A pesar de las multitudinarias manifestaciones del pasado fin de semana en defensa del español son muchos los catalanes acosados por los independentistas que siguen sin atreverse a alzar la voz por miedo a las represalias. Otros, sin embargo, lo hacen precisamente porque ya las han sufrido y, por desgracia, ya no tienen nada más que perder. Es el caso de Quique y su familia, condenados al exilio tras una campaña de acoso y derribo en la que su hijo de tan solo 8 años -6 cuando empezó todo- se llevó la peor parte.
El vacío en el patio, en el parque o los cumpleaños a los que nunca le invitaban dieron paso a los insultos en la puerta del colegio. Después, llegarían las amenazas telefónicas con número oculto y el episodio que probablemente más impactó a su padre: "En el comedor del colegio, hasta le negaban la comida por hablar español".
Hoy, Quique y su hijo viven a más de 800 kilómetros del que hasta hace unos meses había sido su hogar. "Era lo único que nos quedaba, porque hemos visto que no nos ampara ni el propio Gobierno. Nos han dejado vendidos", denuncia indignado.
La directora le puso en la picota
El inicio de su particular pesadilla se remonta a finales de 2019, cuando Quique decidió reclamar el derecho de su hijo a estudiar el 25% en castellano. La directora del colegio -ubicado en Llagostera (Gerona)- convocó entonces una reunión con todos los padres para anunciarles que, por su culpa, se veían obligados a cambiar el proyecto lingüístico del centro.
Aquello fue como echarles a los leones. "El primer día que empezaron a impartir el 25%, iba con el peque y un padre se me puso a gritar en la misma puerta diciéndome que qué les habíamos hecho a sus hijos, que éramos unos sinvergüenzas… ¡Como si hubiéramos cometido un delito!", recuerda.
El vacío de los otros niños
Lo que vino después es lo que, desgraciadamente, sufren todos aquellos que se atreven a alzar la voz contra la imposición lingüística en Cataluña. Cuando iban al parque, padre e hijo se quedaban en una esquina. "La mayor parte de los niños evitaban jugar con él porque sus padres se lo prohibían -lamenta con un nudo en la garganta-. Y, por su puesto, nos dejaron de invitar a los cumpleaños..
El vacío en el patio del colegio era tal, que el pequeño incluso prefería no salir a jugar para no tener que enfrentarse al rechazo de sus compañeros: "Muchas veces nos preguntaba a mi madre o a mí si iba a llover, porque sabía que entonces podía estar tranquilo porque no tendría que salir al patio. Que él haya sentido ese desprecio es lo que más me duele".
Las amenazas de los adultos
Sin embargo, lo peor fue comprobar que esa actitud no se limitaba a los niños: "Una tarde llegué de trabajar y me dijo que no le habían puesto la comida en el comedor". Quique no daba crédito. "Le pregunté… ¿Pero te han visto? Y me dijo: ‘Sí, me han visto a mí y han visto a todos y les han puesto la comida a todos menos a mí". Al principio, quiso pensar que había sido un despiste, pero la situación se repitió al día siguiente, así que no tuvo más remedio que enfrentarse al centro.
El dolor, la rabia y la impotencia que sintió aquel día es indescriptible: "Sentir que una persona adulta es capaz de hacerle eso a un niño es terrible, porque piensas qué más cosas le habrán hecho y hasta dónde pueden llegar. Y, claro, te vas a trabajar y no puedes estar tranquilo porque no dejas de pensar qué le estarán haciendo". Consciente de la dureza de tal episodio, Quique remarca: "Sé que esto cuesta creerlo, porque a las personas normales no les entra en la cabeza, pero estas cosas suceden en Cataluña".
Amenazas a toda la familia
Y lo peor es que cada vez iban a más. Tanto, que Quique llegó a temer por su integridad física y la de su propio hijo. "Lo más duro han sido las llamadas desde teléfonos ocultos día sí, día no. Unas veces amenazando con que nos iban a pegar, otras diciéndome… ‘¿Usted sabe que su hijo va a la clase del mío?’. Y llega un momento en el que ya se hace insoportable, porque yo no quiero eso para mi hijo, así que lo que hecho es ponerle a salvo", se justifica.
Después de dos años de sufrimiento, Quique decidió hacer las maletas y dejar todo atrás: trabajo, casa, amigos y familia. Todo, salvo a sus padres, que optaron por prejubilarse y acompañarle en el exilio. De hecho, ellos mismos se habían llegado a convertir también en el blanco de los independentistas. "Mi padre iba a recoger al niño con su furgoneta de empresa rotulada y no sabemos quién, alguna madre o algún padre del colegio, consiguió el número y empezó a llamar a su jefe para intentar perjudicarle".
¿El Gobierno de la gente?
Su único objetivo pasó entonces a ser encontrar un lugar, fuera de Cataluña, en el que poder empezar de cero. "Era lo único que nos quedaba, porque hemos visto que no nos ampara ni el propio Gobierno. Yo me he sentido desprotegido", denuncia. "Están todo el día diciendo que son el Gobierno de la gente y cuando a la hora de la verdad tienen que hacer algo por las personas, nada más que miran por sus votos en el Congreso y los votos de ERC en los ayuntamientos de Cataluña. Nos han dejado vendidos", lamenta Quique, que reprocha al Ejecutivo que haya obligado a las familias a recurrir individualmente algo que se debería haber garantizado de oficio sin necesidad de poner a nadie en la picota.
"De hecho, hay muchas personas que no se atreven a reclamar por miedo, para no pasar por todo lo que hemos pasado nosotros", advierte. Cuando empezó su batalla legal, Quique recabó el apoyo de más de una docena de padres del colegio. Sin embargo, a última hora, todos ellos se echaron para atrás por miedo a las represalias: "Unos tenían miedo porque tenían negocios y temían que les señalasen, otros porque no querían arriesgarse a que a sus hijos le dieran de lado en clase… Y al final me quedé yo solo".
Un final agridulce
Frente a esa sensación de soledad, las manifestaciones del pasado fin de semana fueron un auténtico chute de energía para Quique. "Se ha visto que somos muchos y que queremos que nuestros hijos puedan estudiar en catalán, pero también en castellano, y que esto, a día de hoy, esté prohibido en Cataluña es increíble -subraya una y otra vez-. Es muy grave que tengamos que irnos de nuestra tierra por querer simplemente que nuestros hijos, en su propio país, estudien en su lengua oficial".
Afortunadamente, Quique y su hijo pueden presumir hoy de haber rehecho su vida a las afueras de Madrid. Prefiere no dar más detalles, porque, a pesar de los más de 800 kilómetros que le separan de su pueblo, es consciente de que el odio no conoce fronteras, pero agradece el recibimiento que ha tenido en su nuevo hogar. "Mi hijo está feliz y aquí nos han acogido súper bien", dice emocionado.
Tras buscar un piso de alquiler por Internet, Quique ha logrado encontrar un nuevo trabajo y su hijo por fin va a un colegio normal. De hecho, después de todo lo vivido eso es precisamente lo que más ha aprendido a valorar: esa normalidad que, en Cataluña, hace mucho tiempo que dejó de existir. Hoy, solo espera que su testimonio sirva para dar fuerza a otras familias. Mientras tanto, él presume de la suya y nos enseña orgulloso las fotos de Quique, un niño de 8 años que, a pesar de todo lo que ha sufrido, por fin vuelve a sonreír.