Hay futuro, pero pocas ideas
En el PP de Mariano Rajoy, las costuras vuelven a verse. Hubo un tiempo en que la derecha española fue un paño de retales ideológicos sin la menor posibilidad de llegar a vestir el poder frente a un PSOE compacto como una sotana. Democristianos, socialistas de derecha (una especie nada rara, como nos recuerda Hayek en la dedicatoria de Camino de Servidumbre), restos del franquismo y una minoría liberal tiraban de cada rebaño para su propio prado. Aquella Alianza Impopular era una máquina de perder elecciones, la coartada perfecta para que la izquierda se instalase de por vida en el poder.
La Convención Nacional celebrada durante los días 3, 4 y 5 de marzo bajo el lema Hay futuro se pareció demasiado al pasado. La eterna búsqueda del centro y la enésima oferta de consenso a la izquierda tramposa fijan las coordenadas del PP “de los próximos 20 años, un proyecto para toda una generación”, dijo Mariano Rajoy. Dicho y hecho. Desde entonces, el líder de la Oposición no ha dejado de moverse bajo la adusta, resignada y victoriana gasa del centrismo. Incluso al anunciar solemnemente el pasado 6 de junio que rompía “toda relación con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero” mientras éste no rectificase la “ignominia” de la reunión del PSE y Batasuna-ETA (anunciada a traición por Zapatero, como de costumbre, tras un debate sobre el estado de la Nación en el que había obtenido de Rajoy el sorprendente favor de no hablar ante la Opinión Pública del proceso de negociación con los terroristas), el presidente del PP ha acabado volviendo a su propia disciplina de consenso para todo (inmigración ilegal, Europa, seguridad ciudadana y, por supuesto, diálogo con ETA), disposición a acudir a la primera llamada que reciba de la secretaria de Zapatero y estoicismo ante el gusto que el presidente le ha cogido a apuñalarle.
La reunión de Patxi López y Arnaldo Otegi se celebró; a continuación, han venido más reuniones públicas o secretas (todas impunes, en cualquier caso); la Policía ha creado un servicio de alertas vía móvil a ETA; la Fiscalía del Estado se ha convertido en la asesoría jurídica de la banda; el programa de cesiones, de la autodeterminación a Navarra, pasando por la mesa de partidos o la legalización de Batasuna-ETA, se ha despachado en fascículos semanales; las víctimas han sido vejadas con saña y el PP, escupido y pateado con virtuosismo, ... Y aún así, ahí estaba Rajoy, puntual como un colegial el primer día de clase, el pasado 22 de diciembre en las escalinatas de La Moncloa, atraído por el portentoso mentalista que le hace mover en círculos como aquel camión de Rico manejado a pilas.
La Convención celebrada en Madrid, entre la batucada multiculturalista de Nuevas Generaciones y las confesiones de un showman de derechas de Miguel Ángel Tobías, impuso otra catarsis centrista en el seno del PP. Rajoy identificó el reto como “mirar al futuro” para preparar “un mañana previsible en el que ni corramos aventuras ni demos palos al agua”. Alberto Ruiz-Gallardón, superviviente de AP y vehemente converso al centrismo, propuso contra los “excesos de la izquierda”, la utilización de un “mensaje moderado que devuelva la tranquilidad a los ciudadanos”. Gabriel Elorriaga, coordinador de la asamblea a la que asistieron 3.100 afiliados con voz y voto, 4.000 invitados y 1.000 periodistas acreditados, habló de “renovar las ideas sin renovar las personas”. Y la ponencia ideológica, presentada por Ángel Acebes, definió al PP como “un partido de centro reformista, que acoge todo el espacio político que abarca el centro y la derecha surgidas de la Transición, y comprometido con la Constitución de 1978 y los valores de la libertad, la democracia, la tolerancia y el humanismo cristiano de tradición occidental”.
Una apuesta lo bastante dispersa, que apuesta por todos los principios y por ninguno en particular, y que explica que Rajoy, en una reciente entrevista concedida a La Razón el pasado 26 de noviembre, considere el debate ideológico (es decir, la confrontación de principios) algo secundario respecto del “sentido común” por el que debe guiarse un gobernante, una cualidad a la que recurre constantemente en sus discursos para distinguirse del “radicalismo” de Rodríguez Zapatero.
Esta oferta de “moderación” que atraviesa todas las ideas hasta neutralizarlas pasa por alto que el radicalismo que inspira las políticas del Gobierno socialista es algo más que el síntoma de una mente insensata; se asienta en ideas equivocadas y nocivas que, no obstante, Zapatero concibe como valores innegociables y está dispuesto a imponerlas a la sociedad a través de sus leyes y tributos. Lo que ofrece Rajoy es un “centro político” donde PP y PSOE coincidan en las líneas rojas que ningún gobierno democrático puede traspasar. Pero, ¿a quién favorece el consenso cuando el punto de encuentro ya ha sido marcado por una propaganda ideológica expansiva? Si el PP renuncia a dar la batalla de las ideas en aras de una política del sentido común, su adversario ha demostrado que la da por él y consigue definir el marco de valores donde se toman las decisiones de gobierno.
No hay más que ver algunas de las propuestas y omisiones que salieron de la Convención popular, para comprender hasta qué punto el PP de Mariano Rajoy se define como liberal, pero piensa y actúa para un público estatista que otros han adoctrinado antes, y sin complejos. El modelo de un sistema cien por cien público de servicios a las personas dependientes, ciertas reformas en el sistema de pensiones que refuerzan el modelo de reparto, o el olvido en el que ha caído la reforma del mercado laboral postulada en otros tiempos por el PP, son ejemplos indicativos de que el “centrismo” designa eufemísticamente todas las líneas rojas que el PP se ha impuesto a sí mismo para adaptarse a la ideología socialista, aplastante en las aulas y en los medios de comunicación.
El vaciado ideológico del PP hace aflorar surcos y costuras, al modo de esos organismos sometidos a una abusiva cura de adelgazamiento. Entre los discursos de Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre, o entre los de Pío García Escudero y Eduardo Zaplana, e incluso entre los de Mariano Rajoy y José María Aznar, fue posible ver en esta convención, por primera vez, las costuras que unen, pero también distinguen, un percal de otro en el PP posterior al Congreso de 2004. Es el mismo partido que cuando lo dirigía Aznar, lo integran las mismas sensibilidades, tribus y correntías. Están los liberales como Aguirre, los democristianos como Arenas, los derechistas de toda la vida como Gallardón, los posibilistas como Matas o Piqué, ... La diferencia es que, antes, las costuras que los mantienen unidos no se veían, con lo que todos parecían lo mismo, aunque no lo fuesen. Mientras que, ahora, no sólo se ven, sino que crujen, aunque sin peligro aparente de que se rompan, porque la disciplina sigue siendo marca de la casa desde que Aznar encargó al ingeniero Francisco Álvarez Cascos demoler AP y levantar en su lugar un embalse de solidez milenaria para la derecha española, un remanso capaz de aguantar riadas, tormentas, aludes y desprendimientos de todo tipo.
Lo que llenaba las junturas era, precisamente, los principios, pocos pero muy claros (unidad constitucional de España, libertad individual, atlantismo fuerte, europeísmo vigilante, compromiso con la forma de vida occidental, guerra ideológica a las dictaduras, derrota sin concesiones del terrorismo, educación exigente, economía libre, un sistema de bienestar progresivamente privado, ...). Junto a esos principios, un liderazgo que no dejaba de repetirlos, cada vez con visiones intelectuales más depuradas. Lo que ocurría, para que las costuras funcionasen como goznes invisibles y no como las puntadas tensas de ahora, es que había una claridad moral que, en la Convención en la que Rajoy mostró las cartas de su proyecto, se echó en falta entre pantallas gigantes de vídeo, apoteosis de fibra óptica y batucada de buen rollo. Su receta fue: mucho futuro, menos ideas y ninguna memoria para poder recordar cómo se las gasta la izquierda en este país, del 11 al 13 de marzo de 2004 y, en ese plan, durante toda su historia.
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CENTRO Y PERIFERIA, por Víctor Gago