Siempre es difícil escribir una necrológica de alguien a quien has querido de verdad, pero nunca pensé que me resultara tan difícil escribir sobre Carlos Semprún. Debe de ser porque me resulta imposible escoger las palabras que a él le hubieran gustado.
No recuerdo cuándo conocí a Carlos ni quién me lo presentó, quizás fuera en 1997 cuando vino a Madrid a presentar El exilio fue una fiesta o quizás más tarde cuando los dos colaborábamos ya con Libertad Digital. Sin embargo, hoy, un día después de su muerte, tengo la impresión de que me he quedado sin uno de los mejores amigos de mi vida. Supongo que Carlos era así, si no le gustabas no perdía un minuto contigo, pero si le gustabas hacía todo lo posible por seducirte y por incorporarte al pequeño núcleo de los suyos.
Carlos solía acudir a Madrid una vez en otoño y otra en primavera. Nos hicimos tan buenos amigos que, en los últimos años, se hospedaba en mi casa. Nunca olvidaré las veladas en las que hablábamos de política, criticábamos a la izquierda, nos metíamos con la derecha, nos reíamos de los progres e incluso ironizábamos sobre la ortodoxia exagerada de algunos liberales. Él siempre se mostraba ingenioso, con gran sentido del humor, intransigente con la hipocresía y la mentira de quien va por la vida presumiendo de virtuoso. Al mismo tiempo era enormemente tolerante con las debilidades humanas. Con Semprún se podía hablar de todo, sólo había una condición, no se podía mentir, ni siquiera a medias, las trolas y los disimulos los pillaba al vuelo.
Se acabó, ya no habrá más veladas con Semprún, ya no habrá más cartas a Libertad Digital desde París con las que nos daba cuenta de sus andanzas. A los que hemos sido sus amigos nos quedará el recuerdo de un dandy individualista, rebelde, que vivió como quiso y con quien quiso y que se empeñó siempre en hacer lo que quería o creía que debía hacer.