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Seis meses de Trump: lo bueno, lo malo y lo regular

¿Ha sido tan desastroso el primer semestre de Donald Trump como nos lo pintan los medios? ¿O es posible encontrarle alguna virtud?

A tener por lo que nos dicen los medios de izquierda norteamericanos y prácticamente todos los españoles, los segundos primeros seis meses de Donald Trump son poco menos que un apocalipsis, un desastre sin paliativos, el mal sin mezcla de bien alguno. Pero entonces ¿cómo es que después del descenso inicial de popularidad que sufren todos los presidentes sus apoyos se han mantenido bastante constantes? ¿Qué ven en él los norteamericanos? Pues cada uno verá una cosa distinta, supongo, pero voy a intentar explicar cómo lo veo yo.

Empezando por lo malo, tenemos, naturalmente, la sumisión a Putin durante su intento de acabar rápidamente con la guerra de Ucrania, que parece haber rectificado estas últimas semanas, pero que si ahora aborda centrándose en presionar al invasor será mérito del próximo semestre de mandato, no del primero. Pero lo que no va a rectificar es su medida lo más intelectualmente insultante y económicamente devastadora: la guerra arancelaria, cuyo impacto sobre la economía de EEUU seguramente pueda maquillar con otras medidas, pero cuyo destrozo a la economía del resto del mundo no se quedará en el corto plazo, como tampoco lo hará la pérdida del estatus internacional de Estados Unidos como un gran país amigo de sus aliados. Trump ha convertido su eslogan de Primero América en una visión prepotente y cortoplacista que no tiene en cuenta los beneficios a más largo plazo de ser aliado de tus aliados y el mundo en general no lo va a olvidar a la hora de tomar decisiones.

En el apartado de "meh, no está mal" podemos hablar de cómo ha forzado a los países de la OTAN a garantizarse su independencia militar. Posiblemente no sea bueno para la influencia a más largo plazo de EEUU sobre Europa, pero pagar nuestras facturas es un rito de paso imprescindible en el proceso de convertirse en un adulto responsable. En el apartado interno, es cierto que especialmente gracias a Elon Musk ha puesto mucho el foco en el recorte de gasto en el Estado, pero en la práctica los esfuerzos no parece que vayan a reducir significativamente el déficit, no ya eliminarlo para final de mandato. Sus decretos sobre desregulación son incluso más exigentes que los de su primer mandato, pero hasta ahora no han significado mucho en la práctica.

También es cierto que su administración es mucho más transparente que la de Biden, con el presidente hablando con los medios continuamente y publicando documentos clasificados que debían estar en manos del público desde hace tiempo, desde el asesinato de JFK al escándalo del Russiagate, pero la metedura de pata de Pam Bondi con respecto al caso Epstein es una mancha que costará borrar.

Finalmente, hay que hablar de lo mucho bueno que, pese a los pesares, también ha hecho. El cierre de la frontera sur y los esfuerzos por deportar a inmigrantes ilegales ha sido bastante más exitoso de lo que cabía pensar antes de que tomara posesión y su respaldo a Israel tan firme como en su primer mandato. La política energética tardará algo más en dar frutos, pero está guiada por una visión adulta que tiene en cuenta costes y beneficios, algo que en Europa parece que hemos olvidado durante las últimas dos décadas, con desastrosas consecuencias para nuestras economías.

Uno de los puntos más significativos, por lo que tiene de posible precedente para Europa, que suele vivir con retraso los cambios culturales de Estados Unidos, ha sido su lucha contra la ideología woke. Desde sus decretos para limitar la locura trans que se ha adueñado de Occidente, devolviendo el deporte femenino a las mujeres y limitando lo que los médicos pueden destruir en menores de edad, a su intento de que las universidades dejen de ser campos de adoctrinamiento woke y vuelvan a su función original.

Pero como les digo siempre, lo más significativo, lo que más impacto va a tener en Estados Unidos mucho tiempo después de que Trump haya dejado el poder es el reequilibrio de poderes que está impulsando a través de sus decretos y de un Tribunal Supremo cuya composición actual configuró en su primer mandato. Las obligaciones y deberes de los tres grandes poderes van a cambiar mucho durante estos años, volviendo a un esquema mucho más parecido al que planeó la Constitución. En algunos casos, como los despidos de funcionarios, se encaminará hacia un mayor poder presidencial, pero también hay ya sentencias que apuntan a una devolución de poderes de los burócratas de las agencias gubernamentales al Congreso. Una cosa es clara: Estados Unidos no va a funcionar en 2030 como lleva haciéndolo desde los años 70. Pero para evaluar las consecuencias, habrá que esperar a ver qué pasa. Una o dos décadas al menos.

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