
Kosovo ha vuelto a aparecer en las portadas de los medios de comunicación a raíz del cambio de rumbo (otro más) en la política internacional del Gobierno de Pedro Sánchez. Al modo sanchista. Sin contar con nadie, sin consultar con nadie, sin comunicárselo al principal partido de la oposición. Según algunas informaciones, EEUU habría presionado a España para reconocer el pasaporte kosovar. Como todo, ante la falta de transparencia del Gobierno de Pedro Sánchez, sólo son rumores. Poco se sabe hoy en día de Kosovo, cuya independencia ha sido reconocida por toda Europa, a excepción de Eslovaquia, Grecia, España, Rumanía y Chipre.
Pero hace 20 años, el mundo vivía pendiente de lo que sucedía en ese pequeño rincón del hervidero balcánico. Partimos en taxi desde Bulgaria hacia Kosovo recién terminada la guerra con Serbia. Cruzando Macedonia, donde aún perduraban los sacos terreros en las carreteras, nos detuvo un grupo de soldados apuntándonos con sus kalashnikov. El taxista se echó literalmente a temblar. Registraron el taxi, al taxista y examinaron detenidamente nuestro equipaje, consistente en dos pequeñas mochilas que contenían apenas unas mudas y cosas de aseo. Y comenzó el interrogatorio, que a dónde íbamos, que qué diablos se nos había perdido en Kosovo, que qué cosa tan rara. Pese a que los macedonios y los búlgaros hablan prácticamente el mismo idioma y ambos utilizan el alfabeto cirílico, pasa como en Cataluña con el español. Que se niegan a entenderse. "Holidays", fue nuestra respuesta, contestada por un coro de carcajadas por parte de los soldados macedonios. Comprensible, no parecía muy normal que dos mujeres fueran solas de vacaciones en un taxi a una zona devastada por la guerra.
Nos dejaron marchar cuando ya estábamos a punto de llamar a la embajada española en Sofia. Para tranquilizar al asustado taxista, que creía que llevaba como pasajeras a dos peligrosas terroristas o espías serbias, le señalamos la palabra "periodista" en un diccionario búlgaro-español. El hombre casi se echa a llorar de emoción. ¡Periodistas, haberlo dicho antes! Nos explicó que los soldados macedonios nos habían tomado por prostitutas, pese a que ya estábamos entraditas en años, no éramos ningún bellezón y en nuestro pequeño equipaje no llevábamos un miserable picardías. Y en la lengua universal de ruidos y gestos nos explicó cómo había sido la guerra. "Aquí serbios ¡Buuum!", aquí kosovares ¡Pum! ¡Bang!; ¡Pam, pam!".
En el camino no nos cruzamos apenas con turismos, pero era una caravana de furgones de organizaciones internacionales. La ONU, la UE,(UNMIK) ACNUR, la OSCE , KFOR, la fuerza internacional bajo paraguas de la OTAN y todo tipo de ONG. Kosovo estaba ya bajo el mando de las fuerzas internacionales, que se encargan hasta de organizar el tráfico en la capital.
Y llegamos a Pristina. El taxi nos dejó en la frontera, que cruzamos a pie. De nuevo el interrogatorio de las autoridades aduaneras (naturalmente, las fuerzas internacionales) sobre qué diantres íbamos a hacer en Kosovo. Holidays. De la perplejidad a las risas socarronas y gestos de bienvenida a las intrépidas españolitas. Eso fue fácil. La capital de Kosovo eran dos calles. Y ya.
Primer objetivo: buscar hotel. Algo tan simple se convirtió en una aventura. Entonces sólo había dos hoteles en una ciudad invadida por periodistas y personal de todo tipo de las fuerzas internacionales. Encontramos uno que parecía más o menos decentillo. "No lo podéis pagar", nos espetó el recepcionista cuando le pedimos habitación. Atónitas, pues veníamos de Bulgaria donde todo era baratísimo, le preguntamos incrédulas cuánto costaba la noche. 300 euracos (moneda oficial de Kosovo pese a no pertenecer a la UE y mucho menos a la zona euro). Ah, pues no, no lo podemos pagar, admitimos. Y nos indicó uno más accesible al final de una de las dos calles. Dos camitas con las sábanas agujereadas, las lámparas rotas y un baño descascarillado a 60 euros la noche (hablamos de 2002) aseguraron nuestro descanso para dos noches que se quedaron en una.
Prístina estaba literalmente tomada. Carabineris italianos, la gendarmería francesa y la Guardia Civil, además de los destacamentos de la UE y ONG que hacían de la noche una fiesta interminable emborrachándose en los bares a un ojo de la cara el cubata. Tras varios sablazos en bares, pizzerías y tiendas, decidimos que los kosovares tenían cara dura para dar y tomar y emprendimos el viaje de vuelta. Esta vez en autobús, que era más seguro que un taxi.
Un trasto con más kilómetros que el Falcon de Sánchez, hasta los topes, con una maravillosa música latina a todo trapo y que paraba cada 15 minutos para fumar, nos trasladó a Skopje, capital de Macedonia, a 93 kilómetros de Pristina. Casi estábamos en casa, Skopje, con sus mercadillos donde se vendían los sacos de la ayuda humanitaria de la ONU sin molestarse en borrarles las siglas de la tan preciada organización internacional.
De Skopje, escandalosamente barata en aquellos tiempos, nuevo autobús a Sofia. En la capital Búlgara, que ya conocíamos bien, sí cogimos un taxi a nuestra residencia. El taxista, que no podía saber que nos alojábamos en casa de un miembro de la embajada y que estábamos al tanto de los precios, intentó timarnos. Pese a que sus brazos musculados no tenían nada que envidiar a Popeye tras una ración de espinacas, nos negamos, le dimos lo que correspondía, y a la señal de ¡ahora! abrimos las puertas y nos largamos corriendo calle abajo hasta las narices de las tomaduras de pelo de ese gran país llamado Kosovo, cuyo nivelazo de vida manteníamos entre todos, y que terminó por convertirse en una República porque así lo decidió Estados Unidos. Ahora, exige a España que acepte el pasaporte kosovar, como paso previo al reconocimiento de la soberanía de la exrregión serbia.
Pero vaya, ¿a quién le importa ahora ese trozo de tierra balcánica de 10.908 kilómetros cuadrados en la que no viven ni dos millones de personas y ni siquiera tiene mar? Pues eso, a nadie.

