Klapisch, responsable de Una casa de locos, se queda esta vez en su París natal para retratar su ciudad a través del protagonismo compartido de varios personajes cuyas vivencias cotidianas, miserias y alegrías, se cruzan en una historia que trata de retratar el alma de la capital francesa.
Y en este punto a fe que lo consigue, con un tono que oscila sin altibajos entre lo trágico y lo anecdótico sin caer en la monotonía, conducido además con dignidad y sin arrebatos sentimentaloides de perogrullo. Articulando el conjunto en torno a la historia de un joven bailarín que ve como se aproxima la muerte por una afección coronaria, Klapisch salta bien de una historia a otra y equilibra humor y drama de forma distanciada, concentrado en mimar a los actores y articular cierto estilo visual que le viene muy bien al escenario parisino.
Con una Juliette Binoche verdaderamente atinada en su rol de asistente social depresiva, condenada a ejercer de guía fraternal, Klapisch equilibra bien las historias pese a lo sobado de alguno de los estereotipos (ese inmigrante africano, la pija de corazón noble) y a la falta de verdadero sentido del humor.
París es una ciudad agradecida visualmente incluso cuando toca ponerse vulgar, y Klapisch sabe dotar a los episodios cotidianos de cierta estampa pintoresca sin poner el acento en lo cascarrabias o lo feo. No se hace dura de ver, aunque el pretexto argumental de la diversidad de historias pueda repercutir en el espectador, acusando la falta de finalidad concreta del argumento.