Ahora que Carlos Semprún ya no está con nosotros, parece que ha llegado la hora de escribir lo que debía haber escrito antes, cuando estaba siempre al otro lado del teléfono, cuando siempre andaba insistiendo en que fuéramos a París a verle a él y a Nina, su esposa, o cuando me contaba su última columna en Libertad Digital.
Lo habré visto por última vez en París, hace unos cuantos meses. Nina y él no me dejaron cenar ni una sola vez fuera de su casa. Había en Carlos Semprún una inocencia casi infantil, como si el aristócrata elegante y generoso que era no hubiera dejado atrás nunca a un niño con ganas de provocar.
No era olvidadizo, ni perdonaba con facilidad. Le gustaban los cotilleos y las anécdotas. Siempre las contó bien y las escribía en un español cada vez más suelto y más fino, impregnado del rastro inequívoco que dejan muchos años a la orilla del Sena, allí donde pasó buena parte de su vida.
Carlos Semprún no la tuvo fácil, desde luego. Primero el exilio, luego el comunismo, más tarde las veleidades izquierdistas y anarquistas, y desde hace muchos años ya, el deseo de contar la verdad de lo que había vivido y la barbarie del socialismo. Siempre a la contra, pero con ganas de vivir y de divertirse. Eso era todavía más imperdonable y así es como llegó a una especie de nuevo exilio, del que le rescató su inteligencia y su descaro.
La última etapa de la vida de Carlos Semprún resultará siempre ejemplar para todos los que lo conocimos. Llegó a hacerse con un público joven, los nuevos liberales o libertarios españoles nacidos al calor de otra generación, anterior, para la que ya Carlos había servido de ejemplo: de honradez, de ganas de vivir y de delicadeza. A fuerza de anarquismo, estuvo a punto de convertirse en un conservador.
También estuvo dispuesto a pagar el precio de sus convicciones y de su libertad. Lo hizo sin quejarse nunca. Todos éramos conscientes de que un hombre como él, finísimo escritor en dos lenguas, periodista de leyenda, ensayista y hombre de teatro, habría disfrutado de un prestigio de primera fila en cualquier otro país occidental. No habrá sido así en su país, en el que siempre anduvo pensando y soñando a pesar de ser francés como el que más. Llevaremos el peso de no haber sabido hacer lo necesario para que lo consiguiera.