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Cuando Fraga hundió el Prestige y Aznar soltó el chapapote

El Prestige provocó un desastre al inaugurar una etapa de violenta confrontación, de explotación de la emotividad, de hegemonía de la demagogia.

Quien quiera entender los agitados cambios de la política española en la primera década del siglo XXI tendrá que remontarse a un suceso en sí mismo tan apolítico como el accidente de un petrolero frente a las costas gallegas. Del naufragio del Prestige se dijo entonces repetidamente que fue un accidente que se convirtió en catástrofe. Pues bien, en un sentido muy distinto al que le daban quienes lo decían, no hay duda de que fue así. El accidente del Prestige provocó un desastre político al inaugurar una etapa de violenta confrontación, de explotación de la emotividad, de hegemonía de la demagogia, que a diferencia del chapapote, que pudo limpiarse, tuvo consecuencias duraderas.

Aquello de que había sido un accidente que se convirtió en catástrofe se dijo, claro, señalando. Señalando al Gobierno; a los dos, el central y el gallego, ambos en manos del mismo partido. Se dijo, porque la anécdota se elevó a categoría, señalando al ministro Cascos por su "quinto pino", a Fraga por "irse de caza", a Aznar porque era Aznar y tenía bigote, a Rajoy por los "hilillos", y, en general, a España. Porque España, que ya no hace nunca nada como es debido, retorna a un estadio pre-civilizado cuando gobierna la derecha. Bueno, así es como lo ven en la izquierda.

La historia de cómo la carga vertida por el Prestige se transformó en explosiva carga política es oscura y viscosa como el chapapote mismo. Hacer de una "marea negra" materia arrojadiza contra los gobiernos que organizan la tarea de limpieza no tenía tradición, pero alguna vez se empieza. De modo que se buscaron culpables y se encontraron menos allí donde podían estar: en las empresas propietarias, fletadoras y clasificadoras de aquella chatarra flotante a la que un fuerte temporal dio la puntilla en el área marítima de Finisterre cuando iba de Letonia a Singapur, con parada prevista en Gibraltar.

La nueva conciencia medioambiental española, tan escasa anteriormente, produjo una movilización social que llevó a miles de voluntarios, de Galicia y otros lugares de España, a limpiar las costas, en lo que supuso un enorme y costoso despliegue de medios y organización. Pero también desembocó en un conato de histeria colectiva que fue alimentada por incontables profecías apocalípticas. Ah, la larga lista de profecías incumplidas. Merecerían repasarse, pero ya no interesan ni a quienes las difundieron ni a quienes las creyeron. Las costas gallegas lucieron limpias mucho antes de lo que anunciaron los profetas, el pescado y el marisco no desaparecieron de las rías y Galicia no se hundió en la miseria. Pero vaya usted a pedir cuentas a los catastrofistas. Siempre están en la alarma siguiente.

Desde el 13 de noviembre, día en que el Prestige emitió la llamada de socorro hasta el 19 de noviembre en que se partió y hundió lejos de la costa, todo aquello, es decir, la explotación política y mediática del accidente -el sensacionalismo fue ingrediente capital de la histeria- apenas asomaba a la superficie. Es más, aunque el chapapote ya estaba llegando a tierra, se pudo pensar que lo peor se había evitado. Pues el peligro, en las primeras horas, fue que el petrolero se estrellara contra la costa en la zona de Cabo Touriñán y dejara allí, en letal concentración, toda su carga. Algo que pudo ocurrir de no haberse logrado in extremis hacer remolque en el barco gracias a la intervención del personal de salvamento marítimo.

A aquella tregua de incubación le puso punto final una masiva manifestación, el 2 de diciembre en Santiago de Compostela. Los socialistas ya habían olfateado las posibilidades del fuel, pero no lo suficiente para prever que Zapatero iba a ser recibido con una lluvia de huevos. Era el momento de cierto nacionalismo teñido de progrez y viceversa. Era el momento del victimismo. Ahí estaba, para exprimirlo, la plataforma Nunca máis, capitaneada por el escritor Manuel Rivas y empeñada en recuperar todos los estereotipos de la negra sombra. Galicia, la víctima secular, volvía a su ser de víctima, ahora embadurnada de fuel.

Los de Nunca máis convocaron manifestaciones en las urbes gallegas durante meses, incluso cuando los efectos del fuel eran residuales. Llegaron a hacer una manifa portando maletas –el tópico del emigrante- porque no les iba a quedar otra que la emigración a los gallegos victimizados. Victimizados por el PP más que por el Prestige. Era la primera vez que pescadores y mariscadores afectados recibían tan rápidamente ayudas para compensar la forzosa paralización de su actividad. Pero la realidad andaba escindida. Así, se sorprendieron los devotos de la plataforma de que en Muxía ganara tranquilamente el PP las elecciones municipales de mayo de 2003. ¡En la zona cero del Prestige! Hubo quien llamó traidores a los muxienses.

Mucha gente puso el poster de Nunca máis en la ventana, algunos en la ingenuidad de que no tenía significación política, cuando eso era todo lo que tenía. La causa de Nunca máis no era el Prestige, era el PP. Mucha gente fue capitán de barco y dibujó en servilletas la solución para llevar a un "puerto seguro", en pleno temporal, a un viejo petrolero monocasco con 77.000 toneladas de fuel y una grieta en el costado. A qué puerto debía tocarle aquella lotería y cuáles eran los riesgos de intentarlo, no era asunto para los capitanes de ocasión. Cuando a Zapatero le preguntaron en Vigo si él hubiera alejado el Prestige o no, dijo que esa pregunta sólo se podía responder estando en el Gobierno. Claro que él y los suyos la respondían todos los días. Incluso haciendo uso del typpex, como Caldera. "Si hace falta hundimos otro Prestige", bromeó, vaya bromita, un diputado socialista de Madrid.

El desastre medioambiental del Prestige se cerró definitivamente con la extracción del fuel del barco hundido a 4.000 metros de profundidad en una extraordinaria operación de ingeniería a la que apenas prestaron atención los que tanto se habían distinguido en el alarmismo. La "bomba de relojería", como la llamaban, fue desactivada al extraerse el resto del fuel e introducir bacterias que engulleran el que estaba pegado a las paredes de los tanques. Lo que no se desactivó, en cambio, fue una forma destructiva de hacer oposición y de hacer política. La misma que prosiguió con el noalaguerra y exactamente la misma que mostraría su cara más repulsiva en los días aciagos del 11 al 14-M.

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