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Exhibición de dignidad el 12-O

Una representación de la mayoría silenciada abarrota el centro de Barcelona.

Doce de Octubre. Decenas de miles de personas se concentran en la Plaza de Cataluña, en el centro de Barcelona. Se celebra una fiesta, la Fiesta Nacional, y todo está lleno de banderas: de España, de la Unión Europea y de la de las cuatro barras sin estrella, esa que hasta hace unos meses era la senyera de todos los catalanes. Familias al completo, mayores, jóvenes, de mediana edad, niños y bebés. Gente corriente a mansalva, como a la salida de un Barça-Madrid o viceversa. Según la Guardia Urbana del alcalde Xavier Trias, treinta mil personas. El año pasado, la policía local dijo que sólo hubo seis mil. La Delegación del Gobierno eleva la asistencia hasta las 105.000 personas; cincuenta mil apuntó el año pasado. La organización del acto dobla la apuesta y habla de más de 150.000 personas. Pero eso es lo de menos, porque lo de este sábado no era un acto de masas sino un despliegue de dignidad.

A bote pronto, cien mil personas no son un millón y medio de indepedentistas, que es la cifra redonda que la Generalidad acuñó en la última Diada. Con estos cálculos, la plataforma "Som Catalunya, Somos España" sólo habría metido el tanto del honor en una goleada de escándalo de los independentistas. Pero esto de Cataluña, si fuera un partido de fútbol tendría mucho más que ver con el de la película Evasión o victoria (futbolistas alemanes contra prisioneros aliados) que con un hipotético España-Cataluña. Meterle un gol propagandístico a la Generalidad, a su aparato mediático y a sus organizaciones satélites es como si el Alcoyano le clavara cinco al Barça de Guardiola, pero en el Camp Nou.

En cuanto a la organización del acto, un desastre. Allí no había manera de formar ni una sardana. Mucho menos una cadena humana tan perfecta y sofisticada como la de la Diada. En lo de la Plaza de Cataluña, cada uno iba a su bola, aplaudían cuando querían y agitaban las banderas a su antojo, sin ningún orden ni concierto. De consignas, ya ni hablamos. Casi no hubo y ninguna fue seguida con la unanimidad con la que los independentistas braman "in-inde-independència!". Unos tibios los concentrados ayer, nada henchidos de ardor patriótico. En realidad, toda aquella gente parecía el club de fans de Georges Brassens. Ya saben, aquel que cantaba "La mauvaise reputacion"; la que dice eso de que "en el mundo no hay mayor pecado que el de no seguir al abanderado". A saber si por esa razón casi todos llevaban su propia bandera y tantas diferentes, no sólo en términos de tamaño, tejido y diseño.

Aunque hubieran sido cuatro gatos no se habrían puesto de acuerdo ni para montar una partida de mus. Y menos en consensuar qué hacían allí, qué se pedía o por qué se protestaba. Unos criticaban al nacionalismo, otros la propaganda separatista, algunos se quejaban de todo, otros hablaban hasta de economía y algunos defendían que los niños puedan estudiar en español. De haberse podido alcanzar un consenso, este habría sido el del nombre de la organización, "Som Catalunya, somos España". Esa era la razón común entre gente tan diversa, dispersa y más bien individualista. Esa y la del orgullo paria, la dignidad de los silenciados. En todo lo demás, división de opiniones.

Nada que ver, por tanto, en términos propagandísticos y logísticos, con el acto de la Diada. Si habláramos del "paintball", esas maniobras militares de pega, el equipo independentista le habría pegado una paliza al otro en menos de cinco minutos. Sería como enfrentar a los "seals" contra una partida de librepensadores, una masacre. No obstante, debe tenerse en cuenta que salir por Barcelona con una bandera de España es como ir al campo del Barça con una camiseta de la selección española, algo que sólo se tolera a los turistas con aspecto asiático. Es decir, un acto entre insólito y kamikaze, una locura, el pasaporte directo hacia una reputación nefasta entre los padres del colegio, las vecinas y el cajero del banco, por no hablar de los "funcionaris". Esto es Cataluña. This is Somalilandia. Discurso único y las ideas propias, en casa o entre amigos. Y eso, de momento.

Tal cantidad de disidentes, de heterodoxos y de marginales concentrados en el centro de Barcelona no provocó el más mínimo incidente, a pesar de las prevenciones de las policías local y autonómica, de las advertencias de la Consejería de Interior, del miedo en el cuerpo que atizó la Generalidad ante la avalancha de ultraderechistas que, pregonaban, se darían cita en Barcelona. En realidad, la gente se sonreía, se repartían pegatinas (los corazones con las banderas de Cataluña, España y la Unión Europea), se hacían fotografías, se abrazaban y, sobre todo, se sorprendían de ser tantos, de no ser tan raros, de encontrarse con ciudadanos como ellos, catalanes y españoles, cada uno con sus matices, con sus salvedades, con sus primos en Cuenca, o de Berga de toda la vida. Como si la Cataluña real no fuera un espejismo, como si una parte de la mayoría silenciosa hubiera decidido que tiene derecho a saber, a salir a la calle, a entrar en el campo del Barça con una bandera española para animar al equipo local, a ser escuchados, a decir que ya vale de poner a la gente entre la espada y la pared, que un poquito de por favor tampoco vendría mal. Y todo eso, sin medios, sin propaganda, sin bombardeo informativo, sin preparación y casi sin organización (más allá del esfuerzo brutal de tipos como José Domingo, el impulsor de la plataforma Som Catalunya, Somos España); con los políticos del PP y Ciudadanos en un segundo plano. En suma, una cosa muy extraña, un acto cívico, festivo y familiar, como los otros, pero con más dosis de valentía y como un arrebato de dignidad. Contra el apartheid de quienes no son soberanistas, contra la división de la sociedad, contra las mentiras... Nada que ver con masas, con cadenas ni con números.

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