Federico Jiménez Losantos

Isidoro de Antillón: un liberal de raíz popular

Quienes se pregunten por la nación española y por la causa liberal habrán de tropezarse necesariamente con el nombre antiguo y sonoro de este aragonés.

Entre las figuras trágicas del liberalismo español, rico sólo en desventuras, pocas tan maltratadas como la de Antillón. Dueño de un talento multiforme y extraordinario, honrado a carta cabal, defensor de la libertad individual y de la dignidad de España hasta el punto de entregar su vida por ambas, el odio de los serviles viejos y nuevos, la ignorancia institucional y la incuria intelectual lo tienen hoy arrumbado en el olvido. Sin embargo, quienes se pregunten por la nación española y por la causa liberal habrán de tropezarse necesariamente con el nombre antiguo y sonoro de este aragonés de pro al que todo se le puso siempre en contra, pero que nunca se rindió.

Nació en una casa de labradores de buen pasar en el pueblo turolense de Santa Eulalia del Campo, entonces Santa Eulalia de Jiloca, el 15 de mayo de 1778. Era tan pequeño, tan frágil y enfermizo pero tan esforzado en cuanto emprendía que los suyos andaban siempre preocupados por su salud.

A los once años aprendió a leer y escribir en latín en Mora de Rubielos y en 1791 estudió Filosofía en el seminario de Teruel, donde espantó a los buenos curas defendiendo nada menos que la libertad de pensamiento. Tan defensor de su fe cristiana como de la libertad y la igualdad de los hombres, tuvo alguna inclinación adolescente al estado eclesiástico, pero su padre se lo quitó de la cabeza.

Estudió luego en Zaragoza, Huesca y Valencia, desde donde mientras leía a Adam Smith pedía a su familia, más pobre que tacaña, calcetines y algo de la conserva del cerdo, porque pasaba mucha hambre. Tanta era su penuria que acabó seduciendo a una prima suya, en cuya casa se alojaba, para tener mejores alimentos y algún dinero de bolsillo. La prima fingió quedarse embarazada y Antillón tuvo que huir de Valencia aprisa y corriendo.

Doctorado en Derecho Civil y Canónico, había leído también con provecho a Locke, Rousseau y Montesquieu. Pero su pasión por la Verdad y la Naturaleza, en él unidas, le llevó a hacerse geógrafo. Con diecisiete años publicó su primer trabajo: un estudio, pueblo por pueblo, árbol por árbol, planta por planta, de la Comunidad de Albarracín, la hermosa serranía que domina las huertas de Cella (“Celfa la del Canal”, en el Poema de Mio Cid) y Santa Eulalia. El adolescente esmirriado contó tan bien su tierra que en Zaragoza y Madrid pronto se hicieron lenguas de su talento. Otro turolense de Villar del Saz, Agustín Larrea, presidente de la Sociedad Económica Zaragozana de Amigos del País, le apoyó durante toda su breve y asendereada vida.

Después hizo el estudio de Teruel, y en años sucesivos los mapas de toda España, Portugal y las Américas. Pero la variedad de sus obras geográficas hace difícil su censo completo. Destacan los Elementos de geografía (1800), Lecciones de geografía astronómica, natural y política (1804-1806), el Atlas español (1807) y los Elementos de la geografía natural, astronómica y política de España y Portugal, que se publicaron póstumos, en 1824. Realizó estudios monográficos, como el de Manzanera, recopilaciones jurídicas sobre Derecho Aragonés y sobre los fueros de Teruel y Albarracín, e incluso, un estudio sobre los Amantes de Teruel. Avecindado en Madrid, se casó con una joven viuda asturiana, como su mentor y admirado Jovellanos, llamada Josefa Piles Celín de Rubines, Pepina, con la que tuvo una hija, Carmen. Tras la Geografía se dedicó a la Astronomía, estudió Física, Química y Matemáticas, atento siempre a exponer sus saberes en los periódicos y en las aulas. Le preocupaba tanto la educación que ya en su primer libro, junto a las hierbas y árboles de la sierra, consignaba en qué pueblos había escuela de niñas y dónde faltaba.

Antillón tuvo siempre un interés especial por la cuestión de la esclavitud. Ya en 1802 hizo un discurso en la Academia de Derecho sobre la abolición de la esclavitud de los negros, que desarrolló en un libro después. Pero en su camino de geógrafo, astrónomo, químico, físico, matemático y moralista se cruzó la política en forma de Napoleón. Apenas empezó la guerra de la Independencia se lanzó a organizar la Junta de Defensa de Teruel. Publicó entonces uno de los primeros panfletos, género del que se haría devoto: ¿Qué es lo que más importa a la España?Discurso de un miembro del populacho.

Desde 1808 su actividad es frenética y sólo la benemérita investigación de José María de Jaime Lorén, que ha rescatado su correspondencia y gran parte de su obra dispersa, permite hacerse una idea de su continua producción política y jurídica, casi siempre a través del naciente periodismo liberal. Huyó de los franceses que lo buscaban en Madrid disfrazado de arriero. Estuvo en los Sitios de Zaragoza, fue elegido como representante de Aragón (1809 y 1813) en las Cortes de Cádiz, de las que fue soberbio orador, compitiendo con el divino Argüelles.

Fue asiduo en Sevilla de la tertulia de lord Holland, con Jovellanos, Capmany, Quintana o Blanco White. Colaboró con Quintana en la fundación del Semanario Patriótico, primer periódico político español, y sucedió a Capmany como director de la Gaceta del Gobierno.

Desde Cádiz lo mandaron a Mallorca, feudo del conservadurismo clerical. Fundó allí un periódico, la Aurora Patriótica Mallorquina, e hizo frente a los numerosos serviles de la Isla, encabezados por el llamado Mastín Seráfico, padre Strauch, que con Traggia y otros lo difamaron hasta la extenuación.

Proclamada la Constitución, una noche de 1813 trataron de asesinarlo en la Isla del León. Descalabrado y dado por muerto, consiguió reponerse y volvió a las Cortes, entre las ovaciones de los diputados, para defender un dictamen sobre Educación. A él se debe la abolición de castigos físicos en escuelas y cárceles.

Defendía “que los reyes son sólo los jefes de gobierno, pero que la soberanía reside en la nación o en el pueblo. La naturaleza no ha formado esclavos y señores, reyes ni vasallos: esto es obra de la fuerza y de las instituciones de los hombres…”. Cuando Fernando VII abolió la Pepa y reinstauró el despotismo, en la primera lista de perseguidos estaba Antillón. Lo prendieron en Mora y lo pasearon moribundo por Teruel y Santa Eulalia, donde falleció el 3 de julio de 1814, en la cama en que había nacido. Años después, los orangutanes de la reacción profanaron su tumba y echaron sus cenizas a una hoguera. Las últimas palabras que escribió a su madre fueron: “A treinta y seis años muero miserable y perseguido, muero abandonado por la naturaleza y oprimido por el dolor; pero consolado con mis principios.”

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