baloncesto de este año, y todas ellas están relacionadas con Bird". Por aquel entonces, el alero nacido en West Baden era el máximo anotador del país con 31 puntos por partido y el tercer máximo reboteador, con 15. Pero a menos que la NBC revisara ese calendario, Bird solo aparecería en la televisión nacional si su equipo alcanzaba la semifinal del torneo NCAA. Finalmente, fueron sólo tres veces, tras el obligado cambio de parrilla del canal.
Por aquel entonces Bill Hodges, el mismo que se había ido a buscarle a French Lick, se había convertido en el entrenador jefe de los Sycamores, sustituyendo a Bob King tras sufrir éste un ataque al corazón al principio del curso. En una época sin la difusión mediática de la actual, Hodges llegaría a afirmar, a las puertas ya de la final, que "lo primero que sorprenderá a la gente es darse cuenta de que Larry Bird es blanco". Tiempos sin scouting inmediato, donde todavía existía el factor sorpresa. Y sin redes sociales, cuando no todo se sabía al instante y a cualquier jugador que destacara un poco se le hacía un seguimiento inmediato. Bird, que aceptó completar un tercer año en Indiana State a cambio de que no se le obligara a dar entrevistas, encontraba en la opacidad mediática su escenario ideal. "Soy mucho más inteligente en la cancha de lo que soy en la vida", solía declarar.
Y en la trastienda, el origen de una relación para la historia. Dos tipos que anteponían el colectivo al lucimiento propio, justo lo que la NBA ansiaba encontrar en plena vorágine de individualismo. Y para colmo, la percha perfecta entre el negro descarado y la gran esperanza blanca. El respeto y ambición por superar al otro en la cancha era común a los dos, pero la forma personal de afrontarlo estaba en las antípodas. En la sesión de entrenamiento previa a la final, Johnson trató de acercarse para saludar a Bird, con el que no tenía contacto de ningún tipo desde que coincidieran en la selección, en tiempos sin whatsapp, redes sociales ni siquiera, aunque parezca mentira hoy, teléfono móvil. Fiel a su forma de ser, el de Michigan State buscó cruzar unas palabras con la estrella rival para destensar el momento. Pero enfrente no encontró nada más que a un ser en ese momento esquivo. "No había ido a repartir abrazos, sino a ganar un partido", reconoció Bird años más tarde. Eran dos gotas de agua en la cancha, pero uno era aceite para el otro fuera de ella. Un base de 206 centímetros jugando a toda velocidad y el precursor del concepto point-forward, tan empleado hoy, como la polivalencia propiamente ficha. Dos adelantados a su tiempo. Un auténtico filón mediático a las puertas de cambiar para siempre la historia de la mejor liga del mundo. Y del baloncesto en general.
Así que el 26 de marzo ambos disputaron el último partido de sus vidas antes de llegar a la NBA. Que ‘Magic’ sería número 1 del siguiente draft era algo que caía por su propio peso. Bird, recordemos, había sido elegido en el puesto 6 en 1978, como muestra de la fe de un Red Auerbach visionario, dispuesto a esperar un año sin elegir a un jugador que aportara de inmediato, y sufrir el peor año en la historia de los Celtics hasta ese momento con tal de contar con el ‘pájaro’. Ninguno tenía el título de campeón de la NCAA, y el que perdiera no tendría nunca más la opción de ganarlo. Reto mayúsculo para dos caracteres tan competitivos. Johnson, líder de los descollantes Spartans, que arrasaron a Pennsylvania en la semifinal (101-67) con triple doble del base: 29 puntos, 10 rebotes y 10 asistencias. Bird, no menos decisivo, 35 puntos y 16 rebotes para la campanada de los Sycamores ante la favorita DePaul de Mark Aguirre (76-74). Llegaba pues así Indiana State a la final con un inmaculado récord de 33 victorias sin derrotas, eso sí, procedente de la modesta Missouri Valley Conference. Una división a la que no se tenía en consideración no ya para llegar al partido por el título, sino casi ni para alcanzar el torneo final. Casi nadie fuera del estado de Indiana, o como mucho en el vecino de Illinois, sabría que los Sycamores existían apenas unas semanas antes del partido. Enfrente, Michigan State presentaba un balance más terrenal de 25-6, pero el caché que da pertenecer a la Big Ten, acaso la conferencia más potente del baloncesto universitario americano. Aquella donde se permite competir a Indiana, la misma en la que Bird tuvo que poner pies en polvorosa, pero no a Indiana State, relegada a divisiones menores. Llegados a ese punto, Larry Bird casi rozaba los 30 puntos y 15 rebotes de promedio mientras el país descubría que esa máquina de hacer baloncesto, sorprendentemente, no era de raza negra.
Resulta complejo dar a entender la expectación generada en torno a aquel duelo, pero quizá recordar que el share televisivo del mismo en Estados Unidos fue del 24’1%, ayude. Veinte millones de hogares conectados en directo en 1979. No olvidemos que el seguimiento del baloncesto en el país distaba mucho del actual, como ya se ha reseñado. Y sin embargo, sigue siendo el partido más visto en la historia del territorio de las barras y estrellas. Todo ello, a unos meses de la creación de la ESPN, cuyo lanzamiento llegó en septiembre de 1979, como si de una premonición se tratase de lo que estaba por llegar para la pelota naranja. ‘Magic’ contra Larry, negro contra blanco, sonrisa contra recelo. Dos colosos de la técnica y el juego colectivo. La potencia de la Big Ten contra la cenicienta, el underdog, de la Missouri Valley Conference. La historia perfecta.
En el fondo, el partido en sí no pasará a la historia del juego, pero desde luego que el ruido generado a su alrededor es el germen de lo que hoy en día vivimos. Bird, que lo recuerda como la derrota más dolorosa de su carrera, firmó 19 puntos y 13 rebotes liderando a Indiana State, pero su 7/21 en tiros aún le retumba en la cabeza, atosigado por los hasta triples marcajes rivales. ‘Magic’, por su parte, cerró su ciclo universitario con 24 tantos y 7 asistencias que le valieron ser el MVP de la final, con triunfo de los Spartans por 75-64.
Había nacido una estrella, pues la perfecta sonrisa del de Lansing invadía los domicilios de la cuarta parte de los televidentes estadounidenses del momento, mientras Bird se tapaba la cabeza con una toalla y lloraba a lágrima viva, en la imagen más icónica de aquel partido. No pocos analistas afirman que allí se estaba creando para siempre el concepto March Madness. El torneo final colegial pasó de tener 40 equipos esa temporada a 48 en 1980 y hasta los 64 actuales desde 1985. Hoy hoy algo casi cultural que poco después trajo a Michael Jordan, Pat Ewing, Akeem Olajuwon o Isiah Thomas, y que de no ser por aquella explosión de un 26 de marzo quizá simplemente seguiría siendo simplemente el tercer mes del año, y no la 'locura'. En aquel momento, los derechos televisivos eran de 5’2 millones de dólares anuales, que fueron ya del doble al año siguiente, y de 48 millones en 1982, que se doblaron hasta los 96 en 1985. En la última negociación, en la primavera de 2016, la NCAA vendió sus derechos de televisión por 8.800 millones de dólares para la siguientes ocho temporadas.
De lo que no hay duda es de que, en la sonrisa de Johnson y en la toalla del de Indiana State se consolidaba la que es seguramente la mayor rivalidad en la historia del deporte. Y de que el baloncesto definitivamente se hacía mayor por la reinvención del juego a través del pase y no del lucimiento individual. Johnson y Bird, dos tipos capaces hasta de ser los protagonistas de una obra de teatro en Broadway a colación de su relación.
Y sí, Larry Bird era blanco, por sorpresa para la mayoría.